Lo primero que llama la atención al entrar en la casa es que, si bien estamos a pocos metros de la avenida Lacroze, el interior es el silencio. El lugar común indicaría que así debe ser la casa de un filósofo, una persona de por sí ascética, retirada del mundanal ruido.
Pero Darío Sztajnszrajber no tiene nada de sacerdotal. Remeras de caricaturas o de bandas como los Ramones, jeans y zapatillas, miles de seguidores en Instagram y videos en Youtube que todo estudiante de colegio secundario vio alguna vez, ya sea en Mentira la verdad (canal Encuentro) o en Demasiado humano (Futurock FM), llevan a pensar que el autor no vive en una torre de marfil.
Hay una biblioteca bajita, horizontal, con libros de literatura. Paul Auster, Charles Bukowski, Emmanuel Carrére, Juan Sklar, entre otros. No hay mucho más: un sillón, una colchoneta para hacer ejercicio, y una perra negra, cariñosa, acostumbrada a la visita de desconocidos, de nombre Mina.
El motivo de la visita de Infobae es la publicación de El amor es imposible, un libro con ocho tesis filosóficas sobre el amor. El material surgió de clases y cursos anteriores, sobre todo uno dictado por streaming en plena pandemia en el Konex, Filosofía del amor, donde una de las lecciones se titulaba Diez tesis sobre la imposibilidad del amor. A la hora de estructurar el libro quedaron ocho.
Todos los postulados apuntan desde distintos ángulos en la misma dirección: ya sea desde lo inefable del lenguaje, la ficción de un “primer amor”, el desencuentro inevitable con el otro o los condicionamientos institucionales, el resultado es que el amor es imposible.
Un libro personal
Las palabras “tesis” y “filosóficas” podrían inducir al lector a creer que es un libro abstracto e impersonal. Sin embargo, a diferencia de libros anteriores como Filosofía a martillazos, en El amor es imposible el autor pone el cuerpo con anécdotas personales, amores de infancia, fantasías de juventud e historias familiares. “Estoy cumpliendo 55 años, mis hijos crecen, mis relaciones afectivas fueron mutando, murieron mis dos padres. Todo eso me implicó en una forma de hacer Filosofía que no quedara cortada en su aspecto mental, sino atravesada también por mis propias experiencias personales”, explica Sztajnszrajber.
Lo hace mirando a los ojos, con la atención de quien busca asegurar la claridad propia de una clase y al mismo tiempo la complicidad de una conversación. “Siempre me pasó, durante muchos años, que me sentía muy escindido entre lo que decía filosóficamente y lo que me pasaba en mi vida personal. Y estoy en una etapa donde de alguna manera esos dos mundos van confluyendo. Creo que es una virtud tratar de hacerlos confluir, y este libro es el inicio de eso”.
-En tus programas y libros anteriores siempre hay cuerpos que sustentan los conceptos. En la televisión puede ser un grupo de danza o un actor que simula una huida, en este libro al cuerpo lo encarnás vos. ¿Cómo fue ese giro?
-Creo que después de muchos años, cada vez más me fue convocando ese cruce de una Filosofía que es muy mental con la experiencia de la carne, te diría, más que del cuerpo, porque es una experiencia muy sentida. La cuestión de la vejez también tiene que ver… Y hablo de vejez en el sentido de entrar en otra etapa, más allá del nombre y del estereotipo. Mi próximo libro no va a ser una novela, aunque es lo que más tengo, sino un libro, no me cabe duda, sobre la muerte, porque es el tema que más me está persiguiendo. Pero no es casual que en la introducción hable de mi vieja.
-¿Por qué?
-Mis padres murieron hace menos de un año y medio, con cuatro meses de diferencia. Yo tenía una deuda de transcribir en un libro ideas que tenía dando vuelta, pero que de algún modo ese duelo me las terminó ordenando. Increíblemente se me dio toda esta vuelta de tuerca a partir de sucesos muy concretos, y puntualizo: la muerte de mis padres, cincuenta años de casados en un matrimonio tradicional. Toda mi vida fue, no solo afectivamente, sino desde el punto de vista vocacional, desde el punto de vista ideológico, un desmarque de eso. Ese desmarque llegó a su final. Y en este libro intento plasmar una especie de vuelta de página a toda esa situación.
Un amor imposible
El amor es imposible. La frase es trillada, es cliché, pero precisamente esa es la propuesta: meterse en lo que parece conocido, en los supuestos aceptados por todos, para sacar algo nuevo; Darío dirá “deconstruir”.
-Una de las ideas con la que trabajás es la que postula la imposibilidad del amor porque nunca vamos a “encontrar la otra mitad”. ¿De qué se trata?
-La idea del amor como búsqueda de la otra mitad supone que uno es una mitad, o sea que nos está faltando algo donde hay un otro que se supone que nos completa. Pero si el otro es un otro, nunca te va a completar porque es un otro, excede eso que vos suponés que tiene que tener para completarte. Es mucho más evidente pensar que vos estás proyectando en el otro lo que vos necesitás que el otro sea para que se vuelva tu otra mitad. Al mismo tiempo, si te abrís demasiado a lo que el otro te trae, te desarmás.
-¿Pero no nos hace felices?
-La asociación entre amor y felicidad es muy potente. Pero al revés, el amor se vuelve una especie de máquina de creación de frustraciones: es tan alto lo que se supone que el amor genera, que después cuando no llegás a tamaña envergadura de encuentro, de hallazgo personal, te sentís decepcionado.
-El capítulo 2 lleva como título Si el amor es imposible, discutamos lo imposible. ¿A qué se refiere lo imposible en este caso?
-La tesis es en realidad una deconstrucción de la idea de la imposibilidad. Lo imposible no es simplemente lo que no es posible, sino el intento de poder salirnos de las estructuras que nos determinan, que nos condicionan, para poder realmente tener un encuentro con otra cosa. Con otra cosa que nunca vamos a saber cuál es, porque ya “saberla” es incorporarla a las condiciones de su posibilidad.
-¿Cómo es eso?
-Es entrar en esa existencia paradójica de estar esperando lo que nunca va a llegar. Giorgio Agamben, en su texto Qué es lo contemporáneo, dice que es como ir a una cita a la que sabemos que el otro no va a venir. Lo que necesitás es desarmar: en la filosofía de Derrida se lo conoce como “deconstruir”. Al deconstruir, uno se va desestabilizando en sus lugares sólidos y permite que aparezca lo otro. Todo el libro apunta a eso, de hecho la última tesis es que el amor es imposible porque siempre es del otro.
Entrevistar a un filósofo es preguntarse, en el fondo, por la tensión entre aislamiento e integración. Antes de encender el grabador, Darío cuenta que dio varias charlas en la Patagonia, hablamos especialmente de Ushuaia y de la mezcla de procedencias de sus habitantes, de la cantidad de veces que lo entrevistan sin haber leído sus libros. “Me doy cuenta al toque”, dice.
A la hora de las fotos, entiende perfectamente cómo posar, qué locaciones de la casa pueden ser las más adecuadas; cuando el fotógrafo propone una imagen con la biblioteca de fondo, Sztajnszrajber dice: “Ah, la clásica”. Quizás, pienso, un retrato que salga de la gramática del filósofo podría ser en medio de la avenida Cabildo, con gente que va y viene, o en la oficina con la laptop abierta.
En ese sentido, el abordaje que Darío hace del amor va en la misma línea: el tema está en lo cotidiano, en las rutinas de todos, en las redes sociales, pero al mismo tiempo hay un escape del abordaje fácil, es una tensión entre tomar lo popular y darle siempre una vuelta más. O una vuelta menos. “La divulgación es una forma de ofrecerle a un montón de gente que nunca abriría un libro de filosofía un abordaje que uno después reconoce en su manera de pensar”, dirá.
-¿Cómo surgió escribir sobre el amor? ¿Hay un interés de época?
-Yo creo que no es de época. De hecho, el libro pretende tratar la cuestión del amor desde un lugar más intempestivo. No se mete tanto en los debates de época, sino que incluso intenta rescatar una discusión más metafísica acerca de la posibilidad o imposibilidad del amor. Casi como que te diría que intenta escaparle a las polémicas prototípicas de las redes, los tratamientos que por ahí se dan sobre el amor en los medios. Es un libro que fue escrito desde la narrativa filosófica. Y esa narrativa filosófica viene trabajando el amor desde los griegos, pero al mismo tiempo lo que intenté también es tomar algunas de las lecturas que hice desde la filosofía y aplicárselas a la cuestión del amor.
-En el libro contás que tu papá se iba a jugar al dominó con los muchachos y que tu mamá hacía cursos de cine, incluso se desliza la posibilidad de alguna que otra aventura sexual. Para que el sistema imperante, ya sea el amoroso u otro, se perpetúe, ¿necesita estas pequeñas fugas?
-Yo creo que sí, es un tema que trabajé en Filosofía en once frases, en la última frase, que es la de Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia”. Podemos leerla literalmente: siempre que se acrecienta un poder, se forja una resistencia que lo confronta y que le pone límite. Pero también deja entrever Foucault, y se ha trabajado después en función de eso, cómo el poder, muchas veces, va como pergeñando sus resistencias funcionales, por decirlo así.
-Funcionales...
-Esas resistencias funcionales no son conscientes de estar siendo útiles a la propagación de un poder que para expandirse necesita hacerlo contra algo, necesita algo que le ponga un límite, sin ese límite, ¿cómo será un poder que no tiene contra qué avanzar? Un sistema que no da lugar a mínimas transgresiones es un sistema que por compacto, no tiene capacidad de reproducción de sí mismo. Hoy en día, por lo menos de Foucault en adelante, –aunque en Nietzsche ya estaban muchas de estas ideas–, la forma de pensar al poder ya no es tanto de represión, sino de normalización. El problema no es que el poder no nos permite amar como queramos, sino creer que el modo en que amamos es autónomo. Lo creemos causa de nuestros deseos y en realidad es un efecto, lo que hay que hacer es ir deshilvanando ese efecto, ver qué causas tiene detrás.
-Dedicás un capítulo a la imposibilidad de pensar el amor fuera del lenguaje. Roland Barthes decía que frente a eso nos queda hacerle trampas a la lengua: ¿qué pasa si logramos ponerle otras palabras a lo que siempre se nombra de la misma forma? ¿Podría echar un poco de luz la poesía, aunque sea un mínimo destello?
-Yo creo fervientemente en esto que traés de Barthes, y creo que solo queda hacerle trampas al lenguaje, jugar. Solo queda tener una relación lúdica, algunos la llaman irónica, pero no en el sentido cínico del término, sino en el sentido de desolemnizar. La tesis 3 dice que el amor es imposible porque es inefable. Hay una inefabilidad del amor que aparece desde un punto de vista bien metafísico en la literatura filosófica griega. En un libro emblemático como El Banquete, por ejemplo, en el discurso de Aristófanes, cuando las dos mitades vuelven a ser una, Platón muy claramente dice que hay algo en el enamoramiento extremo que toma todo nuestro ser y que, volviendo a uno de los enunciados populares más famosos, “nunca me van a alcanzar las palabras para poder expresar lo que me pasa”.
-¿Cuando pasa no se puede decir?
-Ahí tomo a John D. Caputo, un autor poco leído en la Argentina. En su libro La debilidad de Dios, hablando en relación a poder nombrar lo absoluto, dice que el nombre de Dios no puede ser dicho: si uno lo dice, lo degrada. En el amor pasaría lo mismo: no es que no puedo decir qué me pasa con vos, pero es muy nimio lo que digo, muy rudimentario y a la vez es tan industrial. Todo el mundo dice “te amo”. Solo tenés el andamiaje gramatical de términos que todo el mundo utiliza. Caputo dice que a Dios siempre hay que tenerlo en la punta de la lengua. Como cuando querés decir algo y no encontrás la palabra porque te la olvidaste y nunca termina de encarnar. Esa figura me parece fascinante para hablar del amor, porque si uno termina incurriendo en una definición del amor, lo traiciona, lo degrada, pero si abandonás la búsqueda te quedás afuera. Hay un lugar intermedio que es paradójico: estás todo el tiempo intentando decir algo que sabés que nunca vas a terminar de poder decir, pero no cejás en la necesidad de querer decirlo.
“El amor es imposible” (Fragmento)
Algo se le debe haber destrabado con la enfermedad de mi papá. Cincuenta años juntos, pero sobre todo, cincuenta años de comulgar con un mismo proyecto existencial: desde tener el mismo posicionamiento ideológico hasta preferir mejor el bar de la otra cuadra porque con el café te dan un vasito de soda fría y no solo de agua. No era tanto el abrupto silencio de mi padre, su falta de respuesta constante debido al deterioro cognitivo, o simplemente su falta de acompañamiento en ese ir y venir de las pequeñas cosas cotidianas: el ya no estar para la queja por los ruidos de la vecina, para los problemas del ascensor, para indignarse por un chisme del programa de la mañana. De hecho, mi papá era alguien que en su mejor momento no dejaba de ser una persona más bien retraída, con algunos silencios que permitían entrever otros tiempos interiores, más calmos, lentos, como quien disfruta siempre un poco más de las cosas. No creo que mi madre extrañara ese diálogo asimétrico. La vi, con mi padre ya enfermo, hablarle como siempre lo había hecho: dando por supuesta la respuesta que iba a recibir, sabiendo de antemano cuál iba a ser su reacción. Casi como si no importara.
Mis padres estuvieron juntos más de cincuenta años en una pareja sin ninguna sorpresa, sin sobresaltos, con un preciso trabajo de disolución de cualquier riesgo. Rutinas propias de una generación que anhelaba lo seguro: el despertador a la misma hora todos los días, hacer las compras en los mismos comercios, el llamado telefónico esperado. Rutinas propias de alguien como mi padre que nació en el medio de la guerra inmerso en la incertidumbre diaria de quienes no sabían si iban a lograr sobrevivir al día. Mi papá no tenía ninguna duda de su anhelo de felicidad: la tranquilidad de que todo se repita una vez más.
Aquello que mi madre más extrañaba era el corte abrupto de su principal deseo en la vida: viajar. Moverse. Nada había más rutinario como los viajes de mis padres, pero ya el cambio de una rutina por otra significaba para ellos un acto revolucionario. En un mundo donde todo es una ilusión, un artificio se mueve con otro artificio. Mis padres amaban viajar, aunque después no salieran de la habitación del hotel o se la pasasen todo el viaje mirando la televisión. Grandes viajes y pequeños viajes: irse de tour por Europa o irse a caminar un rato por Parque Centenario.
Mis padres siempre constituyeron para mí una representación contundente del amor. Contundente. No solamente por su deseo aspiracional de encajar en absolutamente todos los mandatos del sentido común amoroso, sino por no mostrar ningún envés, ningún espacio a la duda, ningún arrebato. La historia prototípica, por no decir arquetípica, de subjetividades insertas en un esquema ordenado y previsible. Mis padres siempre han sido un modelo de construcción de la familia tradicional, pero sobre todo de la pareja ideal: un proyecto común, esto es, un matrimonio.
Quién es Darío Sztajnszrajber
♦ Nació en Buenos Aires en junio de 1968.
♦ Es divulgador de Filosofía y docente universitario.
♦ Hace radio y televisión. Sus conferencias son multitudinarias.
♦ Escribió, entre otros libros, ¿Para qué sirve la filosofía? Pequeño tratado sobre la demolición (Editorial Planeta), Filosofía en 11 frases y Filosofía a martillazos (Editorial Paidós).
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