La suya es una de las obras más destacadas de la literatura norteamericana del siglo XX. Sus numerosas colecciones de cuentos han servido de inspiración para varias generaciones de escritores tanto dentro como fuera de los Estados Unidos.
Junto a voces como las de Raymond Carver o Alice Munro, ha conseguido ser uno de los cuentistas más notables de su generación y uno de los escritores más brillantes de esa parte del mundo.
Nacido en mayo de 1912, John Cheever consiguió retratar como pocos la clase media estadounidense durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Apodado ‘el Chejov de los suburbios’ es, sin duda alguna, uno de los cuentistas más notables de la literatura universal.
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Sus relatos, que han sido compilados recientemente en ediciones que se adentran en la esencia de su narrativa, exploran, sin querer hacer un retrato historiográfico de la época, las condiciones bajo las que vivían las clases populares en los Estados Unidos en las décadas del 50 y 60 del siglo XX, sus inclinaciones políticas y sus concepciones alrededor de temas como la economía o la cultura, a partir de las situaciones más cotidianas.
Concentrado en esa sub urbanidad latente en la clase media, Cheever logró encapsular ese aire como de cárcel de cristal que envolvía a cierto segmento de la población norteamericana y que aún hoy sigue interviniendo en su cotidianidad. Supo narrar el puritanismo y la mojigatería, el desenfreno sexual y la depresión, apoyado en la sátira y la exageración.
Sus personajes, excéntricos todos, y los ambientes que describía son la base para la construcción de un estilo anacrónico en el que sus historias operaban como icebergs en medio del océano.
Entre sus textos más célebres se encuentran no solo cuentos, también novelas, como “Crónica de los Wapshot”, “El escándalo de los Wapshot”, “Bullet Park”, “Falconer” y “Parecía un paraíso”. Entre sus cuentos se destaca aquella historia de un hombre que recorre una ciudad de piscina en piscina: “El nadador”, un guiño irónico al retorno de Ulises a su isla, al tiempo que un retrato magistral de la ebriedad.
“El nadador” es una narración que se adentra en el paso del tiempo y las limitaciones que supone para nuestras vidas el transcurrir imparable de los años, la culpa y la fragilidad. No solo es uno de los textos cortos más elaborados de su autor, también uno de los más determinantes de la narrativa estadounidense en su género.
El escritor, el genio y el bebedor
Cheever defendió siempre la idea de que un escritor no debía ser el centro de atención sino sus libros, que eran estos los que hablaban por él y no al revés. Y sí, en su caso fue así, tanto que sus lectores comenzaron a intuir la que fue su más grande adicción y, al mismo tiempo, el motor para varias de sus ficciones: el alcoholismo.
Por suerte, pudieron más las palabras que el alcohol y en ellas encontró el escritor su sitio seguro. Fue siempre un escritor laborioso, dedicado, pero nunca pudo darle la espalda a sus demonios. Vivió siempre como un escritor atormentado, cual poeta maldito, extraviado en sí mismo.
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“Mi comportamiento a veces resulta cómico. Dejo la máquina de escribir a las diez y cuarto y bajo las escaleras hasta la despensa donde guardo las botellas. No las toco. Ni siquiera las miro y me felicito fatuamente de mi fuerza de voluntad. A las once hago otro viaje a la despensa y me congratulo una vez más, pero a las doce, cuando suena el cuerno, bajo corriendo las escaleras y me sirvo un vaso. Lo mismo pasa por la tarde. Doy largos paseos, corto leña, pinto, apaleo nieve y, mientras proclamo en voz alta la belleza de la luz invernal, sigue rondándome por la cabeza la imagen de una botella de whisky”, escribía el autor en uno de sus diarios, en una entrada de mayo de 1968.
La tortura que lo embargaba lo llevó a aislarse en centros de tratamiento para el alcoholismo y le obligaba constantemente a aparentar cosas que no era. Cheever escribía porque solo así conseguía sacar todo lo que tenía adentro y, más allá de su genio creativo, se veía constantemente necesitado de la prosa. Era casi una urgencia para él. En últimas, su segunda adicción.
“Lo más maravilloso de la vida parece ser que casi desconocemos nuestras posibilidades de autodestrucción. Tal vez la deseemos, soñemos con ella, pero nos disuade un rayo de luz, un cambio en el viento”, relata.
Tenía la capacidad de saberse fuera de su tiempo, aunque no necesariamente de manera consciente. En su escritura hubo siempre elementos que distaban de lo usual en los escritores de su tiempo. Sus imágenes fueron, casi que desde el inicio, mucho más oníricas, sus personajes más fragmentarios, sus escenarios más surrealistas. John Cheever logró hablar como pocos de esa oscuridad que se esconde tras los lugares más iluminados.
La bisexualidad y las envidias
Cheever tuvo que ocultar constantemente su atracción sexual por otros hombres, Mantenía en secreto sus relaciones y bebía constantemente, desde las primeras horas del día, para cargar consigo mismo y sus deseos. A eso se le sumaban las crisis creativas que lo embargaron durante tanto tiempo. Entonces, fumaba, bebía, una y otra vez. Se iba de fiesta, se endeudaba. La resacas y los problemas de dinero lo asediaban, uno tras otro. De repente, cuando más parecía hundirse, regresaba con algo, se sentaba a escribir y ya estaba.
Nunca tuvo la suficiente fe en sí mismo. Profesaba una intensa admiración por autores como Ernest Hemingway o Francis Scott Fitzgerald. Mantuvo correspondencia con John Updike, Saul Bellow y Philip Roth, pero jamás pudo tolerar a J. D. Salinger, pese a que en algunas de las cartas que escribió a su editor William Maxwell manifestaba admiración por el autor de El guardián entre el centeno.
El asunto tenía que ver con la inseguridad que desde siempre sintió Cheever por su trabajo y por la frustración que le generó ver que a Salinger, un autor surgido mucho más tarde que él, lo comparaban con William Blake y Shakespeare. Su irritabilidad llegaba al punto más alto luego de confirmar que nada de lo que hacía salía tal y como él quería. “No quiero decir que crea que no voy a tener éxito; tal vez lo tenga..., pero estoy susceptible”, escribió en una carta de 1960.
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Naturalmente, cada una de sus susceptibilidades tuvo origen en su infancia. Una familia en bancarrota, sus años difíciles en el colegio, su posterior expulsión y la decisión de no volver nunca más, su iniciación, más que traumática, en el sexo, y su negación ante las tensiones que lo embargaban, hicieron que cada uno de sus días estuvieran dirigidos por esta sensación constante de culpabilidad.
El cuentista total
Padre devoto, esposo, alcohólico, bisexual, genio, escritor. John Cheever fue muchas cosas a lo largo de su vida. Cada una de sus ficciones fueron, de alguna manera, su intento por saberse héroe de su propia historia.
En sus cuentos, no solo narró en detalle sus problemas con el alcohol y el tabaco, sus angustias económicas y creativas, las tensiones familiares, su culposa sexualidad y su atracción por sus estudiantes; su fijación con la pornografía y el erotismo, su devoción a su esposa, y su narcisismo irresoluble. Cheever consiguió dar fe de lo más profundo de la condición humana y retratar los miedos y los excesos de toda una generación.
Su obra es la revelación de la fragilidad más honesta, de la humanidad más descarnada. Cada uno de sus cuentos, novelas, diarios y cartas, de alguna manera, fueron la polaroid de su más intensa melancolía, su nota de despedida de este mundo que le fue hostil desde el inicio.
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