Autor de novelas policiales, “padre” de un personaje entrañable como el detective Mario Conde, Leonardo Padura es también un lector agudo que ama el género y aquí lo mira desde adentro. Si el policial empezó siendo considerado una escritura “menor” hoy es uno de los géneros principales de la producción editorial. Y ha demostrado su capacidad de retratar y desnudar la realidad. Lo que pasa y no se dice. Lo que el crimen devela.
Aquí, otra entrega de su serie Leonardo Padura recomienda, donde comenta lo que va leyendo. Escribe Padura:
Salvo el corazón, todo parecía estar bien
Todavía hoy recuerdo muy vívidamente la conmoción sentimental con que, hace ya unos cuantos años, terminé la lectura de El olvido que seremos (2006), la muy comentada y reeditada novela del colombiano Héctor Abad Faciolince. Si algún lector despistado no ha visitado sus páginas, apenas le diré que el libro cuenta una historia de violencia y amor, de intransigencia y de un dolor que busca el alivio o el exorcismo mediante la memoria. Y que la novela era también la historia real de la vida del autor y de su padre, pero que además podía ser, en esencia, la crónica de la vida cualquier colombiano, o la de cualquier persona en un mundo donde los fundamentalismos, el odio y las venganzas se imponen sobre las razones, la piedad y la conciliación.
Por todos estos años, la sensación de que la maldad puede imponerse entre los hombres que destila esa novela me ha acompañado cada vez que la evoco. Y creo que esa capacidad de penetración en los intersticios de la condición humana por el escritor y a la vez de permanencia, de persistencia, de revelación de su trabajo en el lector, es lo que hace grande ciertas obras de arte, como ocurre (al menos a mí me ocurre) con El olvido que seremos, para fortuna literaria del escritor Héctor Abad y para desgracia personal del individuo Héctor Abad, pues la historia en cuestión es la del asesinato de su padre, una víctima más de una violencia que se ha hecho endémica e irracional.
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Ahora, al leer Salvo mi corazón, todo está bien (Alfaguara, 2022), la más reciente entrega de este escritor colombiano, el proceso de afección sensorial con que he terminado sus páginas ha resultado ser justo lo contrario en las cualidades de la sugestión antes adquirida: en esta ocasión he recorrido las más disímiles formas de sentir, expresar, profesar, disfrutar del amor y la resaca intelectual de la obra –no me atrevo a llamar mensaje a su emanación conceptual y afectiva, a su peso humano y filosófico- es que el hombre como especie, los seres humanos como ejemplar con raciocinio, también estamos hechos para el amor porque la capacidad de darlo y recibirlo, de sentirlo y procesarlo resulta lo que en realidad nos convierte en esos entes superiores que pretendemos ser. Que deberíamos ser.
Inspirado en un personaje real, Héctor Abad nos cuenta en Salvo mi corazón, todo está bien, la historia de un sacerdote cordaliano narrada por otro sacerdote cordaliano (seguidores del beato Corda): la de Luis Córdoba, el Gordo, armada a partir de la evocación de Aurelio Sánchez, Lelo, su discípulo, compañero y amigo.
Desde las primeras páginas de la novela Luis Córdoba se nos presenta como un hombre excepcional: un religioso de fe inquebrantable pero de heterodoxas, humanistas y revolucionarias maneras de entender su misión espiritual, que la desarrolla, sobre todo, mediante la educación artística de la comunidad, la ciudad y el país donde vive, a través de sus lecciones escritas y orales sobre disciplinas que lo obsesionan, como el cine y la música, en especial la ópera. Un hombre en el cual todo parece estar bien, salvo su corazón, que necesita un reemplazo mediante un trasplante que se vuelve extremadamente exigente por las propias características físicas y genéticas del enfermo.
Los meses de la espera del corazón adecuado para salvar la vida del padre Córdoba es un tiempo cronológico que el relato, con una estructura que traza una espiral ascendente, ensancha hacia el pasado, el futuro y hacia las periferias de la vida y la época del protagonista para permitirle al escritor las más diversas reflexiones sobre los más variados y a veces complejos temas. De este modo, un argumento de aparente sencillez en cuanto a conflictos y acontecimientos, se llena de densidad dramática y conceptual, pues para protagonista y narrador de la novela, es pertinente todo lo humano y lo divino.
Quizás el gran desafío que se impuso el novelista fue el de entrar en la piel y la conciencia de un sacerdote, por suerte un tipo nada común en su filosofía, creencias y prácticas religiosas, pero sacerdote al fin y, para más ardor, especialista en estudios bíblicos, lo que (imagino) habrá implicado un esfuerzo informativo y psicológico muy intenso, que dio los mejores resultados. Lo decisivo fue, sin embargo, conseguir un personaje que, sin renunciar a su vocación, se lo cuestiona todo y, con sus dudas y deslices, destila humanidad.
Por ello, mientras avanzaba en la lectura de la novela no podía dejar de hacerme interrogaciones… ¿Qué historia se propuso contarnos Abad Faciolince? ¿La de la espera de un hombre por un corazón para ser trasplantado y seguir viviendo o la de un hombre que, en la espera por la vida o la muerte, encuentra revelaciones que lo transforman? ¿Apenas la de la existencia y ejemplo de un sacerdote bueno, amante de la ópera y profundo conocedor del mundo del cine? ¿La de una ejemplar relación de amistad? ¿O es también una historia de amor, o mejor, de amores, entre hombres, mujeres, niños, en fin, entre seres humanos?
Creo que esta novela es todo esto y mucho más: es el relato de un tránsito existencial que coloca al Hombre que Espera ante la coyuntura de hallar grandes revelaciones, la más importante de las cuales es la posibilidad de vivir en el amor, más que vivir con amor: amor real, físico incluso.
De este modo, cuando se acerca el fin de la espera, Luis Córdoba le confiesa a su amigo Lelo una de las tesis que desliza la novela:
“Cuando me despierte con el corazón remendado, cuando ya pueda volver a correr bajo la lluvia, voy a pedir la dispensa en Roma y me voy a salir. Uno sigue siendo cura hasta la muerte, sí, y yo no dejaré de serlo, porque amo y creo profundamente en mi religión, pero no la voy a vivir como me lo han impuesto unas normas despiadadas de concilios antiguos que ya no puedo soportar, que no comparto en la teoría y que me voy a dedicar a combatir en la práctica, si sobrevivo, aun fuera del sacerdocio, con esa dispensa con la que me pienso salir y casar y formar al fin esa familia con la que tanto soñé”.
Formar una familia: el gran descubrimiento que hace Luis Córdoba y la aspiración con que pretende regresar a la vida, cuando ya pueda volver a correr bajo la lluvia…
No dejó de sorprenderme (y provocarme la más compacta envidia intelectual), la erudición que exhibe Abad Faciolince a lo largo de toda la lectura del texto y a través de un escueto argumento en el que pesan y reinan las disertaciones sobre temas que van desde el detallado examen del funcionamiento orgánico del corazón hasta la estética de diversos directores de cine o los misterios de la nutrición o la existencia de la felicidad o las llamadas del sexo, entre decenas de asuntos.
Y como colofón de sus preocupaciones existenciales (las de los personajes, entre las que asoman las narices del autor) la realidad de la muerte, para el hombre que muere y para los que lo sobreviven:
“Lo que se muere no es ese cuerpo inerte en el quirófano. La muerte es las películas que ya no vio ni verá, la música que no volverá a emocionarlo en sus oídos ni a estremecerlo con una sensación de dicha o de tristeza que no se puede trasmitir sino con esa misma música intraducible a ningún otro lenguaje. La muerte es no tener al único con quien único uno podía conversar de ciertas cosas. Es una manera que no volverá a existir de entender y analizar una película, una interpretación musical, un ritmo, un encuadre. Es perder la mirada de entendimiento que no requería nada más para saber que ahí había una instantánea y compartida compresión de lo humano, de lo inhumano, de lo triste o alegre o ridículo o despreciable…”.
Novela tierna y despiadada. Historia de una vida y de la vida. Un canto al amor y a la amistad, al dolor y a la soledad. Una novela con la que, otra vez, Héctor Abad Faciolince consigue el acierto de dejarnos sedimentos intelectuales y sentimentales difíciles de limpiar, como volver a comprobar que –según suele decir– el amor todo lo puede, pero la muerte, a veces, casi siempre, tiene más poder pues, como nos recordó Kundera –precisamente hablando del asunto que nos ocupa- “la vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante esa irremediable derrota que llamamos vida es intentar comprenderla. Esta es la razón de ser del arte de la novela”. Es la razón de ser de esta novela, Salvo mi corazón, todo está bien.
Quién es Héctor Abad Faciolince
♦ Nació en Medellín, Colombia, en 1958.
♦ Es escritor y periodista.
♦ Es conocido por sus libros Angosta, que obtuvo en abril de 2005 en China el premio a la mejor novela extranjera, y El olvido que seremos, sobre la vida y asesinato de su padre Héctor Abad Gómez, al que fue otorgado el premio Casa de América Latina de Portugal por el libro como mejor obra latinoamericana y el Premio Wola-Duke en Derechos Humanos.
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