“¿Qué podría ser más doméstico, más corriente, más British que una buena taza de té?” se pregunta Neil MacGregor, ex director del Museo Británico y autor de La Historia del mundo en 100 objetos, editado por Debate. Se refiere a uno de los objetos que eligió, un juego de té de piedra y plata de la fábrica Staffordshire de 1845, y continúa: “Detrás de la moderna taza de té se esconden la alta política de la era victoriana, las historias de producción y consumo masivo del siglo XIX, las estrategias de domesticación de la clase trabajadora industrial, la reestructuración de la agricultura en varios continentes, la migración de millones de personas, y el crecimiento del transporte marítimo a nivel mundial”.
Los museos cuentan la historia a través de objetos; de la elocuencia de esos objetos se trata este libro fascinante, que puede leerse como una breve historia de la humanidad. Escrito con erudición asombrosa y humor inglés, cada pieza nos remite a una época y a un rincón del mundo. Hay objetos humildes de uso cotidiano y grandes obras de arte; cada uno fue elegido por su poder de evocación de la experiencia humana. Todos juntos “nos fuerzan a reconocer con humildad que desde que nuestros ancestros abandonaron el este de África para habitar el mundo hemos cambiado muy poco”.
Aunque no sobrevivan intactos, los objetos portan grandes cantidades de información; algunos además tienen muchas vidas, ya que fueron transformados para otros usos, o suman nuevos significados. Tal es el caso del Tambor de Akan (1700-1750), originario de África occidental y encontrado en Virginia, Estados Unidos.
El tambor surcó el Atlántico en un “barco negrero”, como se lo llamaba entonces. Es posible que haya sido utilizado para levantar los ánimos (la tristeza y el suicidio eran moneda común), o para hacer remar a los prisioneros. En América el instrumento fue primero tolerado y luego considerado un instrumento de llamada a la rebelión, “un arma”. El tambor está hecho de madera africana y cuero de ciervo americano, por lo que se especula que terminó en manos de los indios nativos, que tuvieron una aún poco comprendida relación con los esclavizados. Su sonido sigue vibrando en el espíritu del jazz.
Todos los objetos estudiados pertenecen a la colección del museo y, nos aclara el autor, han llegado a él de muy diversas formas. Comprender sus funciones, y el modo azaroso en el que viajaron a través del tiempo y del espacio es la misión de antropólogos, científicos y arqueólogos. Sus voces, siempre conmovidas, aparecen en el libro.
Ninguna tan elocuente como la que describe mi objeto preferido: el Canto tallado de Olduvai, Tanzania, una piedra de casi dos millones de años de antigüedad, usada para golpear y cortar. Se trata de una herramienta especialmente efectiva para separar la carne del hueso, despegar la corteza de los árboles o desenterrar raíces. La primera evidencia de aquello que nos distingue de los animales es la capacidad de hacer herramientas antes de necesitarlas, y de guardarlas para cuando las volvamos a necesitar. En términos evolutivos, es el nacimiento de ciertas funciones específicas a nivel mental como la lógica, la imaginación y el pensamiento creativo.
Como no solo de pan vive el hombre, hay dos objetos que hablan de amor. El primero es muy remoto y bello. Se trata de la Estatuilla de los amantes de Ain Sakhri, una piedra tallada que cabe en una mano y que fue encontrada en una cueva cerca de la ciudad de Belén. La piedra muestra a dos personas desnudas literalmente envueltas una en la otra. Data de alrededor del año 9.000 A.C. y es la representación más antigua de dos personas en el acto amoroso.
Sorprende por la ternura y la conexión de sus personajes, sugiriendo una sofisticación de las emociones de orden muy contemporáneo. El escultor inglés Marc Quinn, llamado a opinar, encuentra que “…el objeto se despliega en tiempo real. Es casi un film pornográfico… tiene una cualidad cinemática, girándolo se ven cosas distintas. Y es… un objeto bello sobre la relación entre las personas”.
El otro es un grabado del artista inglés David Hockney, En el pueblo aburrido, realizado en 1966 (el momento es importante, dice MacGregor: “Todas las generaciones creen que inventaron el sexo, pero nadie lo ha creído tanto como los jóvenes de los 60s”). En él vemos a dos hombres jóvenes desnudos en una cama, tapados con una sábana hasta la cintura. Entre ellos todo es calma, belleza y felicidad. Y es también “sobre cambiar estructuras morales sobre miles de años de historia humana”.
El dinero no podía estar ausente. De entre las diversas formas de intercambio, sobresale el primer papel moneda que se conoce, el Billete Ming (China, 1375-1425). El experimento duró cincuenta años antes de ser desechado. El billete valía exactamente la cantidad de monedas de cobre impresas en él. Era fácil de transportar y no pesaba; pero lo verdaderamente revolucionario no era su practicidad sino la confianza que debía generarse entre los individuos que lo intercambiaban. El Estado era el garante de su valor, y castigaba con la muerte a quien lo falsificara. Como en estas costas, los chinos no pudieron resistir la tentación de emitir billetes sin respaldo, y el sistema colapsó.
El Peso de ocho reales, inmortalizado en las novelas de piratas, es el primer dinero global. Fruto de la inmensa riqueza derivada del descubrimiento de las minas de plata en América del Sur, esta moneda española acuñada en Potosí, Bolivia (1573-1598), circuló por el mundo entero y fue regrabada, en sitios tan distantes como Indonesia, con las caras de sultanes y reyes de ocasión.
Curiosamente, otra moneda fue regrabada con fines muy distintos: la que portaba la cara de Eduardo VII de Inglaterra. El Centavo acuñado por las sufragistas (1903-1918) fue un original modo de protesta. En lo que era considerado un acto criminal, las mujeres que reclamaban participación en la vida política imprimían sobre la cara del monarca la leyenda votes for women (votos para las mujeres). De este modo se aseguraban de que su mensaje circulara de manera orgánica por las manos de todos los habitantes de su país.
El libro concluye con dos objetos: una tarjeta de crédito, cuyo formato es el mismo en el mundo entero, y una lámpara y cargador a energía solar (manufacturados en China en 2010). Dice MacGregor: “… para nuestro objeto número 100 elegí un generador que provee la electricidad que todavía necesitan mil seiscientos millones de personas para poder participar de la conversación global”. Los paneles solares resuelven problemas de infraestructura, permiten la iluminación nocturna y la introducción de tecnología en el trabajo, y cargar la batería de un objeto hoy imprescindible: el teléfono celular. Con él los pescadores y los chacareros consultan el clima, las familias se conectan, las noticias circulan, las transacciones comerciales se agilizan, y, muy importante, se pueden ver los partidos del Mundial.
El poder del sol y su potencial para combatir el calentamiento global es un modo esperanzado de cerrar esta historia del mundo contada a partir de objetos, “… a los cuales tenemos que agregarles un salto de la imaginación, retornándolos a su antigua vida, relacionándonos con ellos de manera poética y generosa, para tratar de comprenderlos”. La historia a través de los objetos es imposible sin poesía.
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