Lo primero que habría que hacer sería preguntarse qué es la literatura afrocolombiana, cuáles son sus búsquedas estéticas y a qué inquietudes sociales y políticas atiende, si es que lo hace. Si existe una literatura afrocolombiana es porque hay otras literaturas inmersas en las letras nacionales, de características tan variadas y diversas. ¿En qué se diferencia esta de las otras?
La etiqueta propiamente dicha comenzó a ser tenida en cuenta, según registros, a partir de los aportes de ciertos autores reconocidos como ‘afrodescendientes’ que, en su ejercicio estético, proponían una visión original del mundo y daban cuenta de las condiciones de su raza, el tiempo y el lugar en el que habitaban.
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Las primeras obras de estos autores, con las que empieza a operar formalmente esta idea de la ‘literatura afrocolombiana’, datan de hace 200 años, cuando ya venía constituyéndose una clara visión de lo que estas voces buscaban retratar a través de la palabra. Un sentimiento en común los hermanaba a todos, un deseo, dos palabras: libertad e identidad.
La del poeta Candelario Obeso probablemente sea una de las primeras plumas que consiguió ser reconocida por la generalidad blanca. Si bien su obra no fue la que permitió hablar por primera vez de ‘literatura afrocolombiana’, sí supuso la puerta de entrada para que críticos y académicos se concentraran en el rastreo de estas letras heredadas de dos culturas conectadas a ambos lados del océano.
No es sino hasta comienzos del siglo XXI cuando la academia comienza a aceptar la denominación, ya no como etiqueta sino como categoría, y la literatura colombiana es consciente de que existe otra mitad, tan importante como la primera para la comprensión de su identidad.
En la década del 70 del siglo XX, a raíz del interés de varios investigadores estadounidenses en la producción de escritores afro en las letras latinoamericanas, como consecuencia del auge del nacionalismo negro en Norteamérica y algunas partes de Europa, comenzaron a hacerse visibles las obras y búsquedas de distintos autores y autoras que, hasta entonces, habían trabajado desde las sombras.
Es gracias a uno de estos investigadores, Richard L. Jackson, que se introduce formalmente la categoría de ‘literatura afrocolombiana’, a raíz de un ensayo que tituló ‘Afro-Colombian literature of commitment’, como parte de su trabajo en el libro “The black image in Latin American literature”, publicado en 1976.
En este libro, el investigador rescata los aportes de autores como Jorge Artel, Arnoldo Palacios y Manuel Zapata Olivella, en quienes encuentra un amplio compromiso con las realidades negras y a partir de los cuales consigue discernir cuál es la esencia de la literatura afrocolombiana: dar cuenta de la experiencia negra al interior de una sociedad que divide a las clases y a las gentes por su procedencia y el color de su piel.
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Desde entonces, la literatura afro ha constituido una parte esencial de la literatura colombiana, permitiendo que el panorama se diversifique y los lectores consigan una mayor comprensión, ya no solo de sus herencias españolas o europeas, sino también de las africanas.
Con el correr de los años los lectores hemos podido apreciar las obras de escritores y escritoras sumamente invaluables que permiten un acercamiento a ese otro lado de lo que somos como nación y continente.
Entre las voces más destacadas es posible mencionar, además de los ya citados, a Helcías Martán Góngora, Rogerio Velásquez, Óscar Collazos, Roberto Burgos Cantor, quizá uno de los escritores más destacados en el país durante los últimos 60 años; Mary Grueso, a quien hace muy poco la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie destacó en una de sus conferencias; Adelaida Fernández Ochoa, autora de “Afuera crece un mundo”, una de las novelas más bellas y arriesgadas de la literatura nacional en las últimas décadas, que le mereció, además, el Premio Casa de las Américas en 2015; Velia Vidal, elegida entre las 100 mujeres más influyentes de 2022, según la BBC; Johanna Barraza Tafur, de proyección prometedora; Indira Serrano, que a través de la actuación y las letras va marcando la pauta; y Javier Ortíz Cassiani, que desde el periodismo y el ensayo visibiliza, cuestiona y propone.
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Podríamos seguir enumerando, pero habría que hacer otro texto. Uno más extenso, mucho más profundo. Los aportes de los nombres aquí enunciados dan cuenta de la resistencia cultural en épocas coloniales y contemporáneas, a partir de la comprensión de las diversas culturas africanas llegadas a Colombia.
La suya es una estética que se congrega a partir de la multitud de voces, registros escritos y tonalidades sonoras que han venido labrando su presencia en la cultura colombiana desde hace más de 200 años.
En esta aproximación, un ejercicio periodístico sin más intensiones que la visibilización y la réplica, destacamos no solo a los escritores más significativos, sino a aquellos que escriben hoy a partir de las historias de decenas de ancianos del Pacífico, de los niños que las han interpretado en dibujos, de los cantores que han hecho melodías y coplas, de los que cuentan las leyendas, de las poetas que pintan de negro su cuerpo y lo exhiben con orgullo.
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