El escritor inglés Martín Amis murió este viernes, a los 73 años, víctima de un cáncer de esófago. Autor de títulos como El libro de Rachel (su primer libro), Dinero, Campos de Londres, La viuda embarazada y Koba, el temible (sobre Stalin), también escribió, en el año 2000, Experiencia, una autobiografía.
Cuatro años antes había muerto Kingsley Amis, su padre, que también era escritor. Ese padre es una presencia en las memorias de Martin. Este es el comienzo de ese libro.
INTRODUCCIÓN: LOS QUE ME FALTAN
—Papá…
Era mi hijo mayor, Louis, que entonces tenía once años.
—¿Sí?
Mi padre habría dicho: «Siiiíí?», con una suerte de bajada en picado del tono, indicando una ligera pero invariable irritación. Una vez le pregunté por qué reaccionaba así, y él dijo:
—Bueno, estoy contigo, ¿no?
Para él, el interludio entre «Papá» y «¿Sí?» era una clara redundancia, porque estábamos juntos en la misma habitación y se suponía que teníamos algún tipo de conversación, por desganada (y poco estimulante, desde su punto de vista) que fuera. Yo le entendía lo que me decía, pero al cabo de unos minutos me sorprendía a mí mismo diciendo:
—Papá…
Y hacía acopio de toda mi presencia de ánimo para escucharle un «¿Sí?» especialmente vehemente. No perdí este hábito hasta la adolescencia. Los niños necesitan cierto compás de espera que les asegure la atención de aquellos con quienes hablan mientras su pensamiento va tomando forma.
Lo que sigue es de Me gusta estar aquí (1958), tercera —y más ceñida a la vida cotidiana— novela de Kingsley Amis:
—Papá.
—¿Sí?
—¿Cómo es de grande el barco que nos va a llevar a Portugal?
—No lo sé exactamente. Bastante grande, diría yo.
—¿Tan grande como una orca?
—¿Qué? Oh, sí, fácilmente.
—¿Tan grande como una ballena azul?
—Sí, claro. Tan grande como cualquier tipo de ballena.
—¿Más grande?
—Sí, mucho más grande.
—¿Cuánto más grande?
—Qué diablos te importa cuánto más grande. Más grande: es todo lo que puedo decirte.
Hay una pausa, y la conversación continúa:
—… Papá.
—¿Sí?
—Si dos tigres atacan a una ballena azul, ¿podrían matarla?
—Eso no podría darse nunca, ¿entiendes? Si la ballena está en el mar los tigres se ahogarían enseguida, y si la ballena estuviera…
—Pero supón que de todas formas la atacan…
—Oh, Dios… Bueno, supongo que los tigres acabarían matándola, pero les llevaría mucho tiempo.
—¿Y cuánto tiempo le llevaría a un solo tigre?
—Pues mucho más. Bien, no voy a seguir contestando a más preguntas sobre ballenas o tigres.
—Papá.
—Oh, ¿qué quieres ahora, David? —Si dos serpientes de mar…
Cuán bien recuerdo aquellas charlas. Eran enormemente estimulantes. Pero mis tigres no eran tigres comunes y corrientes: eran tigres con colmillos como sables. Y los enfrentamientos agonísticos que concebía eran bastante más complicados de lo que Me gusta estar aquí permite imaginar. Si dos boas constrictor, cuatro barracudas, tres anacondas y un pulpo gigantesco… Calculo que entonces debía de tener unos cinco o seis años.
Ahora, al mirar atrás, veo que tales preguntas quizá rozaban de algún modo los miedos más profundos de mi padre. Kingsley, que se negaba a conducir y a volar, que a duras penas podía viajar solo en autobús o en tren o quedarse solo en un ascensor (o en una casa después del anochecer), no era lo que se dice un entusiasta de los barcos —o de las serpientes marinas—. Además, no quería ir a Portugal, ni a ninguna otra parte. El viaje le venía impuesto por las bases del Premio Somerset Maugham; una «orden de deportación», la llamó en una carta a Philip Larkin («forzado a ir al extranjero, jodidamente forzado, amigo mío»). Ganó el premio por su novela Lucky Jim, publicada en 1954. Veinte años después, a mí también me sería concedido este galardón.
El libro de Rachel apareció a mediados de noviembre de 1973. La noche del 27 de diciembre del mismo año, a mi prima Lucy Partington, que vivía con su madre en Gloucestershire, la llevaron en coche a Cheltenham a visitar a su vieja amiga Helen Render. Lucy y Helen pasaron la tarde charlando sobre su futuro; habían redactado juntas sendas solicitudes al Courtauld Institute de Londres, donde Lucy quería seguir estudiando arte medieval. Se despidieron a las diez y cuarto de la noche. Se tardaban tres minutos hasta la parada de autobús. Lucy no echó la carta al buzón, ni montó en ningún autobús. Tenía veintiún años. Y habrían de pasar otros veintiún años para que el mundo supiera lo que había sido de ella.
—Papá.
—¿Sí?
Louis y yo íbamos en el coche (escenario de tantas transacciones paternales al cabo de cierto tiempo, cuando tus Años de Conductor empiezan a hacérsete eternos como una autopista).
—Si dejaras de ser famoso y no cambiara nada más que dejar de serlo, ¿seguirías queriendo ser famoso?
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