Adelanto de “Ideas, poder y contexto”, el nuevo libro de Alejandro Finocchiaro

El abogado, profesor universitario y diputado nacional aborda la historia del pensamiento político en Occidente hasta la modernidad. La obra, editada por Eudeba, recorre autores de envergadura universal y analiza cómo los contextos los influyeron a ellos y ellos pudieron modificar la realidad

Alejandro Finocchiaro presentó su tercer libro, que lo escribió en medio de la pandemia y buscó darle un sentido a favor de la libertad.

Los sofistas

[Fragmento]

“Es posible que no exista en la historia de las ideas políticas occidentales un pensador o un grupo de ellos que, habiendo influido tan decisivamente en la modificación de su propio contexto histórico y con una proyección tan clara hacia la construcción de nuestros modernos sistemas políticos, hayan sido tan denostados u olvidados como los sofistas y Protágoras. Los sofistas encarnaron una verdadera revolución, dado que pensaron y obraron como no estaba permitido hacerlo en esas sociedades; derribaron un sistema de pensamiento que basaba su poder en lo divino y ampliaron los márgenes de lo pensable con un giro tan copernicano que originó fuertes y violentas reacciones contrarias, lo que hizo surgir su leyenda negra.

De hecho, es posible que la Grecia del siglo V a. e. c. no estuviese preparada para asimilar la profundidad de muchos de los conceptos que sentaron las bases del nuevo discurso democrático. Los sofistas construyeron un sistema de ideas que permitieron la primera gran integración de las masas a la sociedad política con plenos derechos. Claramente comprendieron que, para lograr armonía social, la isonomía no podía seguir siendo imperfecta: si no podía lograrse que todos fueran pares ante la ley, esa igualdad era meramente una ilusión que ya no podía seguir conteniendo los reclamos de participación ciudadana. Al establecer que la areté podía ser enseñada y consecuentemente aprendida por cualquier ciudadano, eliminaron el requisito subjetivo de la sangre en el acceso al poder.

"La Escuela de Atenas", el fresco del artista renacentista Rafael Sanzio. En el centro, Platón y Aristóteles.

A partir de esa instancia, el ciudadano debía realizar en todo caso los méritos suficientes para obtener el consenso de sus pares y así poder acceder a los cargos y dignidades de la polis. Pero además, y más allá de ampliar los márgenes de la faceta agonal de la política, esta pasó a ser una ciencia sobre la cual todos los ciudadanos podían opinar y contribuir legítimamente al debate: ya no haría falta entonces la autoridad del conocimiento especializado. A partir de la sofística, el hombre comenzó a comprender que no solo se habían ensanchado sus márgenes de libertad, sino también sus responsabilidades; ya no se podía culpar a los dioses por las calamidades, ni esperar de ellos soluciones divinas. La política comenzó a vislumbrarse como un terreno humano donde los hombres forjaban su propio destino, discutían los asuntos que les incumbían como comunidad y ellos mismos tomaban las decisiones que suponían más convenientes.

En un contexto donde absolutamente todos los pueblos justificaban su poder en forma irracional, la sofística enseñó que la democracia implica resolver los conflictos de intereses planteados en una comunidad con soluciones humanas y racionales a través del consenso, y para ello era fundamental argumentar y convencer, ya que en la esencia de este nuevo esquema de pensamiento se hallaba implícito que siempre y sobre cualquier asunto existirían puntos de vista contrapuestos, lo cual además fortalecía al sistema en lugar de debilitarlo. Más voces, más opiniones, más soluciones, aun cuando proviniesen del “discurso más débil”.

Los sofistas construyeron entonces un nuevo discurso de poder basado en la razón y en la creencia en el hombre para tomar sus propias decisiones, que intentó abarcar a la totalidad de quienes eran ciudadanos, así, aunque sea brevemente, lograron romper en la historia la concepción divina del poder. Era indudable, como ya se dijo, que las condiciones estaban dadas a partir del lento proceso que comienza con la creación de las polis como proceso intelectual, las reformas predemocráticas, el auge económico y la creación de la moneda.

Sin embargo, fueron estos hombres los que, a partir de esas condiciones, lograron articular un sistema de valores y plasmarlos en un discurso que legitimaba el poder por medio de la razón. (Fragmento del Capítulo IX de “Ideas, Poder y Contexto”)

Nicolás Maquiavelo

Nicolás Maquiavelo, precursor del pensamiento político moderno, fue colocado durante siglos del lado de los villanos, aunque el contenido de su obra refleje otra cosa.

De pocos autores, quizá más exactamente de ninguno, se ha hecho tanta polémica sobre sus intenciones y sus fines como sobre Nicolás Maquiavelo. De hecho, el adjetivo maquiavélico lleva intrínseca una carga emocional negativa asociada a malas artes o prácticas de la política inmorales cuyo andamiaje intelectual correspondería al pensador florentino. Podemos afirmar que la gran divisoria de aguas que constituye la obra de Maquiavelo en el pensamiento político occidental se encuentra vinculada a una manera de pensar la actividad política tal cual es en la realidad, despojada de cualquier tipo de idealismo, sea este del carácter que fuese.

Hasta ahora, nosotros hemos estudiado pensadores del “deber ser”: Platón, Aristóteles, Agustín o Tomás, que, a modo de ejemplo, vinculaban y en algunos casos subordinaban el ejercicio y la práctica de la política a la consecución del bien común, a su apego a la ley o a determinados preceptos y normativas religiosas, entre otras dimensiones. Maquiavelo, por primera vez en la historia, hablará del “ser”, es decir, expondrá el accionar político en toda su cruda materialidad, para mostrar aquello que es y no lo que debiera ser. Todo su análisis se halla liberado de cualquier dogmatismo.

Maquiavelo propone una forma de pensar la política real para conseguir resultados en el mundo real que él ha podido observar como protagonista, además de sus amplios estudios sobre la antigüedad. En definitiva, el realismo político, que inaugurará una escuela de innumerables ramificaciones hasta nuestros días, fue la gran revolución maquiaveliana. En verdad, es difícil imaginar que Maquiavelo no supiese o entendiese que su pensamiento contrariaba toda la tradición precedente o, como lo define Da Silveira, “A ojos de sus lectores, era algo así como una declaración de guerra a la tradición clásica (...) estaba rechazando el supuesto de que los propósitos deseables y los medios moralmente correctos conduzcan siempre a buenos resultados. Y rechazar este supuesto implicaba admitir que las enseñanzas de los antiguos se habían vuelto insuficientes para el manejo de los asuntos políticos” (2000: 141-142).

Sin embargo, esa nueva forma de entender la política –diferente y opuesta a todo lo que hasta entonces se había pensado– obedecía a un modelo y poseía pretensiones científicas. Maquiavelo estudió el acto político en su forma más pura y aséptica, desvinculado de cualquier conexidad con otras disciplinas o dimensiones de la vida humana como el derecho, la moral o la religión. Aisló la política y, al hacerlo, estudió las leyes internas de su propia dinámica, sin ningún tipo de contaminación interdisciplinar (Giner, 1994). Al pensador florentino le interesaba por sobre todo conocer las diversas maneras en que se conquista, se mantiene o se pierde el poder, al que considera el núcleo del acto político, y por ello investiga el real y crudo impacto de cada decisión en orden a estas vicisitudes, más allá de toda consideración ajena al mismo acto.

De hecho, el criterio con que será juzgada cada acción política tendrá que ver con el éxito en la conservación o consecución del poder político; no hay ni puede haber otro patrón, ya que, como dijimos, el poder constituye la esencia fundamental de la política. Puede afirmarse entonces que en la concepción inicial maquiaveliana no puede hablarse de inmoralidad sino, en todo caso, de amoralidad, es decir, indiferencia al orden moral al tomar una decisión o una vía de acción política. Tampoco de herejía o ateísmo en sus consideraciones religiosas, ya que para esta nueva concepción, al contrario de todo lo estudiado hasta ahora, todas las dimensiones se subordinan al principal interés, que es el político.

La influencia de Nicolás Maquiavelo persiste hasta el día de hoy en la política.

Maquiavelo trata a la política como una ciencia, y “La esencia de su enseñanza era la promoción de un arte de gobernar más científico” (Butterfield, 1965: 18). Por otra parte, y en cuanto a las pretensiones de cientificidad en la obra maquiavélica, podríamos decir que es verdad que está basada en un concienzudo estudio de la historia y una profunda observación de la conducta humana, aunque también es cierto que muchas veces los ejemplos históricos son “adaptados” a las necesidades del autor.2 Por supuesto, nada de ello obsta a que podamos considerar a Maquiavelo y a la metodología de su obra como iniciadores de la tradición que nos llevaría a nuestra moderna ciencia política, habida cuenta del revolucionario enfoque con que el florentino estudió las complejidades inherentes a la política tal cual es en la realidad.

La autonomía de la política como objeto de estudio, y de las leyes que componen su esencia y dinamismo, nace a partir de este momento y por ello este pensador parte en dos su historia; para la política existe un antes y un después de Nicolás Maquiavelo. En cuanto al tópico de la naturaleza humana, cuestión sobre la que fundarán sus teorías todos los pensadores analizados en esta obra, Maquiavelo no tiene una visión optimista. Entiende que el hombre está dominado por su egoísmo en sustancia, y que tanto la maldad como la propensión al bien se encuentran repartidas en forma desigual entre los seres humanos, ya que los hay más virtuosos y otros más viciosos.

También, que esta naturaleza que lo define no se altera con el paso de la historia, ni empeora ni mejora, sino que permanece inmutable en su esencia. Por supuesto, al leer al florentino percibimos, sin ahondar demasiado, que este se ocupa más de los vicios que de las virtudes, y esto fundamentalmente porque Maquiavelo cree que toda institucionalización política se debe más a los primeros que a las segundas, habida cuenta de que la organización política actúa como contención de los vicios y permite desarrollar al hombre la vida en sociedad o dentro de los límites del Estado, concepto que, como veremos también, le debemos en su forma actual al autor de El príncipe.

Así, en los Discursos: “quien organiza una república debe dar por sentado que todos los hombres son malos y pondrán en práctica sus malas artes siempre que tengan ocasión” (2016: 79). De hecho, en Inglaterra, en el siglo siguiente Thomas Hobbes utilizará un argumento bastante parecido para justificar la existencia del Estado Absolutista. (Fragmento del Capítulo XIII de “Ideas, Poder y Contexto”)

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