Yo tenía dieciséis años cuando leí por primera vez a sor Juana Inés de la Cruz. No fue, por cierto, una lectura elegida; era parte del programa de Literatura Argentina y Latinoamericana de 5° año del secundario. Sin embargo, y a pesar de esa imposición, otra cosa se me impuso. Vi, o lo sentí inconscientemente —en general, las cosas se ven siempre después—, que algo en esos versos me hablaba a mí, no al mundo en general, a mí en particular. Creo que después de esa lectura comencé a ser un lector consciente.
Mi visión adolescente de esos versos me encandiló. No sé si sucede en general, pero mi visión de adolescente era bastante necrofílica: los buenos poemas que hablaban de la muerte, en especial, me seducían. El verso que dice “es cadáver, es polvo, es sombra, es nada” me emocionó vivamente —valga el oxímoron— y me llevó, años más tarde, a leer la obra de sor Juana.
Allí descubrí otros escritos —poemas, pero también cartas y otras prosas— donde la religiosa plantea cuestiones vedadas no sólo a las mujeres, sino al entendimiento general de la época. Si sor Juana es levantada como ícono por el feminismo, se debe, creo, a esos escritos.
Juana de Asbaje y Ramírez de Santillana nació en San Miguel Nepantla, actual territorio mexicano, en 1648 o 1651 —existe controversia acerca de su fecha de nacimiento— y murió en 1695 en el convento de San Jerónimo, víctima de una epidemia.
Su anhelo de conocimiento la llevó a ingresar a la vida monástica, donde tuvo más de un mecenas, cuidadores de su obra publicando varios de sus escritos en España, a pesar de haber sido condenada a la destrucción, lo que impidió conservar parte de sus escritos literarios y mucho de su correspondencia. Especialmente hacia el final de su vida, su obra fue cuestionada por censores, que veían en ella los peligros de la herejía.
Deberían entenderse, entonces, en sus silencios, muchas de las cosas que su espíritu dice. Contrariamente a lo expresado por Marcelino Menéndez y Pelayo, quien sostiene: “Amor Divino, único que finalmente bastó a llenar la inmensa capacidad de su alma”, ella misma confiesa sus temores en la Respuesta a sor Filotea de la Cruz: “No quiero ruidos con la Inquisición”.
La obra de sor Juana es vasta y no se compone sólo de su poesía lírica, sino que contiene también villancicos, letras sacras, autos, loas, prosas varias y obras teatrales, como sainetes y comedias. Su obra poética se adscribe al barroco tardío, con influencias notorias de Luis de Góngora, como en el poema Primero sueño, y de Francisco de Quevedo, como en varios de sus sonetos.
El extenso Primero sueño —tiene más de novecientos versos— expresa la interpretación que la religiosa se ofrece a sí misma y a sus lectores acerca de la significación del alma. Octavio Paz resume así la experiencia del poema: “La poetisa mexicana se propone describir una realidad que, por definición, no es visible. Su tema es la experiencia de un mundo que está más allá de los sentidos”.
Aquí van tres poemas de la llamada por algunos críticos “décima musa”: un fragmento del extenso Primero sueño y el conocido poema donde sor Juana acusa a los hombres de inconsecuentes.
Procura desmentir los elogios que a un retrato de la Poetisa Inscribió la verdad, que llama pasión
Este que ves, engaño colorido,
que del arte ostentando los primores,
con falsos silogismos de colores
es cauteloso engaño del sentido;
éste, en quien la lisonja ha pretendido
excusar de los años los horrores,
y venciendo del tiempo los rigores
triunfar de la vejez y del olvido,
es un vano artificio del cuidado,
es una flor al viento delicada,
es un resguardo inútil para el hado:
es una necia diligencia errada,
es un afán caduco y, bien mirado,
es cadáver, es polvo, es sombra, es nada.
Arguye de inconsecuentes el gusto
y la censura de los hombres que en
las mujeres acusan lo que causan
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si las incitáis al mal?
Combatís su resistencia,
y luego con gravedad
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.
Queréis con presunción necia
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Tais,
y en la posesión, Lucrecia.
¿Qué humor puede ser más raro
que el que falta de consejo,
él mismo empaña el espejo
y siente que no esté claro?
Con el favor y el desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.
Opinión ninguna gana,
pues la que más se recata,
si no os admite, es ingrata
y si os admite, es liviana.
Siempre tan necios andáis
que con desigual nivel
a una culpáis por cruel
y a otra por fácil culpáis.
¿Pues cómo ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata ofende
y la que es fácil enfada?
Mas entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos enhorabuena.
Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.
¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada,
la que cae de rogada
o el que ruega de caído?
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?
Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.
Dejad de solicitar
y después con más razón
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.
Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.
Primero sueño (fragmento)
Pero apenas la bella precursora
signífera del Sol, el luminoso
en el Oriente tremoló estandarte,
tocando al arma todos los suaves
si bélicos clarines de las aves
(diestros, aunque sin arte,
trompetas sonorosos),
cuando —como tirana al fin, cobarde,
de recelos medrosos
embarazada, bien que hacer alarde
intentó de su fuerzas, oponiendo
de su funesta capa los reparos,
breves en ella de los tajos claros
heridas recibiendo
(bien que mal satisfecho su denuedo,
pretexto mal formado fue del miedo,
su débil resistencia conociendo)—,
a la fuga ya casi cometiendo
más que a la fuerza, el medio de salvarse,
ronca tocó bocina
a recoger los negros escuadrones
para poder en orden retirarse,
cuando de más vecina
plenitud de reflejos fue asaltada,
que la punta rayó más encumbrada
de los del Mundo erguidos torreones.
Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro
que esculpió de oro sobre azul zafiro:
de mil multiplicados
mil veces puntos, flujos mil dorados
—líneas, digo, de luz clara— salían
de su circunferencia luminosa,
pautando al Cielo la cerúlea plana;
y a la que antes funesta fue tirana
de su imperio, atropadas embestían:
que sin concierto huyendo presurosa
—en sus mismos horrores tropezando—
su sombra iba pisando,
y llegar al Ocaso pretendía
con el (sin orden ya) desbaratado
ejército de sombras, acosado
de la luz que el alcance le seguía.
Consiguió, al fin, la vista del Ocaso
el fugitivo paso,
y —en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la ruina—
en la mitad del globo que ha dejado
el Sol desamparada,
segunda vez rebelde determina mirarse coronada,
mientras nuestro Hemisferio la dorada
ilustraba del Sol madeja hermosa,
que con luz judiciosa
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a luz más cierta
el Mundo iluminado, y yo despierta.
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