En el pueblo de Nenes raros, de Nicolás Ghigonetto, se cazan peludos pero no se comen, los padres y abuelos se convierten en animales, las ancianas piden mano dura y unos amigos le queman la cara con brea a un bebé para demostrar que sobran empleados municipales. Es un universo cercano y extrañado a la vez: un espacio en el que lo absurdo circula de un cuento a otro, de una casa a la casa del vecino.
Ganador del Premio Relato Bienal de Arte Joven Buenos Aires 2021-2022 y finalista del Premio Estímulo a la Escritura 2022 de Fundación Proa, Bunge y Born y La Nación, el joven autor cordobés nacido en Isla Verde en 1989 describe los sonidos del pueblo de sus cuentos:
“Las voces de los chicos que charlan todo el día dando vueltas en moto a baja velocidad, una carrera de caballos transmitida en una tele muteada de bar, los golpes de los hombres en la mesa, la interrupción del caño de escape del 147 que pasa por enfrente, el estallido de un ventanal a la hora de la siesta, el llanto de la vecina atenuado por un pañuelo en la cocina en invierno, el ladrido de los perros persiguiendo la bici de Prudencio que esquiva a los empleados municipales poniendo brea caliente sobre el asfalto, el azote del alambre contra las costillas de un gato, su alarido”.
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Nenes raros, que puede comprarse desde la página de la editorial, es el primer libro de la colección “Mundos de plastilina” de Elemento Disruptivo, cuyo objetivo es “inventar otros mundos con las manos, meter los dedos en la masa y hacer enchastres. Aunque no sepamos para dónde ni cómo, vamos a jugar con las palabras como si fueran plastilina, hasta darle forma a nuevos territorios”. Y Ghigonetto, con su Macondo del siglo XXI, lo logró.
“Los peludos no se comen”, cuento que abre “Nenes raros” de Nicolás Ghigonetto
Los peludos no se comen. Son sabrosos, a medio camino entre el pollo y el cerdo. El caparazón sirve como olla para su cocción en el campo. También se mastica, como el chicharrón. El peludo no se come porque los dueños de los campos los envenenan. Los peludos se comían. Nunca sabe uno cuándo un peludo está envenenado. No los envenenan porque molesten, lo hacen para que los cazadores no pasen la tranquera a buscarlos.
***
Los cazábamos con un balde de agua. Carli avanzaba varios metros en busca de una cueva. Son huecos en la tierra, circulares, casi perfectos. Si los yuyos están altos, podés meter la pierna y caerte. Una vez Facundo se resbaló y por poco se quiebra. Yo lo esperaba con el balde de agua. A veces encontraba un hueco antes que él y lo llamaba. Siempre hay que ir de a dos.
—Acá hay uno, vení.
Llevé el balde hasta el lugar. Carli se agachaba y tocaba la tierra, como acariciándola. Lo que más me gustaba de él era su suavidad. Una paciencia en sus gestos que en el momento me ponía nervioso y, a la noche, cuando apoyaba la cabeza en la almohada, me hacía sentir que estaba frente a un hombre diferente. No sé si un hombre, un amigo diferente. Carli era pendejo como yo. Mucho más pendejo que yo, a decir verdad. Su paciencia para hacer ciertas cosas era lo opuesto a muchos actos míos. Siempre pensé que a una chica podía gustarle Carli. No se desesperaba por nada ni nadie. Menos por un peludo.
—Echale la mitad.
El agua se metía en el hueco como entra al inodoro cuando tiramos la cadena: así, toda atragantada. La tierra, guadalosa, se mojaba y se ponía chirle, se formaba un barro que se desgranaba, poco consistente. Carli apoyó los brazos a los extremos del hueco. Se quedó mirando un instante. Veía cómo el agua se metía al fondo de la cueva.
—Echale la otra mitad.
Esta vez Carli no movió las manos. Siguió apoyado, firme. Yo traté de no salpicar tanto, de no mojarle la ropa. Tenía tierra en las rodillas y grasa en la remera. Seguro Carli habría estado arreglando la moto antes de venir. O quizás se había puesto la misma remera que tenía ayer. Esperamos unos minutos. Pueden aguantar hasta seis sin respirar, por lo general salen antes. A mí me da miedo agarrar al peludo. Asco me da. Se mueve mucho, es escurridizo. Sus patitas me dan una sensación rara, como cuando agarrás un pájaro que mueve las alitas muy rápido. Me hace cosquillas en el estómago. Sí me gusta acariciarlo cuando está dominado. Cuando está en los tachos de 200 litros de la abuela puedo tocarlos.
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Carli miró muy atento. Eso me gustaba de él. El mundo se detenía cuando esperaba que saliera un peludo. Yo miraba sus gestos. Los ojos se le ponían chinos. Parecía que hacía fuerza para ver mejor. A Carli le salió barba antes que a todos en el curso. Barba no. Esos pelitos debajo de la nariz. Todos nos dábamos cuenta de que se afeitaba y mal, porque le quedaban algunos. O había días que tenía muchos. O había días que no tenía. Los más grandes lo intentaban cargar diciéndole moncholo. La seguridad de Carli hacía que nada le importara. Creo que esa misma seguridad hacía que lo dejaran de cargar. De hecho, su único apodo, indiscutido y permanente, era Carli, que viene de Carlos. Le podían haber dicho peludo, la verdad, por su maña para cazarlos. Si fuera por mañas, Carli tenía muchas.
De repente, vi burbujear el agua de la cueva y Carli sacó la mano derecha y la metió en el hueco. Nunca dejaba de apoyar la izquierda. Agarró al bicho de la cola y tiró con fuerza.
—A veces se prenden como locos.
Esta vez el peludo estaba mosca. Me dijo que lo acariciara. Con un poco de miedo le hice caso. Lo apoyó en la tierra y lo sostuvo con la derecha de la cola y con la izquierda de la cabeza. Le pregunté si estaba muerto.
—Quedan groguis por el agua. No va a tardar en reaccionar.
Dicho y hecho. El peludo empezó a moverse como loco y por poco se le va.
—Tu cariño se me va. Se me va. Y de pena yo me muero… —cantó Carli que era fanático de Sebastián, con una cara de susto mezclada con gracia.
Lo sostuvo y me pidió que le acercara el balde. Lo metió y le puso de tapa la remera. Me dijo que suelen no poder escapar, así que por las dudas iba a asegurar la salida. Carli decía que había muchas formas de agarrar un peludo. Con perros es más fácil, pero la abuela los quiere vivos.
***
La vieja nos tiraba unos mangos por peludo que le lleváramos. No es que siempre teníamos que hacerlo. Cada dos por tres nos pedía. También le pedía al Cote. Por lo general lo hacía al laburito el Carli porque era mi amigo. La abuela tenía la maña de dejar morir a los peludos en su tacho de 200 litros de aceite que aún mantenía la inscripción de YPF en letras negras y una bandera argentina de tres franjas: azul, blanca y azul. Se lo habían dado en la estación que está adentro del pueblo, no la que tiene servishop, a la salida, en la curva. Lo tenía desde que era chiquito a ese tacho. Por eso creo que la abuela siempre tuvo esas mañas.
Ella decía que a las cosas hay que dejarlas modificarse en estado natural. Le encantaba ver pasar el tiempo de los objetos. Dejaba una manzana en la galería y la miraba todos los días pudrirse. También tendía la ropa bien mojada y miraba cómo chorreaba el agua hasta terminar de secarse. Lo de los peludos era algo más de todas esas mañas. Los metía en el tacho y los dejaba morir. No les daba nada, ni agua ni comida. Yo creo que no duraban más de tres o cuatro días. Carli decía que si caía algún bicho al tacho, podían estar una semana vivos.
A nosotros nos caía bien la abuela porque nos tiraba unos mangos y porque cuando la visitábamos pasábamos mucho tiempo ahí. Nos dejaba tomar cervezas, tirarnos a dormir en las camas de sus piezas. Su marido, mi abuelo, se había muerto cuando yo era chico. Mi mamá me dijo que la abuela siempre tuvo actitudes raras. No quedó así con la pérdida de su compañero.
Carli vivió de la abuela. Debe haber pasado allí unos seis meses. Se vino de Calchaquí a vivir con su tía porque sus padres se separaron y ninguno quería hacerse cargo de él. Muchos chicos me dijeron que del colegio lo habían echado por meterle la cabeza en el inodoro a un compañero en el baño. Por poco no lo mata, decían algunos. Lo cierto es que nadie lo sabía a ciencia cierta. La tía nunca hablaba de Carli, o, por lo menos, nunca hablaba mal de Carli. Ella le tenía cariño porque era su único sobrino y nunca dudó en traérselo a vivir acá.
En el colegio era un bardo. No iba nunca y cuando iba se mandaba alguna. Jamás ahogó a nadie en el inodoro de un baño. A lo sumo se agarraba a las piñas en un recreo, siempre contra uno de esos pelotudos que todos les tenemos bronca. No siempre peleaba. Es injusto recordarlo por eso. Tenía más buenos gestos que malos. A mí me acompañaba a cada cosa que lo invitaba. Era de esos tipos que estaban de última todo el tiempo y no tenían nada que hacer.
Una noche le pedí que me acompañara al kiosco a comprar unos cigarrillos y él solo se dio cuenta de que debía entrar a pedirlos. A Carli todo el mundo lo tildó de persona no grata desde el inicio, por eso no le importaba el chisme. O quizás nunca le importó el qué dirán, mucho de su vida en Calchaquí no sé. Le di la plata y entró.
Nos fuimos a la plaza a comer unos panchos, en el carrito del Sultán. Carli me contó que con la tía las cosas se estaban poniendo feas, ella le daba muchos sermones, aunque reconocía que le aguantaba todo. Le conté que estaba viviendo de mi abuela por un problema con mis viejos similar, con menor intensidad al suyo. Como para que sintiera que todos teníamos los mismos problemas. Aunque, la verdad, no era cierto.
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—¿Sabés quién me tiene ganas?
—La Jaki.
—¿Cómo sabés?
—Me lo dijo la entrerriana.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—Pensé que sabías.
—El otro día me pasó a buscar por casa. Me dijo que quería debutar conmigo.
—¿Así te dijo?
—En realidad, no me dijo así. Fuimos a tomar unas gaseosas a las vías del tren. En eso estamos hablando sobre los pibes del colegio y ella insistía con que no le gustaba nadie. Yo le hablaba normal, creía que estaba con el Rodri.
—Salió con el Rodri el año pasado.
—No sabía, la verdad. Por ahí los veía en el recreo charlando o peleando, a los empujones. En eso me digo: esta piba es re linda. Le vi el pocito que se le hace en el cachete y se lo besé. Ella quedó helada. Me dijo que era lo que había estado esperando de mí desde hacía un tiempo.
—Un tiempo para la Jaki es una semana como mucho.
—La cosa es que me besó un rato largo y me hizo levantar. Pensé que nos íbamos, me agarró de la mano y me llevó hasta los eucaliptos, detrás de la estación abandonada. Y ahí pasó todo.
—¿Posta?
—Sí, bola, es re linda la Jaki, muy dulce. Era su primera vez y me dijo algo así como que yo le daba confianza. Que con otros lo había intentado, pero se ponía muy nerviosa.
***
Al rato llegó el Rodo y fuimos a caminar por el pueblo. Cuando el Carli y el Rodo se juntaban siempre había quilombo. Rodo era de prender fuego cosas y Carli siempre se anotaba. Esta vez, más o menos a la salida del pueblo, al Rodo se le dio por tirar una piedra. No sé si lo hizo a propósito, pero le dio al ventanal de la tienda de la Susana. El ruido que hizo ni se los cuento porque todos los que fuimos adolescentes en un pueblo sabemos cómo suenan los vidrios de las ventanas cuando se rompen a la hora de la siesta. Empezamos a correr. A mí lo único que me preocupaba era el marido que tenía una pinta de violento bárbaro.
Los tres nos separamos, casi sin pensarlo. Yo agarré para la terminal y me encontré con un patrullero. El policía conocía a mi viejo, por eso solo me demoró unas horas y después me dejó ir. Sospechaba que una cagada me había mandado.
Al otro día encontré al Rodo en la plaza con un ojo morado. Me dijo que con Carli se encontraron en la plaza del barrio chino y se quedaron escondidos en el jacarandá que era el único lugar que tenía poca luz. No sabía cómo pero el marido de la Susana los encontró y los cagó a trompadas. Dijo que el Carli estaba desfigurado, peor que él. Que gracias a eso el tipo no iba a hacer la denuncia porque iba a quedar pegado por violencia a menores.
Me fui rápido a lo de la tía del Carli para ver si estaba. La vieja me abrió a las puteadas, me dijo que por culpa mía el Carli estaba así. Puse cara de póker con tal de que me dejara verlo.
Carli estaba tirado en la cama con una bolsa de hielo en la frente. Cuando me vio entrar medio que se quiso mover, le dolieron las costillas. Le dije que se quedara quieto, que yo me acercaba hasta su cama. La tía nos dejó solos y fue ahí que me dijo:
—Creo que voy a ir a vivir de tu abuela.
Al otro día el Carli se instaló de la abuela. Se llevaron bien desde el principio porque la presencia del Carli le traía compañía y porque eso hacía que yo fuera a visitarla más seguido. Más que seguido, todos los días. La abuela no lo hacía ir al colegio a cambio de que tomaran mates a la mañana. Le preparaba la comida, le tiraba unos mangos por cada peludo que le traía y con eso compraba la cerveza.
Mi vieja al principio se quejó. No quería que su mamá tuviera a gente en su casa, y menos a un amigo mío que tenía mala fama. De a poco se fue acostumbrando.
***
Un tiempo después, Carli dejó la casa de la abuela y se fue a vivir a lo de Rodo. Los pasé a buscar para ir a jugar un partido de fútbol. Rodo no estaba, sí el Carli. La madre de Rodo nos dijo que no volviéramos tarde, que debíamos estudiar un poco más. Parece que la señora se quería hacer cargo de la vida de ambos. Ojalá que todo esto les haya servido de ayuda. Camino a la canchita, el Carli quiso pasar a saludar a la abuela. Hacía mucho que no íbamos a verla.
—Más de una semana.
La reja estaba cerrada. Es fácil de saltar, aunque siempre prefiero tocar el timbre. El Carli me dijo que aún tenía la llave porque varias veces vino a saludarla. Ingresamos por el pasillo del costado. Todo estaba como si la hubieran abducido. El tacho de 200 litros en su lugar, un poco de queso y dulce de membrillo en la mesa del patio. La ropa tendida, seca.
Entramos a la casa y encontramos a la abuela en el suelo. El Carli se dio cuenta de que se había muerto. Me arrodillé para corroborarlo. Me palmeó la espalda y trató de levantarme. Me hizo seña de que saliéramos, porque había que avisarles a mis viejos.
Yo fui hacia la salida, el Carli, hacia el otro lado. Se asomó al tacho de 200 litros.
—A este peludo no lo fui a buscar yo.
Cerramos con llave, fuimos a jugar el partido. Acordamos no avisarle a mamá para darle tiempo al bicho a morirse. Según el Carli, no tardará más de dos días.
***
“Los peludos no se comen” fue publicado originalmente en la antología Tan diversa, Mardulce Editora, Buenos Aires, 2022. Premio Relato Bienal de Arte Joven Buenos Aires 2021-2022.
Quién es Nicolas Ghigonetto
♦ Nació en Córdoba, Argentina, en 1989.
♦ Es escritor y Licenciado en Lengua y Literatura (UNRC).
♦ Publicó los libros Los días del desastre (Cartografías, 2016) y Dos cachorros de sicario (Kintsugi, 2020). Participó de la antología de poesía Van llegando (Mansalva, 2017) y la antología de cuento Tan diversa (Mardulce, 2022).
♦ Nenes raros fue ganador del Premio Relato Bienal de Arte Joven Buenos Aires 2021-2022 y finalista del Premio Estímulo a la Escritura 2022 (Fundación Bunge y Born, Fundación Proa y La Nación).
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