“Dime por favor que este fuego va a pasar”, le preguntó Benjamín Vicuña al filósofo chileno Cristián Parker en la misa tras la muerte de su primera hija. Según contó el actor en la presentación de Blanca, la niña que quería volar en la Feria del Libro, el erudito le respondió después de incómodos segundos de silencio: “Se transforma”.
En un cálido diálogo con Luis Novaresio, Vicuña habló sobre los motivos que lo llevaron a publicar Blanca a diez años de su partida, las dificultades de explicarles su duelo a sus hijos y de cómo hizo, gracias a su familia, la amistad, la terapia y la literatura, para atravesar el abismo: “De eso se trata este libro, de la transformación del dolor”.
La sala Julio Cortázar estaba repleta y, cada vez que se abría la puerta para dejar entrar de a una o dos a las mujeres que habían quedado afuera, se escuchaban los gritos de las fanáticas que querían ver a Vicuña a toda costa. No siempre una presentación en la Feria del Libro necesita una seguridad tan organizada, pero la capacidad de la sala no se correspondía con la larguísima fila que, incluso después de la hora que duró la presentación, esperó al actor en la puerta para seguirlo hasta su auto después de la firma de ejemplares.
A poco de empezada la charla, Vicuña se tomó un momento para pedirle al público que apagara sus celulares –”No les va a pasar nada, se los prometo”- y a los fotógrafos que, una vez que hubieran cumplido su trabajo, dejaran libre el espacio para poder “conectar realmente con la gente que vino de lejos”.
Tras describir a Blanca, la niña que quería volar como “un acto de generosidad inmenso” ya que “habla de Blanca antes que del papá, y eso se agradece”, Novaresio le preguntó por qué se había decidido a escribir y publicar este libro.
Dijo Vicuña: “El por qué el tiempo lo dirá. El tiempo puede ser un gran aliado y a la vez un tremendo enemigo de los recuerdos. Acomoda las cosas pero también las erosiona. A veces cuesta recordar con nitidez un tono de voz, una textura del pelo, una suavidad de las manos. Pero el tiempo también nos ayuda a sobreponernos de esa angustia, esas llamas, esa imposibilidad de llenar el vacío”.
Y meditativo tras unos segundos de silencio como ese filósofo chileno al que había recurrido en su momento más duro, agregó: “El porqué todavía no lo sé. Si sé para qué, que tiene que ver con ustedes, con el poder de la palabra, de refugiarse en la escritura para compartir un relato y sanar, ayudar a las personas a quienes les toca vivir un dolor infinito y que no saben cómo transitar, que creen ser los únicos a los que los atraviesa un dolor así. Intenté explicar lo inexplicable, ponerle nombre a algo que no tiene nombre”.
Como era de esperarse, en la sala hubo mucho llanto, tanto desde el escenario como del público, donde los pañuelos estuvieron a la orden del día. Pero tampoco faltaron risas, como cuando Vicuña contó “la anécdota del karateka”, cuando a una semana de nacida Blanca irrumpió en una ruidosa fiesta de sus vecinos, pateó a un borracho que quiso acercársele y luego unos chicos le robaron el auto.
Remató Vicuña: “Aparece Carolina, recién parida, en bata, con puntos… Pensó que me había quedado en la fiesta”.
Para Vicuña, la vida es eso: la convivencia entre el llanto y la risa, aprender a habitar un presente que incluye ambas. “No existe la felicidad plena ni tampoco el dolor absoluto. Hoy, después de diez años, puedo emocionarme profundamente y a la vez sonreír y honrar a mi hija”, dijo.
Luego, Novaresio le preguntó cómo había hecho para explicarles su duelo a sus otros hijos, y Vicuña tuvo que tomarse unos segundos para recomponerse antes de contestar: “Hubo mucha culpa. En un momento me nació compartir esto con ellos, aunque fueran chiquititos. Me veían llorar y les expliqué que papá tenía pena, así como también se podía reír, y tuvieron que aprender a convivir con ese papá diferente, atravesado por la pena. Pero espero que con el tiempo, y los más grandes ya lo saben, sepan ponerse en mi lugar y entiendan que hice lo que pude, como pude”.
De repente, se abrió la puerta de la sala y una ola de aplausos impidió que la charla continuara. “¿Alguien tiene un babero en la sala?” -preguntó Novaresio- Porque ha entrado el hijo”.
Sobre Bautista, su hijo mayor, Vicuña contó: “Cuando estábamos enterrando a Blanca, me dice ‘Papá, ya está. Vamos’. Yo estaba paralizado, no me quería ir. Y él me dice ‘Blanca ya no está ahí, Blanca está en tu corazón’. ¡Un niño! Era lo que necesitaba escuchar en ese momento. Él pasó a ser una especie de viudo. Todas mis fotos de Blanca son con Bautista. Le arrancaron su historia. Pero pudo asimilar muy rápido todo y hoy es un chico grande, maravilloso”.
Contó además otra anécdota relacionada con Bautista: “Tus hijos en un principio son la razón por la que hay que abrir las cortinas en la mañana. Les voy a dar un ejemplo que es conceptual, teórico y realista. Me fui del hospital con mi hija muerta jurando que no iba a pisar nunca más un hospital. Pero ese juramento me duró dos semanas. Tuve que volver cuando mi hijo tuvo un broncoespasmo”.
Aunque en estos diez años desde la partida de Blanca Vicuña aprendió a procesar el dolor y convivir con él, el autor admitió que todavía hay cosas que le cuestan: “A veces cuando un hijo me suelta la mano en la calle yo sobrerreacciono. No tengo aguante para soportar otro golpe más. Siempre les digo: ‘Con el peligro no se jode porque nadie puede más’”.
Y aunque la muerte lo hizo pasar por el momento más duro de su vida, también supo encontrarle una contracara positiva: “La muerte es lo único que nos une. Queramos o no, nos da tanto miedo que nos pegamos unos con otros para ver si entre todos podemos entender algo tan difícil de entender o explicar”.
Pero hacia el final, Vicuña también admitió que, incluso en la aceptación, a veces es difícil no sentir culpa: “Siempre está el que te dice ‘dale loco, soltá’. ¡Soltá las pelotas! Yo todavía estoy de la mano con mi hija. Y no voy a soltar porque cuando pase del otro lado voy a seguir de la mano con ella”.
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