En mayo de 1933 tuvo lugar uno de los eventos más lamentables en la historia de la humanidad. Lo que en su momento parecía imposible, como salido de alguna historia de horror, finalmente sucedió y aún hoy es difícil de olvidar. Ocurrió, fue cierto, y quienes lo presenciaron, los que aún viven, lo recuerdan de manera nítida, como si hubiese sucedido hace apenas unas semanas.
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Alemania se erigía orgullosa a la luz de las ideas nazis que se apoderaban, poco a poco, de las juventudes. Cada vez más personas se mostraban de acuerdo con el discurso que pregonaba Adolf Hitler, y los estudiantes no fueron ajenos a lo que se vivía.
En una de las muchas jornadas universitarias que se organizaron en la capital alemana ese año, varios estudiantes y profesores se congregaron alrededor de lo que, según ellos, era un acto de franco rechazo a las ideas contrarias al nazismo, una declaración de puerta cerrada ante las producciones culturales e intelectuales de quienes eran considerados como “enemigos de la raza”.
El evento tuvo resonancia en otras ciudades y provincias de Alemania y marcó el inicio de la persecución política, cultural, intelectual y social en contra del pueblo judío, que durante casi una década prevalecería en gran parte de Europa, así como del ascenso del nazismo y su posterior consagración como partido regente del poder en la nación bávara.
Lo que ocurrió en ese mayo del 1933 fueron las inolvidables quemas de libros, que se tomaron las plazas públicas de buena parte de Alemania. Tan solo en Berlín, en la plaza Opernplatz (hoy Bebelplat), alrededor de 20.000 libros de todas las ramas del conocimiento, especialmente literatura y filosofía, fueron incinerados al considerárseles como producto de la invención y la creatividad de gente que atentaba contra el espíritu germánico.
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“Donde se queman libros se terminan quemando también personas”, fue la frase que escribió un día el poeta Heinrich Heine, como una suerte de premonición a los horrores que estaban por venir durante los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando millones de personas fueron incineradas vivas en los hornos crematorios de los campos de concentración.
Entre los muchos escritores e intelectuales que el nazismo intentó silenciar, incentivando a la gente a llevar a cabo este tipo de actos, se encontraban personajes como Karl Marx, Stefan Zweig, Erich Kastner, Sigmund Freud, los hermanos Heinrich y Thomas Mann. De hecho, fueron muchas las obras, así como sus autores, que perdieron la vida en esos años a manos del nazismo y su radical deseo de control.
La preparación de estas jornadas de quema de libros tomó cerca de un mes. El 6 de abril de 1933 la Asociación de Estudiantes Alemanes Nazis comenzó a propagar la idea de la purga literaria en rechazo a estos escritores y escritoras cuyo espíritu era, evidentemente, contrario al del entonces gobierno alemán. Al fuego, entonces, iría a parar todo aquel que no adoptara las ideas del Führer, o que simplemente pensara o se viera diferente.
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Antes de echar los libros al fuego, como si fueran reos de camino a la horca, algunos apartados eran leídos en voz alta, como exhibiéndolos ante el público, demostrando que su destrucción era justificada. Posteriormente, se les leía un veredicto que iba variando de acuerdo al libro de turno. En el caso de las publicaciones del creador del psicoanálisis, las palabras fueron: “Contra la exageración de los impulsos inconscientes basada en un análisis destructivo de la psique, y a favor de la nobleza del alma humana, entrego a las llamas las obras de Sigmund Freud”.
Aquel suceso dio origen a las listas de títulos y autores prohibidos en Alemania y buena parte de Europa durante los años del dominio nazi. Cual inquisidores, los seguidores de Hitler privaron de conocimiento durante varios años a las personas. No les bastó con quitarles sus posesiones y aniquilar a sus familias, también tenían que eliminar sus credos, pasiones e ilusiones.
Han pasado 90 años desde entonces. Hoy, en el centro de la plaza de Bebelplat yace una losa de cristal que cubre una estantería completamente vacía, diseñada bajo tierra, a manera de monumento por el artista Milcham Ullman, en memoria de los libros que fueron quemados. El tamaño de la estantería corresponde al espacio que habrían ocupado estos ejemplares de haber sobrevivido a aquella fatídica jornada.
Solo resta pensar... ¿Por qué quemar libros? A nadie le hacen daño, aparentemente. Ni siquiera están vivos. Desde luego, Hitler entendía lo más importante: no son tanto los libros, sino las ideas, las que se pueden tornar peligrosas, pues un libro, más que arma, consigue derrumbar imperios enteros.
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