Todos vamos a morir. Lo que no sabemos es cuándo. Y esa certeza es la única que tendremos mientras estemos vivos. El resto es pura incertidumbre, algo fuera de nuestro control. Y Benjamín Vicuña lo sabe muy bien. El actor chileno, el ex marido de Pampita y papá de Blanca, perdió a su hija en nueve días, víctima de una bacteria, que se la arrancó de las manos. Diez años después lo cuenta en su libro Blanca, la niña que quería volar, con prólogo de Gabriel Rolón.
“Yo tenía fascinación con su pelo largo y ondulado, con sus rulos, esos rulos imposibles de olvidar. Amaba su piel, sus manitos y sus ojos, hacerle cariñitos en la nariz y llenarla de besos. (…) ¿Dónde estás? ¿Dónde está mi niña de atardeceres y amaneceres, mi niña arco iris?”.
El día del funeral de la pequeña Blanca, de tan solo seis años, Vicuña “visitó su propia muerte, su propio entierro”. Todo roto, se enfrentó por primera vez a un monstruo de dimensiones épicas. Uno al que nadie pudo ni podrá vencer: lo irreversible y el sin sentido de la muerte de una persona amada. Game over. Terminado. Listo. Se acabó el mundo, su mundo. Pero no. La vida siguió y no paró por nada. Ni siquiera por la muerte de Blanca: “Es una sensación escalofriante comprobar como todo continúa, aunque a uno lo atraviese el dolor más grande”.
En contra de cualquier pronóstico, creencia o prejuicio, este relato en primera persona se anima a mucho. La obra, editada por el sello Planeta, es un viaje a través del corazón en carne viva del actor que, en doscientas páginas, le saca el velo al duelo, año a año, lágrima a lágrima. “La pérdida de un hijo está considerada como una pérdida tan inconcebible e insuperable – escribe – que no existe un término para nombrarla. Es algo brutal y uno se siente tan solo y devastado que de algún modo también muere”.
El libro de Vicuña está dividido en diez actos “para conjurar el olvido”, porque “la memoria es cruel – dice- y no soporto olvidar, porque hay algo perverso en el olvido”. El texto está redactado de un modo coloquial, cercano e íntimo, con la esperanza de que “pueda servirle a alguien que esté atravesando una pérdida, viviendo un duelo, sufriendo o acompañando y logre encontrar en estas páginas algo de alivio”.
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En sus líneas, el actor confiesa que ya no le tiene miedo a la muerte y que todavía le cuesta amigarse con Dios, aunque de a poco pudo perdonarlo porque “el perdón es el agua que apaga los incendios del alma”. Y si bien reconoce que los primeros años de su duelo se caracterizaron por la soberbia de sentirse la única persona que podía opinar sobre el dolor “estaba en modo Kill Bill. (…) si alguien me contaba que se le había muerto su abuelito de 85 años, yo pensaba: y si, la gente se muere”, hoy volvió a ser empático con la muerte de una persona mayor, una mascota o la separación de una pareja, porque entendió que todo habla de lo mismo: del vacío y la tragedia.
Cree que el reencuentro con Blanquita va a ser en un jardín: “Y nos daremos un gran abrazo, un abrazo cósmico, o bailaremos en una estrella, con mucha energía”. Reconoce que ya no busca respuestas en preguntas que se gastaron de tanto hacerlas y es capaz de decir que con el tiempo las cosas, un poco, se arreglan, aunque a veces ese tiempo sea mucho.
También destaca que cuidar de la salud mental y el cuerpo (ejercicio físico) es fundamental en estas situaciones extremas. Dice que a él lo salvó el amor de su familia, el trabajo, el psiquiatra y el deporte y que fueron recursos que él mismo buscó para poder mantenerse en pie y salir. “Pienso que, para salir de situaciones dolorosas, sanar y seguir viviendo, hay que buscar y bucear en uno mismo hasta encontrar recursos. (…) Quedarnos anclados en el sufrimiento es quedarnos revolcándonos en el barro”.
Y sí. Que se te muera un hijo no tiene nombre y Benjamín Vicuña sabe que nunca nada será igual. Que Blanca se llevó una parte de él y que nadie nunca llenará ese vacío: “Me convertí en otra persona, pero que está herida para siempre. Ahora sé que el amor nunca muere. La muerte me arrebató a Blanca pero jamás logrará que deje de amarla”.
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