Así empieza la novela del argentino que ganó el Pulitzer, uno de los premios más importantes del mundo

Hernán Díaz escribió “Fortuna” en inglés y este lunes se llevó el galardó estadounidense. Es la historia de un magnate de los años 20. Pero también de cómo el dinero pesa en los vínculos.

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Hernán Díaz en la Feria del Libro de Buenos Aires. (Gustavo Gavotti)
Hernán Díaz en la Feria del Libro de Buenos Aires. (Gustavo Gavotti)

Hernán Díaz nació en Buenos Aires en 1973, creció en Suecia, volvió a su país para estudiar Letras, fue docente y se mudó a Nueva York. Allí escribió sus dos novelas, A lo lejos y Fortuna. Desde la primera fue elogiado. Ahora, este lunes se llevó el Premio Pulitzer por la segunda. Así empieza:

Fortuna (Fragmento)

OBLIGACIONES

Una novela por Harold Vanner

UNO

Como desde su nacimiento había disfrutado de casi to­das las ventajas posibles, uno de los pocos privilegios que le estaban vedados a Benjamin Rask era el del ascenso del hé­roe: la suya no era una historia de resiliencia y perseverancia, ni la crónica de una voluntad inquebrantable que le había forjado un destino del más noble de los metales a partir de poco más que escoria. Según la contraportada de la Biblia fa­miliar de los Rask, en 1662 los antepasados de su padre mi­graron de Copenhague a Glasgow, donde empezaron a im­portar tabaco de las Colonias. Durante el siglo siguiente, su negocio prosperó y se expandió hasta el punto de que parte de la familia se trasladó a América para supervisar mejor a sus proveedores y controlar todos los aspectos de la produc­ción. Tres generaciones más tarde, el padre de Benjamin, Solomon, compró las acciones de todos sus parientes y de los inversores externos. Dirigida ya solo por él, la compañía si­guió floreciendo, y Solomon no tardó en convertirse en uno de los tratantes de tabaco más importantes de la Costa Este. Quizás fuera cierto que sus productos provenían de los me­jores plantadores del continente, pero más que en la calidad de su mercancía, la clave del éxito de Solomon estaba en su capacidad para sacar partido de un hecho obvio: por supues­to, el tabaco tenía un lado epicúreo, pero la mayoría de los hombres fumaban para poder conversar con otros hombres. Solomon Rask, por consiguiente, no solo era proveedor de los mejores puros y mezclas para pipa, sino también (y por encima de todo) de excelentes conversaciones y conexiones políticas. Ascendió a la cumbre de su profesión y se afianzó allí gracias a su sociabilidad y a las amistades cultivadas en el salón de fumadores, donde a menudo se lo veía compartien­do uno de sus figurados con sus más distinguidos clientes, entre los cuales se contaban Grover Cleveland, William Zachary Irving y John Pierpont Morgan.

"Fortuna", de Hernán Díaz.
"Fortuna", de Hernán Díaz.

En el punto más alto de su éxito, Solomon se construyó una casa en la calle 17 Oeste, que estuvo terminada a tiempo para el nacimiento de Benjamin. Sin embargo, se lo veía muy poco por la residencia familiar de Nueva York. Su tra­bajo lo llevaba de una plantación a otra, y siempre estaba su­pervisando casas de curado o visitando a socios comerciales en Virginia, Carolina del Norte y el Caribe. Incluso poseía una pequeña hacienda en Cuba, donde pasaba la mayor par­te de los inviernos. Los rumores acerca de su vida en la isla le valieron una reputación de aventurero con gusto por lo exó­tico, lo cual era una ventaja en su línea de negocio.

La señora Wilhelmina Rask nunca llegó a poner un pie en la finca de su marido en Cuba. También ella pasaba lar­gos periodos ausente de Nueva York, de la que, en cuanto regresaba Solomon, se marchaba para alojarse temporadas enteras en las casas de veraneo que tenían sus amigas en la ri­bera este del Hudson, o en sus mansiones de Newport. Lo único que compartía visiblemente con Solomon era la pa­sión por los cigarros, de los que era fumadora compulsiva. Como se trataba de un placer muy poco común en una dama, solo se entregaba a él en privado, en compañía de sus amigas. Pero eso no le suponía ningún impedimento, dado que siempre estaba rodeada de ellas. Willie, como la llama­ban sus allegados, formaba parte de un grupo muy unido de mujeres que parecía constituir una tribu nómada. No solo eran de Nueva York, sino también de Washington, Philadel­phia, Providence, Boston, y hasta de Chicago. Se movían en manada, visitando las residencias y casas de veraneo de las demás según las estaciones: la casa de la calle 17 Oeste se convertía en la morada del grupo unos meses al año, a partir de finales de septiembre, cuando Solomon se marchaba a su hacienda. Aun así, daba igual en qué parte del país residieran las señoras en aquel momento, el clan nunca dejaba de for­mar un círculo impenetrable.

Confinado la mayor parte del tiempo en su habitación y en las de las ayas, Benjamin solo tenía una vaga noción del resto de la casa de piedra rojiza de su infancia. Cuando estaba su madre con sus amigas, no se le permitía acceder a las habitaciones donde fumaban, jugaban a los naipes y be­bían Sauternes hasta bien entrada la noche. Cuando no se que­daban allí, los pisos principales se convertían en una sucesión en penumbra de postigos cerrados, muebles cubiertos y ara­ñas envueltas en mortajas esféricas. Todas sus ayas e institutrices consideraban que era un niño modelo, y todos sus instructores lo confirmaban. Jamás se habían combinado modales, inteligencia y obediencia de forma tan armoniosa como en aquel niño encantador. El único defecto que le pudieron encontrar a Benjamin algunos de sus primeros mentores, después de mucho buscarlo, era la reticencia que mostraba a relacionarse con otros niños. Cuando uno de sus tutores atribuyó la falta de amigos de su alumno al miedo, Solomon le restó importancia al asunto y afirmó que lo úni­co que pasaba era que el niño se estaba haciendo un hombre independiente.

(Traducción de Javier Calvo)

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