“La palabra escrita tiene belleza y es mucho menos agresiva que la verdad”: la escritura poseída de Cecilia Szperling en “Las desmayadas”

La escritora argentina conversó con Leamos respecto a su más reciente libro y reflexionó en torno a su proceso de escritura

"Las desmayadas" es la novela más reciente de la escritora argentina Cecilia Szperling. (Clarín).

“Escucho que acaba de morir padre. Tengo 15 años. Veo a mis hermanas bailar, resplandecer en medio de nuestro jardín-selva que nadie cuida, bajo una luna desbordada, redondísima, blanco-fuego. La luz lunar las vuelve brillantes, fuertes, hermosas. En sus camisones parecen diosas griegas en el Parnaso, luciérnagas iluminadas de alas transparentes”.

Así inicia la más reciente novela de la escritora argentina Cecilia Szperling, una pieza del más alto calibre narrativo, y no exagero al decirlo. Desde la primera hasta la última página, la de Szperling, en este novela, es una voz que hechiza, que retumba en el oído, que se hace necesaria, adictiva, a la vez que incómoda y sugestiva.

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En “Las desmayadas”, título publicado por el grupo Planeta, en su sello Emecé, la escritora argentina, haciendo uso de la herencia poética, se desnuda ante los lectores al concebir una ficción que bebe de la propia vida. Una “fábula autobriográfica”, así la califica la propia autora, en la que reflexiona sobre asuntos como la muerte, la adolescencia, la búsqueda de la identidad y la lucidez de la vida.

Una narración poética, a la vez que feroz y delicada, alrededor de cuatro mujeres que intentan recrear su jardín encantado mientras se sostienen y se cuidan y, a ratos, se distancian.

Portada de "Las desmayadas", de Cecilia Szperling. (Planeta de Libros).

En estas páginas, una adolescente se entrena en el arte de desmayar. Su padre acaba de morir y ella atraviesa, junto a su madre y sus dos hermanas, el tiempo acuoso del duelo, reza la contraportada. El desmayo funciona así como una táctica de supervivencia, una práctica de escapismo, un artilugio para acallar el ruido de la vida adulta.

La voz que cuenta esta historia se hace preguntas sobre cómo la vida de una familia se descompone ante la ausencia del padre. Mientras acompaña, como puede, los dolores de su madre y sus hermanas, la protagonista vive sus propios duelos y se refugia en el sexo, la fantasía y el rechazo a la realidad inmediata. A la melancolía que cruza estas páginas se sobreimprime la excitación que trae una época de descubrimientos ardientes: del cuerpo propio y ajeno, de la literatura, del mundo.

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Cecilia Szperling, la autora de esta novela, cuenta entre su obra publicada con alrededor de seis títulos, entre los que destaca su novela “Selección natural”, que le permitió ser finalista del Premio Clarín en 2006. Pero, de todas ellas, su trabajo más compacto hasta el momento, es sin duda alguna, el que ha logrado en “Las desmayadas”.

Al respecto, y a propósito de su participación en la FILBo 2023, la escritora argentina conversó con Leamos y reflexionó sobre el proceso de escritura de esta novela.

La escritora argentina Cecilia Szperling. (Adriana Hidalgo Editora).

— Las líneas iniciales de esta novela son demasiado viscerales, por llamarlo de algún modo. De entrada, el lector se encuentra con un escenario para nada amistoso, que lo interpela, lo incomoda. ¿De qué manera logra ser consciente de que el tono narrativo de esta historia increpará al lector desde el principio?

— En esa primera escena aparecemos mis hermanas y yo bailando. El tono me lo dictó esa imagen, justamente, y lo conseguí con varias capas. Una tiene que ver con que nosotras tres fuimos educadas en lo que se llamaba expresión corporal y danza moderna. En mi gran casa, que tenía cuatro pisos y un tremendo jardín, verdaderamente salvaje, íbamos corriendo, bailando, escuchando música, ‘La consagración de la primavera’, estando desnudas o con sábanas haciendo giros. Teníamos toda esa influencia de estas correografas judías echadas de Alemania que venían del Bauhaus, como Isadora Duncan. Entonces, hay una parte donde mi familia tenía una especie de coreografía permanente. Había baile todo el tiempo y mi madre, además, se había formado como declamadora. Teníamos, pues, a esta mamá poeta que recitaba “Rosas, rosas, rosas, / a mis dedos crecen”, dando ese lugar a la lírica, a lo ensoñado.

El día en que muere mi padre estábamos en el jardín, con amigas, bailando, y, de repente, escucho una voz, que era la voz de mi madre, pero esta pasa antes de que sea enunciada, antes de que ella sea capaz de abrir la boca. Escucho que algo tiembla y corremos por el jardín, saltamos a una casa vecina, y si bien eso no está en la novela, es ese momento el que me da ese tono del que hablas, y tiene que ver con dejarme llevar por esto, que es la fábula autobiográfica.

Ese día, en el jardín, seguro estábamos bailando, seguro estábamos en camisones y descalzas, o vestidas de griegas, armando alguna escena por los caminitos de piedra y las mesitas. Qué sé yo. Seguro estábamos en esto, que era nuestro cotidiano, y de golpe irrumpe esa imagen, que creo que por ahí tiene más que ver con la poesía de mamá, como el viento, el viento, el viento, y nos vuela, nos vuela los camisones. Estamos ahí volando y me miro. Esta imagen, que de golpe se hizo gótica, que son los camisones volando sin cabeza. Esa imagen creo que tenía que ver con esa sensación, no solo de saber que papá se había muerto, sino de descubrir que la muerte es posible recién a los 15 años. Eso es ya un espectro, y es filosofía o metafísica y ya no sé qué es real y qué no. Ya no sé, porque el duelo tiene eso. El duelo es la persona, pero cuando te ocurre en la infancia, te hace preguntarte por primera vez sobre la muerte, y cuando te preguntas sobre la muerte, te preguntas sobre la existencia, y ya fuera que mis hermanas bailaban, saltaban, giraban, los camisones volando, si caía un meteorito, no importaba. El escenario, igual, se vuelve fantástico, porque la percepción de la vida se vuelve fantástica a partir de que alguien que siempre estuvo vivo, de repente, se muere en tu casa.

— El ritmo es también otro elemento fundamental en esta novela. Onírico, vibrante, que ahora que lo dice, entiendo que viene de la poesía.

— Y de la poesía de mi madre, de ella leyendo poesía en voz alta. Y así yo lo escribí, mientras iba leyéndolo a viva voz. Tenía esta cadencia heredada, esta repetición, pero no fue para nada una cosa que requirió de medición. Sí fue, en cambio, algo que tuve que habitar. Ese tono tenía que ver con el no ser en un momento, con evaporarse, desamayarse, finalmente.

Así como entró la danza, como entró la música, entró la poesía y entró la oralidad. Yo escuchaba. El oído es como un ojo. Hay algo de mi oido en la imagen que se escribe, como hay algo de querer ir hasta ese límite de la escritura donde algo suena y se ve y se concreta en literatura. No sé si esto es planeado, quizás es más como un propósito, o un deseo.

“Las desmayadas” es un poema en prosa. Tiene más elementos de la poesía que de la novela en sí. Capaz que si salía un poemario, igual habría impactado al lector, porque no es tanto lo que cuenta sino cómo lo cuenta.

— Igual, siento que me iba a dar menos libertad la poesía que la novela. Y, de hecho, prefiero hablar de las formas no formas, de esos textos que no se sabe si son poesía, novela, relato o qué son. A lo mejor, este libro es una reunión de todo eso.

— Hay algunas inquietudes que, como autora, parece querer desarrollar en estas páginas, Asuntos como la identidad o la hermandad, que terminan interviniendo el actuar de los personajes y marcando también una premisa en la historia. Esto hace que el artilugio de la literatura, de algún modo, deje de cubrir a estos personajes, pues son demasiado reales.

— Me maravilla esto que dices y te lo agradezco. En últimas, el escritor busca también eso, que sus personajes, sus historias, trasciendan incluso los límites de las palabras. Hay una imagen, un pasaje en la novela que dice algo así como “Éramos un animal de seis brazos”. Estaba la piletita y nos apilábamos mis hermanas y yo, una junto a la otra, y parecía que fuéramos un animal, justamente, ese cuerpo que se entrega. Hablo también, en otro momento, de este jardín que se poliniza. Se da esta situación en la que están viviendo un duelo, y al tiempo está la Guerra de Las Malvinas, hay una dictadura, un encierro, y está el jardín, que es real y es también un recurso literario, porque es el espacio donde se refugian todas las poetas, porque era donde podían estar. Pero hay también un jardín que no duele, y unos cuerpos que no sienten, que siguen creciendo, siguen explotando, y todo cambia. De golpe, pasan de los 15 a los 18, y luego a los 20 años. Es como un mar que sube la ola y la deja bajar. Y está el conocimiento de una herida existencial que se manifiesta en descubrir la muerte a tan corta edad.

La identidad deja de ser este asunto plano. Sos niña, sos mujer, sos huérfana; tenés hermanas, estás caliente, estás enamorada, o se enamoran de vos, y llorás; leés a Poe, y a Borges. La identidad se vuelve un poco atemporal, como infinita. Se desmarca, se vuelve más imaginaria, fantasmal, onírica. Se estalla un poco.

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— ¿Cuánto tiempo se tardó escribiendo estas páginas?

— Fueron tres meses.

— De ahí que uno sienta el ritmo como una cabalgata. Si se para de repente, se corre el riesgo de caerse del caballo.

— Justo eso era lo que quería lograr y me alegra mucho que lo hayas detectado. Si bien la escritura me tomo tres meses, lo que yo viví adentro de esa novela fue mucho más tiempo. Cuando llegó la pandemia, y todo se paró, no había librerías y las imprentas no estaban funcionando, tuve que dejar la novela en pausa. Es decir, ya la había terminado, pero no podía salirme de ella. Lo hice, finalmente, cuando salió. Recién ahí pude respirar.

— ¿Y cómo fue el proceso de edición?

— El libro es un río, entonces había que hacer que todo fluyera, desde la portada, hasta el texto mismo. La idea era que el lector pudiera sentir ese ritmo incluso en la manera como el libro está dispuesto gráficamente. Me imaginaba que el libro se le cayera por las manos a los lectores, se les desbordara. Y que fuera también como un suspiro de largo aliento. Fue un ejercicio interesante, como de caída, de desmayo. Lo difícil fue sostenerlo, creerlo, y a la larga, lo hice. Estaba convencida de lo que estaba viendo. No hubo duda.

— Pese a ser autobiográfica, esta es una ficción, y como autora, pone distancia en la prosa, le demarca los límites a los lectores. Sin embargo, se deja la piel en estas páginas. ¿Qué tanto de usted quedó aquí?

— Si la casa huele a sangre, a sangre seca, es porque yo la viví así. Yo vi ese gran charco, y la vi salpicar en las paredes. Vi la guerra, y las tiendas de campaña, y las gasas. Lo que pasa es que la palabra escrita tiene belleza y es mucho menos agresiva que la verdad. Para mí es casi alegría poder escribir algo que tengo inscrito. Yo ya lo había escrito adentro mío, simplemente le abrí la puerta y pudo salir de una manera que me gusta. Descubrí que la palabra estaba de mi lado. Ya la escena dura la había vivido y fue mucho más dura que la que se describe con palabras. Por más que lo sea, igual necesito que sea parte mía. Y ese purgar los hechos en la prosa me parece de una belleza indescriptible, por más que sea terrible lo que estoy contando. En realidad, las percepciones me importan más que los hechos.

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