Colas para pagar, música, estacionamiento colapsado: estalló la Feria del Libro

Este sábado los lectores llenaron pasillos, salieron de los stands cargados de bolsitas, escucharon cuentos, pidieron firmas y hasta participaron de una “peña”. Bienvenidos a una saludable costumbre argentina.

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A tope. La Feria del Libro, este sábado. (Nicolas Stulberg)
A tope. La Feria del Libro, este sábado. (Nicolas Stulberg)

“Está colapsado, está colapsado”, avisan con gestos, con palabras, con el cuerpo, los agentes de tránsito de la Ciudad. Son las 4 de la tarde y los agentes están parados en la Avenida Sarmiento, ahí al costado de La Rural. Adentro, en el “Predio Ferial”, está ocurriendo la Feria del Libro. Pasa todos los años y todos los años nos sorprende: el segundo fin de semana del encuentro editorial la Feria hincha los pulmones y se llena. Está pasando.

El estacionamiento, en efecto, está colapsado. Tiene lugar para mil autos pero no cabe uno más. Una hora más tarde, a las 17, los empleados se ocupan de abrir el ingreso a diez cada vez que salen diez. Pero la cosa se mueve lento. En las cajas no hay casi nadie pagando: es hora de llegar, no de salir.

Una fila de gente parada de a dos, de a tres, de a cuatro, da toda la vuelta a un pabellón. Son casi todos muy jóvenes. ¿Qué pasa? Está por firmar libros María Martínez, autora de Tú y otros desastres naturales, Cuando no queden más estrellas que contar y La fragilidad de un corazón bajo la lluvia. Pasan por ahí algunos adultos que nunca escucharon nombrar a Martínez pero se ve que la española tiene su público por estas tierras.

“Ay, lunita tucumana, tamborcito calchaquí”; canta un dúo en el stand del Banco Nación. El auditorio, de unos cincuenta asientos, está a tope y es entusiasta: hay coritos y los que pasan tararean la melodía.

Y, hay que decirlo, el sonido de distintos parlantes se cruza. Un acto acá, otro allá: público es lo que sobra. El stand del Centro Islámico tiene visitas -hombres con trajes tradicionales, mujeres con pañuelo- pero también llaman a los que pasan, en particular a los chicos, y les hacen poner el bishit, la capa que vistió Messi tras ganar la Copa del Mundo.

Hay actividades para chicos y -la lluvia ayuda- hay muchos chicos. Se oyen aplausos. Algunos, con los pies cansados, buscan refugio en cualquier stand que tenga un silloncito o una mesita libre. Algún malpensado dice que eso garantiza tanta asistencia a cualquier charla.

Por allá. Agentes de tránsito ordenan la entrada a la Feria del Libro.
Por allá. Agentes de tránsito ordenan la entrada a la Feria del Libro.

En los lugarcitos de comida el panorama es parecido: si hasta ahora no se habían visto colas para pagar una gaseosa en los kioscos dispersos por el lugar: ¡700 pesos la lata!

Es que acá el nombre del mundo es “cola”. Para pagar en el stand de Penguin Random House se tarda media hora y en el de Kel unos 45 minutos: la fila sale del pabellón amarillo, cruza el patio, se mete en el Hall Central. Elegir el libro tampoco es fácil: han cerrado el stand con una cinta azul y un hombre va dejando pasar de a pocos, como en el estacionamiento.

A los stands de ofertas y saldos prácticamente no se puede entrar.

Cola para entrar. En la Feria del Libro.
Cola para entrar. En la Feria del Libro.

Todavía falta media hora para que empiece a firmar la autora juvenil Agus Grimm Pitch -una veinteañera que recomendaba libros en las redes y ahora sacó una novela- ya hay una filita de admiradores. El título del libro es La teoría de Joa.

Otra cola se serpentea, da vueltas, es interminable: en el stand de Ediciones De la Flor, Nik está firmando ejemplares de Gaturro. Se tarda, hay impaciencia: “Ya va a llegar el turno de todes”, le dice una madre a una nena. Él sonríe y firma y firma.

Ricardo López Murphy habla y se saca fotos en un stand: entre quienes lo acompañan está Franco Rinaldi.

Otra cola va creciendo: está por hablar Bernardo Stamateas. Al mismo tiempo arranca una charla de Dolores Reyes, la autora de la novela Cometierra, que está presentando otro libro, Miseria: hay tanta gente que algunos se quedan afuera. Hace un rato terminó Felipe Pigna, que presenta su libro sobre Güemes. Por supuesto, repleto.

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Y, desde los parlantes, llega la Zamba de mi esperanza. La peña es larga pero hay mucho ruido y lo que llega a todas las esquinas del pabellón es el bombo.

¿Qué pasa con las ventas, mientras tanto? Hasta ahora los expositores decían que la Feria venía más o menos fría, que el contexto, que cualquier novela vale 8, 9 mil pesos. “Ayer y hoy mejoró mucho”, dicen en un stand. Y en otro, más grande, que hay que tomar los números al final pero que repuntó mucho.

Se ve: pasa mucha gente con bolsas. Como Silvina, una mujer edad mediana que carga cinco títulos: cuatro de literatura romántica y el Sarmiento de Daniel Balmaceda (para el marido).

Por qué pasa esto, por que la Feria del Libro es cita ineludible, es una pregunta difícil de responder. Por qué, por unos días al año, el hecho silencioso y solitario de la lectura se vuelve ruido y multitud.

Algo tiene que ver que la escuela sea obligatoria y, si se quiere gratuita. Algo quedó de aquella ambición de tener un hijo universitario, de la idea de que la cultura es ascenso social. O, quizás, simplemente, es el reconocimiento de que hay muchas vidas, otras vidas, que se pueden vivir en los libros. Y por qué renunciar a esas emociones.

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