“Dios te ayude, criatura. Si fueras mía, jamás te habría dejado en una casa con extraños”. Una nena se queda en la casa de unos desconocidos, sin saber cuándo regresará a su hogar. Allí la dejó su papá, con el fin de facilitar la carga de su mamá, otra vez embarazada y con otros críos que alimentar.
“Suerte – fueron las últimas palabras del padre antes de irse- Ojalá esta niña no les traiga problemas”. Tres luces, la petit nouvelle de la escritora irlandesa Claire Keegan pone el foco en la niñez vulnerada. Y lo hace muy bien. Tanto, que el relato en primera persona de la pequeña protagonista logra ofrecer al lector una experiencia casi inmersiva en ese mundo ajeno y cercano a la vez, donde la fragilidad y el miedo son moneda corriente y existen altas chances de que todo salga para el cuerno. Pero eso no ocurrió. ¿O si?
Sin más pertenencias que la ropa que llevaba puesta, y en la casa de dos absolutos extraños, la pobre chica empieza una vida nueva que le ofrece –sorpresivamente- comodidades que nunca antes tuvo, el amor que nunca recibió y el cuidado atento de unos padres postizos que jamás consiguió de los propios. En la casa de los Kinsella, no solo hay abundante agua caliente para bañarse, ropa limpia para vestirse y un freezer donde se guardan alimentos, sino que también hay un beso antes de irse a dormir, hay tiempo para cocinar, para jugar y hasta para tomarse de la mano.
“Kinsella me lleva de la mano. Apenas me la agarra, me doy cuenta que mi padre jamás me agarró la mano (…). Es una sensación difícil, pero a medida que caminamos (…) dejo que las diferencias que hay entre mi vida en casa y la que tengo aquí coexistan”, dice la protagonista. “Y así pasan los días. Me quedo esperando que pase algo”. Y pasó.
Una tarde el matrimonio Kinsella tiene que asistir al velorio de un vecino. Y a pesar de que no quieren que la niña los acompañe, la llevan igual para no dejarla sola en la casa. Cuando llegan al lugar, la nena ve un montón de gente fumando y bebiendo alrededor de “una enorme caja de madera con un hombre viejo adentro”, tal como lo describe la pequeña. Al rato, una vecina ofrece llevar a la nena a jugar con sus hijos, a su casa.
Es aquí donde la señora chusma del barrio le cuenta algo que, al parecer, todo el pueblo sabía menos ella. “En esta casa no hay secretos, -le había dicho la señora Kinsella a la niña el primer día- donde hay secretos, hay vergüenza, y la vergüenza es algo de lo que podemos prescindir”. Pero al final resultó ser que los Kinsella sí tenían un secreto y también vergüenza.
La narrativa de Claire Keegan es sutil, como un leve rocío que termina por empapar todo. Sabe iluminar con maestría los sentimientos de esa chica indefensa, frente a su propio mundo y al de los adultos a quienes va descubriendo por lo que dicen, por lo que hacen y también por lo que no dicen. Y de eso hay un montón en este relato. Lo que se calla. Lo no dicho.
“No tienes que decir nada -le dijo una vez Kinsella-. Recuerda siempre que no hay que hablar de más. Muchos hombres han perdido mucho solo por haber dejado pasar una oportunidad perfecta de callarse”. El silencio como una forma de hacer desaparecer lo imposible. Pero el dolor y el espanto se dicen solos. Al igual que el final de esta historia.
Seguir leyendo: