“La figura del mundo” o una carta abierta de Juan Villoro a su padre: “La mejor manera de acercarte a alguien que se dedica a la reflexión es escribir libros”

El escritor mexicano conversó con Leamos acerca de la concepción de su más reciente libro, que fue presentado en el marco de la edición 35 de la Feria Internacional del Libro de Bogotá

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Tras haber sido reconocido en 2022 por su trayectoria en el periodismo, por la Fundación Gabo, el escritor mexicano Juan Villoro, autor de títulos como “Los culpables”, “Dios es redondo”, “El vertigo horizontal” o “La tierra de la gran promesa”, regresa al radar de los lectores en 2023 con la publicación de su libro más reciente, una reflexión en torno a la figura del padre y también una ofrenda a quien fuera uno de los hombres más destacados de la filosofía latinoamericana contemporánea, su progenitor, el pensador Luis Villoro.

Al interior de “La figura del mundo”, el autor mexicano se dedica a revivir algunos pasajes de sus memorias junto a su padre, no con el ánimo de concebir una biografía intelectual del personaje, sino con el objetivo de evocar su vida y traerlo de regreso, al menos en la prosa, una vez más.

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En este libro, Villoro retrata con buen tino a una figura que es íntima y cercana, a la vez que pública y distante, inmiscuyéndose en los relatos que dan cuenta de su vida, en los testimonios de quienes lo conocieron y en sus propios recuerdos de ese padre con quien no era posible comunicarse más allá de los libros.

Recupera así, reza la contraportada, la esencia de un padre que estuvo presente en la vida familiar de un modo intangible, un padre que se ha reservado para ser indagado por este hijo suyo que intuye sus afectos y renueva su pasado.

A raíz de su participación en la edición 35 de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, en la que México ha sido el país invitado de honor, Juan Villoro conversó con Leamos sobre la concepción de este libro y reflexionó en torno a la figura de ese padre suyo que adquirió mayor sentido luego de haberlo explorado a través de las letras.

— “Para cambiar el mundo hay que imaginarlo”. Esta frase enmarca el sentido de este libro en el que habla de su padre y, al tiempo, de una época y un contextos específicos. ¿Cómo fue, precisamente, imaginar ese mundo que alguna vez usted mismo habitó?

“La figura del mundo” es resultado de un largo proceso. Nunca tenemos muy clara la imagen de nuestros padres. Una de las cosas más interesantes en una familia es ver cómo los distintos hermanos hablan de los padres y cada uno de ellos tiene un padre diferente, por la relación que ha tenido con él y, sobre todo, por la forma como lo ha imaginado y por lo que ha esperado de él. Yo tardé mucho tiempo en valorar la figura de mi padre y este es un libro tardío, en ese sentido. Hoy en día tengo 66 años y eso me permite acercarme, tratando de indagar la figura de mi padre, pero también tratando de conocerme a mí a través de él.

Una de las cosas que más le interesaron a él fue la transformación de la realidad desde las ideas. Se dedicó a la filosofía. Estando en México, que es un país muy desigual marcado por la injusticia y la corrupción, trató de poner las ideas al servicio de las causas sociales y estaba convencido de que la primera piedra para transformar la realidad es la necesidad y la idea de transformar.

Mi padre no pensaba en ser un intelectual meramente especulativo, buscó asociarse a diversas causas de la izquierda, intentando dar con el concepto apropiado de la construcción de una social democracia en México, que no fue posible, y, posteriormente, se interesó mucho en las luchas de los pueblos originarios, especialmente a partir del levantamiento zapatista en Chiapas, en 1994.

En “La figura del mundo”, lo que yo trato de hacer es un doble ejercicio: por un lado, entenderme a mí mismo a través de esa figura familiar que fue mi padre y, por otro lado, entender socialmente a mi padre, tratar de comprender esa búsqueda que él tuvo por transformar la realidad. Creo que es un libro, al mismo tiempo, muy íntimo, pero que también toca temas públicos.

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— ¿Por qué fue necesario esperar tanto tiempo para escribir sobre su padre?

— Primero que nada por pudor. Yo no quería escribir un libro autobiográfico sin tener suficiente distancia y experiencia al respecto; luego, porque la vida de mi padre seguía abierta hasta 2014, que fue cuando falleció. Se encontraba en pleno estado de rebeldía, seguía apoyando causas, dando ideas. Era el líder de nuestra tribu. Entonces, hasta ese momento su vida se mantenía abierta y yo quería tener una visión completa de su trayectoria. A partir de ese año, pude cobrar distancia. pero también ocurrió una cosa muy interesante, que sucede con los muertos que han tenido una vida fecunda, y es que, de pronto, cobran una vida extraordinaria a través de los demás.

En los años siguientes a la muerte de mi padre, numerosas personas me contaron anécdotas de él, lo recordaron de distintos modos. Yo no quería escribir de inmediato un relato sin pasar por toda esta aventura de oír lo que mucha gente me tenía que decir de él; entre otras personas, la más importante para mí, que era mi madre. Por eso el libro termina con una especie de entrevista a ella, donde la visito para que me cuente cuál fue su relación afectiva con mi padre.

Yo provengo de esa unión que ellos dos tuvieron. Se separaron cuando yo era muy chico, a los 9 años de edad, en una época en que el divorcio era poco común. Los vi pocas veces juntos, así que quise conocer eso, y solo lo podía hacer ya en la posteridad de mi padre, recabando todos estos recuerdos. En últimas, todo libro está hecho de voces colectivas y este, sin duda alguna, representa no sólo lo que yo pienso de mi padre, sino muchas cosas que yo he recibido a través de mis hermanos y de otras personas que lo conocieron.

Portada del libro "La figura
Portada del libro "La figura del mundo", de Juan Villoro. (Penguin Random House.

— Ha dicho que “La figura del mundo” es una biografía plural de su padre.

— Yo tengo tres hermanos, todos nacidos en Ciudad de México, igual que yo. Ellos tres, sin embargo, ya de grandes, tomaron la precaución de no seguir viviendo en la ciudad. Entonces, la relación directa con mi padre la tuve yo, que, además, soy el primogénito, pero continuamente ellos me hablaban por teléfono para preguntarme cómo estaba nuestro padre, y también para sugerirme que le buscara otro médico o que hiciera alguna modificación en su casa, o que le propusiera ciertas actividades, etcétera. Necesariamente, la relación con mi padre estaba filtrada por lo que mis hermanos estaban aconsejando y, en ocasiones, incluso, exigiendo; de manera que yo tenía que, no solamente relacionarme con mi padre, sino pacificar a mis hermanos y explicarles que las decisiones médicas que tomábamos para él eran las mejores y así. Eso me hizo sentir que, desde el principio, yo tenía una interpretación colectiva de lo que le convenía a él y de lo que él era.

Todo eso inevitablemente tiene que ver con la forma en que nos relacionamos colectivamente con una persona. Estamos hablando de un clan, de una tribu, por supuesto, asimétrica, donde no todos cumplen con las mismas tareas, pero esta tribu, necesariamente disfuncional, que es una familia, creo que también está retratada en el libro.

— La familia está retratada en esta obra de una manera especial. De alguna forma, termina hablando de ese modelo de familia, no mexicana sino latinoamericana, que por tanto tiempo nos ha correspondido. ¿Cuál es su opinión respecto a si esas pequeñas parcelas terminan afectando o no las estructuras sociales en las que convivimos?

— La mía fue una familia desestructurada. En mi salón de clases yo era el único hijo de divorciados; en el barrio donde yo vivía solo otra familia se había divorciado. Entonces, era una especie de derrota social atravesar por el divorcio. Yo crecí con mi madre y con mi hermana Carmen, por lo que la figura de mi padre era un tanto conjetural y esto se veía reforzado por su profesión, porque no es fácil entender en la infancia a qué se dedica un filósofo. Yo le preguntaba a mi papá cuál era su trabajo y él me decía que se dedicaba a explorar el sentido de la vida. Cuando yo estaba en el colegio y los compañeros hablaban de las profesiones de sus padres, decían que eran aviadores, pintores, policías, negociantes, y a mí me tocaba eso de que exploraba el sentido de la vida. Se imaginaban que mi padre era algún tipo de bohemio que iba de cantina en cantina oyendo mariachis y bebiendo tequila, porque esa es la manera mexicana de indagar en el sentido de la vida. No en vano el gran filósofo popular de nosotros es José Alfredo Jiménez.

A mí me costó mucho trabajo acercarme a mi padre porque, en cierta forma, era una abstracción, por su lejanía familiar y por su trabajo. Entonces, la historia de mi vocación creo que también tiene que ver con la construcción de una figura paterna. La mejor manera de acercarte a alguien que se dedica a la reflexión es escribir libros. De manera que, prácticamente, todo lo que yo he hecho es una carta al padre, de manera implícita, pero ahora en este libro pues cobra una fuerza grande.

A él, como ensayista, le gustaba mucho la expresión “la figura del mundo”. Escribió un hermoso texto sobre Sor Juana que trata de eso y él señalaba ahí que ciertas ideas procuran establecer un orden secreto en la realidad y describir la realidad como algo ordenado, encontrarle una figura y es lo que he tratado yo también de hacer en este libro, encontrar ese orden oculto de la realidad para explicarme a mí mismo.

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— Cuando uno lee este libro da la sensación de que se está viendo un documental. Ahí reside también uno de los aciertos de “La figura del mundo”.

— La literatura es un arte visual. Es la única expresión donde las imágenes llegan a través de símbolos y cuando tú estás leyendo una novela que te parece apasionante, lo que ves mentalmente es una escena de amor, un accidente de ferrocarril, una persecución en un puente. No estás viendo las letras. La magia de la lectura tiene que ver con borrar las letras para convocar imágenes. Entonces, la literatura siempre ha sido un poderoso ejercicio visual.

Cuando nosotros regresamos a la Rusia de Dostoievski y lo vemos en Siberia, estamos ante ese clima terrible del invierno más extremo y viendo a la gente más miserable y desgraciada, todo eso es profundamente visual. Me gusta mucho, entonces, que la literatura tenga esta fuerza para acercarnos de una manera significativa a los sucesos y yo creo que ese es el principal sentido que estimula la literatura, el de los ojos. Escribí toda una novela sobre esto, “El disparo de argón”, que trata de oftalmólogos, precisamente porque me interesaba mucho hacer una novela de la mirada.

— Con este libro, su obra gana peso en relación con esa idea de que todo lo que ha escrito, de alguna forma, ha sido una carta al padre.

— Borges dijo una vez que el principal acontecimiento de su vida había sido descubrir la biblioteca de su padre, que le pareció maravillosa y él se introdujo en este mundo como en un descubrimiento del universo. A mí me pasó lo contrario. El hecho de que mi padre estuviera rodeado de libros me hizo sentir que era algo totalmente ajeno a mí. Repudié, digamos, ese mundo porque me pareció incomprensible y no tenía yo una vía de acceso a él. Después, mi papá se mudó de la casa con todos sus libros y solo mucho tiempo después entendí que los libros eran una vía de comunicación con él.

Entonces, yo lo que lo que pensaría que es el principal atributo que yo encontré en la literatura es el de transformar esa abstracción en una forma del afecto. Es decir, que lo que para el era el entendimiento, para mí podía ser una emoción, esperando siempre que hubiera un camino de regreso, porque la literatura trabaja con emociones y si yo trabajaba con emociones, él, que era una persona de la reflexión, probablemente podría sentirlas. Ese camino de ida y vuelta en donde él me daba la razón y yo le daba la emoción, y todo eso tratando de confluir a través de los libros.

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