“Este libro es un tributo a mi hija y una expresión desbordada y honesta de la experiencia que me tocó vivir. Una tragedia que me atravesó como un rayo y me dejó vacío. Me costó años asimilarla y de alguna manera sigo transitando el desierto, pero seguí viviendo”, escribe Benjamín Vicuña en su primer libro, Blanca, la niña que quería volar, en el que muestra su lado más vulnerable y reflexivo acerca de la pérdida de su primera hija.
Blanca fue su primera hija, que tuvo a los 26 años con la actriz modelo y conductora argentina Carolina “Pampita” Ardohain. En 2023, Blanca cumpliría 17 años. En este libro, que el actor presentará en la Feria del Libro de Buenos Aires el 4 y 5 de mayo, Vicuña plasma su dolor biográfico en un emotivo texto que no solo lo ayudó a procesar su dolor más grande sino que aspira a que pueda ayudar a padres y madres en situaciones similares.
“El duelo es un desafío que tenemos que enfrentar para no morir con lo que hemos perdido. Es el intento de ponerle palabras a un dolor mudo que lastima. Por eso celebro la llegada de Blanca, la niña que quería volar. Porque aquí aparecen esas palabras que, tal vez, Benjamín necesitaba para vivir a pesar de la muerte de su hija. Esa hija que ya nadie, ni siquiera la muerte, podrá arrancar de su recuerdo”, escribe el célebre psicólogo y autor argentino Gabriel Rolón en el prólogo.
¿Por qué decidió finalmente Vicuña, diez años después, escribir un libro al respecto? Explica el autor en Blanca, la niña que quería volar, editado por Planeta: “Espero que puedan servirle a alguien. Que quienes están atravesando una pérdida, sufriendo o acompañando un duelo, puedan encontrar algo de alivio y esperanza. Una pequeña luz en mitad del océano cuando no vemos la orilla”.
“Blanca, la niña que quería volar” (fragmento)
Nos enteramos de que estábamos embarazados de Blanca en Valparaíso. Carolina se hizo un test, y cuando me dijo que le había dado positivo, sin transición alguna, fue una alegría compartida, con ataques de risa y llanto incluidos.
Desde el primer momento nos lanzamos a esta aventura de ser padres, que es maravillosa, y tuvimos un embarazo muy bonito, que vivimos muy intensamente. Digo”vivimos”, porque doy fe de que uno como padre no necesariamente tiene que ser un invitado de piedra o un extranjero en la vivencia. Viví con Carolina codo a codo los vómitos y los mareos. Compartimos el antojo por comer pastas durante casi nueve meses y engordamos juntos, yo unos seis o siete kilos.
Fue un feliz proceso de autoconocimiento, de vértigo ante lo desconocido, ante ese misterio al que nos estábamos asomando.
Cuando se acercaba la fecha en la que estaba previsto el parto, le pedí a mi mamá que viniera a Chile. Ella vive parte del año en Inglaterra y me dijo que iba a viajar el 14 de mayo a la noche y que iba a llegar el 15, que es el día de su cumpleaños.
Me quejé: “Vieja, te vas a perder el nacimiento de tu nieta, mi primera hija”.
Pero tal como estaba previsto, mi mamá llegó el 15 y desde el aeropuerto, se fue directamente a la clínica. Ese día nació Blanca.
En el momento del parto, yo me quería meter dentro del cuerpo de mi mujer, me pegué a su oído y le decía: “Fuerza, mi amor. Vamos, tú puedes”. Pero ella lo único que quería era que por favor me callara porque tuvo un trabajo de parto muy largo, como de ocho horas.
De todos modos, fue un momento mágico. El cuarto se iluminó y apareció la vida, con ese llanto con el que arranca todo. Fue hermoso. Hermosa mi niña.
Ese 15 de mayo llovía. La cordillera estaba nevada y el aire limpio de esmog. Los budistas dicen que en los días de lluvia nacen las grandes cosas, los hitos. El nacimiento de Blanca sin duda fue un hito en nuestras vidas.
El regalo de tu nombre
Me conmovió tanto que nuestra hija naciera el día del cumpleaños de mi mamá, que quisimos hacerle un gran regalo y ponerle su nombre: Isabel. También porque la amo profundamente y porque ella había tenido un rol clave durante todo el embarazo. Pero mi mamá nos sugirió que le pusiéramos el nombre de su madre: Blanca.
Mi abuela materna fue una mujer muy especial, muy espiritual; muchos en mi familia le hemos pedido cosas porque es una especie de santa, que moviliza, y además nos pareció el nombre más lindo del mundo, así que no lo dudamos: nuestra niña se llamaría Blanca.
Cuando nació, yo tenía 26 años y había leído mucho sobre el apego, sobre esa primera instancia tan importante y natural. Sabía que el vínculo entre nuestra hija y su mamá ya existía, venía de nueve meses antes, pero yo quería entrar a escena pronto, vivir a fondo la paternidad, así que con Blanca tuve más apego que con ningún otro hijo. Hoy pienso que no solo fue porque era la primera, creo que había algo más.
Su nacimiento generó un gran revuelo mediático, llegaron periodistas de todas partes, pero yo no quería que le sacaran fotos, así que salimos de la clínica en helicóptero y nos fuimos a un campo de mi familia. Pese a todos esos cuidados, una semana después salió una foto de Blanca con parte de la placenta y con sangre en la tapa de una revista argentina. La habían tomado de noche, desde una escalera de emergencia, mientras nosotros estábamos viendo en un televisor la grabación del parto que había hecho mi prima Cecilia.
Eso me molestó profundamente, aunque una vez más superé el mal trance y disfruté mucho esos primeros días. Desde que mi niña tenía apenas una semana, la sacaba a pasear, caminaba con ella cerca de los caballos que tanto iban a gustarle.
La niña sabia
Esos fueron los primeros pasos en esta carrera de dormir mal, de los cólicos, de esta preocupación de la noche a la mañana, y sobre todo de ese amor eterno e incondicional por los hijos, que te toma por asalto.
Blanca era un bebé normal, pero como primerizos, todo nos sorprendía un poquito más. A mí no me gustaba que llorara ni medio minuto, pero los niños deben llorar. En esos casos, con Carolina teníamos ciertas pugnas de poder. Nos pasó también cuando seguimos una técnica que se llama “Duérmete niño” para que Blanca aprendiera a dormir en su cama y toda la noche. Había que dejarla llorar, y eso fue casi causal de separación.
Ahora con mis hijos soy una especie de abuelo-papá porque soy más permisivo, pero con esta primera hija tratamos de hacer todo bien, ser padres de manual en su máxima expresión.
Los seis años que compartimos fueron hermosos. Seis años con una niña de una dulzura y una belleza distinta, que además era muy cariñosa.
Más allá del final, de lo que sucedió, ella era realmente especial. Me lo siguen diciendo las mamás de sus compañeritas y quienes fueron sus amiguitas.
En su vida tan breve, por las circunstancias profesionales de su mamá y mías, Blanca viajó por todo el mundo. Tengo fotos de mi niña con todos los atardeceres y todos los colores posibles.
Con ella vivimos en España y allí fue a un colegio público pero de monjas, al que iban chicos de todas partes y que tenían situaciones familiares muy disímiles: hijos de personas trans, yonkis, del Opus Dei. Lo menciono solamente porque era una comunidad educativa muy diversa, y porque para ella fue una experiencia hermosa; era amiga de todos sus compañeritos y una niña feliz.
Blanca conoció Tahití, Francia, Marruecos, Inglaterra, Holanda, Estados Unidos, entre muchos otros países. El último viaje fue a México. Hay un video de esos días que subí a Instagram, en el que ella dice: “Quiero volar”. Después de lo que pasó, uno resignifica los acontecimientos, y ahora pienso que me estaba diciendo en la cara que quería volar. Que fue un anuncio.
No sé cuánto hay de cierto en eso de los mensajes. Es probable que uno después de una pérdida semejante trate de acomodar la historia buscando señales. Lo que sí sé es que ella durante sus seis años fue siempre tan amorosa y tan cariñosa, tan especial, que todo ese tiempo fue como una larga despedida. Era una niña sobreadaptada, una especie de sabia en un cuerpo de bebé, con una mirada de costado, como de soslayo, y una dulzura única.
Yo tenía fascinación con su pelo largo y ondulado, con sus rulos, esos rulos imposibles de olvidar. Amaba su piel, sus manitos y sus ojos, hacerle cariñitos en la nariz y llenarla de besos.
En la última Semana Santa nos fuimos a Uruguay. En la playa había un arco iris y ella corría para tratar de llegar adonde estaba, y por eso le puse “Mi niña arco iris”. También le encantaban los caballos, a los que les decía “toco-toco” por el ruido que hacen al caminar.
Tengo muchas fotos de Blanca en todos esos lugares y situaciones, y cada vez que las veo, no puedo evitar preguntarme: “¿Dónde estás? ¿Dónde está mi niña de atardeceres y amaneceres, mi niña arco iris, mi niña de mar?”.
Son preguntas gastadas, para las que ya no busco respuestas.
Esta fecha quedó grabada en mi memoria, en mi piel y en la piel de la gente que amo. Esta fecha fue definitivamente un antes y un después en nuestras vidas. Una fecha con la que jamás podré reconciliarme. Una fecha de mierda que eligió Dios para llevarse al primer gran amor de mi vida. Una fecha en la que ya nada me parece casual y en la que los septiembres grises cobran sentido.
Hoy, 8 de septiembre –no sabes lo que me cuesta escribirlo–, se cumplen diez años e intento cerrar un ciclo que comprende todos estos meses y todos estos años. Todas las cartas, poemas y referencias con fotos tuyas, hija querida, que te fui escribiendo como una relación epistolar con el cielo.
Hoy estás más acá que nunca, o yo estoy más allá.
Hoy mi casa está habitada por tu cara, tus fotos y tus recuerdos.
Hoy mis hijos, tus hermanos, te nombran con alegría (creo que hicimos las cosas bien).
Diez años que pasaron volando, como tú sigues volando cerca de nosotros.
Diez años que comenzaron con la rabia, la negación, la impotencia, más tarde la aceptación y luego la reconstrucción.
El mismo Dios que te llevó, nos sostuvo, nos cuidó, y hoy me regala vida, salud y nuevos desafíos. Jamás voy a terminar de entender el porqué, pero sí puedo mirar al fondo de mi alma y estar seguro de que nos acompañamos más que nunca, que estás.
Que el 8 sea el signo de la eternidad, elijo pensar que no es un mero azar.
En este ciclo, sin duda la amistad fue fundamental para poder salir de zonas oscuras y dolorosas. En lo personal, estos escritos, poemas abstractos y acciones que compartí públicamente, me hicieron bien, me ayudaron. Cada uno de los comentarios que recibí, fue como un silbido en medio de la niebla, como un cariño, un manto sagrado de protección y humanidad. Y eso, aunque parezca frívolo, me sirvió. Para empatizar, para tomar fuerzas, para transformarme inevitablemente en un pequeño referente de lucha y de dolor.
Aquí estoy, cerrando este ciclo y comenzando otros, embarcado en el proceso de escribir un libro, con mis limitaciones, con mi sensibilidad, con mis metáforas y mis carencias. Un libro que intentará sanar a muchas otras personas a las que, como a mí, una fecha les quedó marcada a fuego.
Quién es Benjamín Vicuña
♦ Nació en Santiago de Chile en 1978.
♦ Es actor de cine, teatro y televisión. Además, es empresario y escritor.
♦ Blanca, la niña que quería volar es su primer libro.
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