Y, entonces, este hombre que está frente a una taza de café y por el que siento admiración y afecto, al que conozco hace años —tal vez más de diez— y a quien entrevisté tantas veces —tal vez más de diez— y sin embargo cada una fue como la primera, y que usa una silla de ruedas que todavía tiene el ticket del aeropuerto, sonríe y me hace pensar en el tiempo que pasó y en aquella canción de Silvio Rodríguez que dice “que no es lo mismo / pero es igual”.
Martín Caparrós está en Buenos Aires para presentar en la Feria del Libro la “Biblioteca Caparrós”, que la editorial Penguin inicia con la reedición de catorce títulos, poco menos de la mitad de lo que ha publicado en una carrera de cuarenta años. El encuentro es el viernes 28 a las 19 en la sala Ernesto Sábato, acompañado por Cristian Alarcón. La Biblioteca Caparrós da la oportunidad de volver a leer Ansay o los infortunios de la gloria, su primera novela (de 1984), y también Valfierno, Sarmiento, las crónicas de Lacrónica, Larga distancia y La guerra moderna, la catedral genial que es El interior y esa carta exasperante que fue A quien corresponda, entre otros títulos.
Caparrós es el hombre que todo lo dice, pero hay en la colección una característica que se destaca por lo que calla: en ninguno de los libros se menciona el género. La literatura, para Caparrós, puede prescindir de etiquetas. En un punto, es un movimiento que recuerda a lo que Ricardo Piglia había hecho con la editorial Anagrama, cuando empezó a publicar las novelas y los ensayos críticos sin aclarar qué era cada uno. “Como siempre”, dice Caparrós, “hago tarde lo que Ricardo hizo mejor”. Y dice que sí, que la decisión fue consciente, y que tuvo varias discusiones con los editores sobre el tema. “Discutimos si había que separar los libros de ficción y de los de no ficción”, dice, “y yo me puse bastante firme en decir que no, que para mí todo eso era mi escritura, mi literatura —con perdón—”.
Caparrós suele pedir disculpas cuando dice ciertas palabras que sólo se pueden decir en mayúsculas. En esta entrevista va a pedir perdón cuando diga “literatura”, “identidad”, “izquierda”. Nunca le pregunté por qué. Si es porque cae en un lugar común o porque son continentes demasiado grandes y, por lo tanto, confusos. Yo creo que lo hace como una forma de invitar al otro a reírse de esas construcciones: para qué otra cosa están si no para reírse de ellas.
“Pero, bueno”, sigue, “más allá de esas tonterías, cuando se planteó una reedición que tiende a la integralidad de mis libros, insistí mucho en que no hubiera diferencias ni de colección ni de formato ni de nada. No creo que en la ficción y la no ficción haya una diferencia significativa en términos literarios más allá del pacto de lectura. En la no ficción yo le estoy diciendo al lector que todo lo que escribo lo hago pensando que es cierto, y en la no ficción ese pacto no existe”.
—¿Y en el lenguaje? Con los años que llevás en España, el español ibérico se filtra en tu lengua argentina. Pienso que, cuando te dieron el Premio Ortega y Gasset, hiciste el chiste de entrar con la silla porque no habías encontrado dónde aparcarla. Pero ¿cómo vivís esa tensión en el texto?
—Tengo bastante debate interno sobre este asunto. Yo hablo algunos idiomas y en cada uno trato de mejorar todo lo que puedo mi acento y, con mucho trabajo, copio el acento local. En cambio, en España nunca lo intenté porque me sentiría un poco payasesco. Al mismo tiempo, yo escribo en argentino; siempre pensé que ese era mi idioma. Pero después de diez años de estar en España, empecé a pensar que mi idioma ya no es solo el argentino. No quería hacer la gran Cortázar de hablar en un supuesto argentino; me parecía una mala solución. Mi idioma es el que hablo todos los días. No tengo que hacer ningún esfuerzo por mantenerlo. En muchos casos me sale argentino, pero digo “aparcar” porque donde vivo se aparca, no se estaciona. Y hablo de tú la mayor parte del tiempo. No me parece mal que mi idioma sea esa mezcla.
“Insistí mucho en que lo que había que hacer era buscar medios para terminar con el asistencialismo, que es lo que produce clientelismo, que es lo que produce… peronismo”.
—¿Cuánto influye el oído en tus crónicas? Finalmente, la porosidad de la lengua a la que hacés mención tiene que ver con el oído.
—Me importa mucho reproducir la música y las palabras de los que hablan, de la manera más fidedigna posible. Me parece que es un dato decisivo. Cuando leés lo que dijo alguien, es muy distinto si lo leés en su idioma o en una traducción periodística. Me pasa muchas veces que me traducen y me encuentro diciendo palabras que jamás habría dicho. Yo sé qué palabras digo y qué palabras no digo. Y es tan importante lo que se dice que cómo se lo dice. El oído es decisivo: yo trato de captar los matices de cada forma en el castellano. Y, después, con lo que yo escribo quizás sea hasta más decisivo, porque siempre estoy buscando la música de cada frase.
Un idioma para 400 millones de personas
Un mes atrás, Caparrós participó en el Congreso de la Lengua que se hizo en Cádiz. Cada tres años se hace una edición en distintas ciudades de América y España, donde se abordan diferentes temas en torno al idioma y la lengua. En la tercera edición, por ejemplo, se hizo en Rosario y allí fue donde Roberto Fontanarrosa dio aquel discurso sobre las malas palabras: “La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, ¿cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral?”.
No es para nada llamativo que sean los escritores —y no los académicos— quienes hagan los aportes más trascendentes en esta clase de encuentros. Este año, Caparrós propuso cambiar el nombre del idioma que hablamos en toda la región por ñamericano:
“En mi ponencia”, dice, “me sorprendía de que no supiéramos cómo se llama nuestro idioma. No sabemos si es castellano o español y, en cualquiera de los dos casos, ese nombre es el gentilicio de los que viven en el reino de España o de los que viven en la comunidad de Castilla. Quizás es hora de empezar a pensar un nombre para esa lengua que hablamos 400 y pico millones de personas, que no tiene sentido que se llame igual a un país ajeno”. En aquel encuentro, Caparrós propuso un nombre, aunque “seguramente habría propuestas mucho mejores”.
Ese mismo día, por la tarde, el diario La Vanguardia publicó una reseña de su participación y él linkeó la nota desde su cuenta de Twitter. Dos días después Arturo Pérez Reverte le respondió que, en lugar de ñamericano, hablara de gilipañol. “Y yo le contesté”, dice Caparrós, “que ese era el idioma en el que él escribía. Y eso salió en todos los diarios”. Caparrós se ríe una vez más y dice: “Yo había hecho un intento de reflexión seria sobre el idioma que hablamos y no le importó a nadie, pero cuando dos idiotas se trenzaron en Twitter, eso fue una gran noticia”.
Estoy a punto de decirle que lo primero que hice al ver los tuis fue escribirle a mi editora, pero entonces él dice: “Eso es un dato sobre el estado de nuestros medios”. En cambio le digo:
—Tengo la intuición de que la máxima aspiración de todos los escritores es intervenir la lengua con una palabra nueva, con una frase. Quizás esté muy influido por Borges. Pero ¿a eso apunta Ñamérica?
—Si eso sucediera, sería fantástico. Pero es demasiado. Borges, como el gran farsante que era, incluyó la palabra “borgiano”. Una palabra que él seguramente nunca escribió. En el caso de Ñamérica es demasiado. No tengo tanta ambición.
—Pero vos creaste varios neologismos. Me acuerdo, por ejemplo, que en Argentinismos hablabas de lagente a diferencia de el pueblo.
—Sí. Creo que el que fue más reproducido es “honestismo”. Lo he visto bastante. No es una palabra de la que esté especialmente orgulloso. Me parece bien para el concepto, pero es una palabra un poco boba. En el caso de lagente estaba claro que la dificultad había aparecido porque ya no se podía decir “pueblo” y nadie hubiera salido a decir “clase media”, porque quedaba peor. Entonces lagente era lo suficientemente ambiguo. Eso formaba un concepto y por eso lo junté como lagente. Me gusta cuando encuentro cosas como esas.
“Parece que ya no hubiera clase. Hay sectores, identidades, grupos, elecciones sexuales o culturales, y eso ha dejado totalmente fuera del juego la idea de clase”.
—¿Es tarea del escritor mirar la politicidad de cada palabra?
—Yo sigo creyendo en esa frase que decíamos casi en chiste, post Mayo Francés, que era “tout est dans tout et tout est politique”, todo está en todo y todo es político. No es la única mirada, posible, pero todo puede ser mirado a través del prisma de la política. Me parece que es una mirada productiva. Y una mirada bastante abandonada en estos tiempos.
—¿Por qué abandonada? La literatura argentina es básicamente política.
—Puede ser que la literatura argentina sea más política que otras. Yo digo que está abandonada, pero quizás no es la mirada política en sí, sino ciertos criterios o ciertas ideas de la política que me parecen decisivos y que últimamente no funcionan. El más obvio es la idea de clase: parece que ya no hubiera clase. Hay sectores, identidades, grupos, elecciones sexuales o culturales, y eso ha dejado totalmente fuera del juego la idea de clase.
Escribir en presente continuo
Durante algunos meses, Caparrós escribió unas columnas en el diario El país en las que se ocupaba —cómo no— del presente, pero con un artificio muy ingenioso, que era el de pensar que una historiadora de cien años en el futuro se ponía a estudiar nuestra actualidad. Ese juego le permitía hacer un análisis —un poco— más desapegado de la vida política, las relaciones, las redes, la tecnología. “El mundo entonces”, tal el nombre de la columna, dio mucho para hablar, y antes de fin de año saldrán en formato libro. “Estoy bastante contento porque la excusa de esta narrativa funcionó”, dice.
“Estoy pensando en algún amigo que me importe, que me haya peleado con la política. No recuerdo.”
En esas columnas, se ocupó con especial insistencia en la economía y las compañías trasnacionales. “Hay un retraso de la organización política con respecto a su organización económica”, dice, “y el sistema político es totalmente inadecuado para lidiar con corporaciones globales. Un ejemplo muy malo y muy obvio: hace tres semanas se fue de España una de las diez mayores empresas de obras, que se trasladó a Holanda porque tiene menos impuestos”.
—Es lo que acá pasa con las empresas que se van a Brasil y al Uruguay.
—Lo mismo. Y ahora el Estado español acaba de perder varios millones de dólares anuales, que no van a poder usar en educación, salud pública, en esas cosas que se supone que hacen los Estados.
—Nosotros, como ciudadanos, ¿qué nos perdemos de ese debate? Esta semana el dólar pegó un salto y nadie fue a quejarse con un banco o una corporación. Todos miramos al presidente, al ministro de Economía.
—Esa es la astucia de las organizaciones, que consiguen que miremos hacia los estamentos políticos que ya son arcaicos y que no tienen el poder de manejarlas. Consiguen que nos distraigamos con eso mientras ellos pueden hacer lo que quieran hacer, por las razones que sean. En el caso de la Argentina, yo creo que es híper complejo. No sabría decir cómo y quién gana qué y cuándo, pero sí me queda claro que esos poderes son mucho más decisivos que el Estado. Y, sin embargo, nosotros solo podemos pedirle cuentas al Estado.
—Esta es una opinión personal, pero yo creo que las corporaciones y la crisis económica hacen que se pierdan los derechos laborales.
—Yo escribí en El mundo entonces que el gran combate social de los próximos 90 años va a ser por ver quién se queda con el excedente de la tecnificación de la economía. Gracias a ese excedente se produce mucho más con mucha menos necesidad de mano de obra. La cosa va a ser una lucha social por la apropiación de ese excedente. Por ahora, parece que los dueños de esa tecnología fueran los que tienen el absoluto derecho a quedarse con ello. Pero como esa tecnología expulsa a cada vez más gente de la posibilidad de trabajar, va a llegar un momento en que, de algún modo, va a reclamar su parte del progreso técnico. La renta universal es un primer paso en ese camino. Pero todavía es bastante imperfecta.
—¿Cuál es el rol de la izquierda en todo este juego?
—No lo sé muy bien, pero me imagino que toda la identidad, toda la idiosincrasia de la izquierda se resume en conseguir una cosa muy simple: que todos tengan lo que necesitan y que nadie tenga demasiado más que lo que necesita. Es una forma moral de la economía. ¿Cuáles son las formas políticas para conseguirlo? No lo sé. Supongo que hay que ir construyéndolo, hay que ir encontrándolo. Pero, teniendo en cuenta esa meta que parece una obviedad, en muchos países la izquierda se ha dejado ganar por el aplauso fácil de defender a las víctimas. Justo estaba mandando un artículo ahora para El país sobre la idea de que todos tenemos que conseguir ser víctimas de algo, porque el que no es víctima de nada es sospechoso.
Caparrós se entusiasma con esa idea, pero prefiero omitir los detalles para no arruinar el artículo cuando salga. Hago un fast forward en la grabación hasta llegar a la parte en que volvemos a hablar de los libros de la Biblioteca Caparrós.
La máquina de escribir
Decía al comienzo que son catorce los títulos que se reeditan. Caparrós escribió más de treinta libros. Y a eso hay que sumarle las columnas de opinión, los ensayos para congresos, las participaciones en festivales, los correos, las crónicas, las siete u ocho novelas inéditas que esperan su turno. Caparrós es una máquina de escribir. “Escribo tres o cuatro horas, por día, todos los días”, dice.
—¿Podés escribir en tantos niveles el mismo día?
—Sí, pero no son tantos —dice, como restándose importancia—. A la mañana despacho mis columnas, los mails, las cosas. Y, a las dos y media, tres de la tarde, enciendo mi pipa y le dedico tres horas o cuatro horas de escritura al libro en el que estoy trabajando. Es el momento más placentero del día. Como tengo tanto para publicar y la editorial no puede sacar tanto mío por año, el resultado es que ya no escribo para publicar. Yo escribo, porque me siento más... Estoy de mejor humor cuando escribo. Hace dos días terminé de corregir una novela y ayer mi mujer me dijo: “Estás sin trabajo, ¡qué miedo!”. Ella sabe que no me gusta cuando no tengo nada que hacer.
Uno de sus libros tiene como acápite la famosa frase de Beckett: “Fracasar de nuevo. Fracasar mejor”. La idea del fracaso es para muchos escritores el verdadero motor de la escritura. Pero cómo opera en Caparrós, que es el autor que transmite la idea de ser el paradigma de la solvencia.
—Corrijo cada vez más —dice sorprendentemente—. Podría pensarse que es al revés, que con los años ya no necesito corregir, pero lo hago cada vez más porque me da placer encontrar esa palabra que va un poquito mejor que otra. Me pasa con las columnas para El País, que, como las tengo que entregar catorce días antes de su publicación, no tienen ninguna posibilidad de ser actuales y entonces las puedo hacer mucho antes. Podría escribirlas seis meses antes. En general tengo varias escritas y todas las mañanas, mientras me tomó el café, las voy corrigiendo. Bioy me dijo una vez que cuando empezaba la mañana de trabajo, escribía un soneto. Yo no puedo escribir un soneto, pero sí corrijo una columna.
—¿La política te hizo pelear con muchos amigos?
—No, no con muchos. Estoy pensando en algún amigo que me importe, que me haya peleado con la política. No recuerdo.
—En el prólogo de Argentinismos hablás de una pelea con un amigo.
—Era… —dice el nombre—, pero un tiempo después nos vinos y nos dimos un abrazo.
Uno podría pensar que Caparrós, que, parafraseando a Nabokov, siempre tiene opiniones contundentes, se rige en la vida con esa vara intransigente, pero es mucho más abierto al contrapunto y a la diferencia. En estos días, por ejemplo, está preparando algo con Miguel Rep. “Me da mucho gusto porque nos conocemos hace cuarenta años y me da mucho gusto trabajar”, dice, “pero también porque él está muy identificado con el kirchnerismo y yo claramente no”. Lo que están haciendo es la vida de José Hernández, pero con una vuelta de tuerca: es una biografía contada —payada— por Martín Fierro.
La mesa del hambre
Este es el último año de Alberto Fernández como presidente; Caparrós estuvo presente en el primero. En diciembre de 2019, fue convocado para integrar el Consejo contra el hambre. Fue uno de los sesenta representantes que se sentaron a pensar cómo resolver los problemas de un país acechado por la pobreza. Además de Caparrós y Fernández, estuvieron, entre otros, Marcelo Tinelli, Estela de Carlotto, Chiche Duhalde, monseñor Tissera (Cáritas).
—Mi decepción —dice— fue que no tuvo ninguna continuidad. Estuve en el lanzamiento y nunca más supe de eso, nunca más me llamaron. En ese lanzamiento me pidieron que hablara, cosa que no me había imaginado, e insistí mucho en que lo que había que hacer era buscar medios para terminar con el asistencialismo, que es lo que produce clientelismo, que es lo que produce… peronismo. Eso ahí no lo dije. Y, sin embargo, la única medida que tomaron fue una medida absolutamente asistencial. De todas maneras, no me llamaron nunca más.
—Si alguna vez te convocaran a participar en otro consejo como este, ¿irías?
—Si me invitaran veinte veces, iría veinte veces. Yo pasé muchos años trabajando sobre el tema e incluso propuse distintas formas de encararlo. Si un presidente que acaba de asumir dice que va a hacer una campaña nacional contra el hambre y me propone participar, yo voy. No tengo ninguna excusa posible para no hacerlo. Me lo siguen reprochando, sobre todo en las redes. Gente que nunca en su vida hizo nada para ayudar a nadie me reprocha que yo sí haya intentado hacerlo. Me equivoqué. Pero me equivoqué porque estaba haciendo algo que uno no puede no hacer.
En la Feria
Hora: 19
Martín Caparrós: Presentación de la obra del autor.
Participan: Martín Caparrós y Cristian Alarcón.
Sala: Ernesto Sábato
Pabellón: Pabellón Azul
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