“No debe haber relación más compleja y emotiva que la que se desarrolla con los años entre los seres nacidos del mismo vientre. Nadie es más igual, a la vez que pocos pueden llegar a ser tan diferentes”, escribe el novelista Ariel Magnus en la contratapa de Persiguiendo a Yosef, primera novela del director argentino Fernando Milsztajn, que escribió o colaboró en los guiones de series como División Palermo, El presidente, Un año sin nosotros, Gorda y El sueño del pibe.
Persiguiendo a Yosef arranca con Facundo, el narrador, en medio de un aeropuerto, donde espera a su hermano mayor, Lucas. Cuando este aparece entre la muchedumbre, Facundo casi no lo reconoce con su traje y su sombrero negro: “¡Se hizo judío!”, exclama al verlo de cerca. Pero, a sabiendas de que su hermano es un “mentiroso compulsivo”, no tarda en comprender que no era más que una de sus estafas: traía escondidas cincuenta tarjetas de memoria y “se había disfrazado de judío ortodoxo pensando que de esa manera tendría menos chances de ser revisado en la aduana”.
Pero esa no sería la última vez que Facundo vería a su hermano con esa vestimenta: “Cinco años después viajé a los Estados Unidos por su casamiento. Y una vez más lo vi vestido con el traje y el sombrero negro. Pero ya no era un disfraz. Esta vez, era en serio. (...) Él había conseguido la Green Card casándose con Helen, la misma mujer de la que luego se divorció para ahora, cuatro años después, volver a casarse. Pero esta vez la boda era por amor. O por religión, no estaba seguro”.
Persiguiendo a Yosef, editada por Notanpuan, es una tragicomedia existencialista que va desde Nueva York a Miami y Buenos Aires, siempre dentro de la comunidad judía, a la que se describe con humor, sensibilidad e irreverencia. A través de los años, las estafas, el dolor que los une y la fe que los separa, este vínculo tóxico, aunque muy afectivo, bordeará los extremos de la locura en una novela que se lee con ritmo de serie y que lleva con éxito, de la pantalla al papel, la creatividad de Fernando Milsztajn.
Así empieza “Persiguiendo a Yosef”
La primera vez que vi a mi hermano Lucas de traje negro fue en el aeropuerto. Él venía de visita desde los Estados Unidos y fuimos a recibirlo con Saúl, mi papá. Todos los pasajeros de su vuelo habían salido, menos él, y cada vez que se abría la puerta automática yo asomaba la cabeza para buscarlo entre la gente que pasaba por la aduana. Entonces lo vi. Estaba más gordo, de espaldas, vestido con el traje y el sombrero negro. Se lo señalé a Saúl cuando salió el siguiente pasajero.
—Allá, discutiendo con los policías, ¿lo ves? ¡Se hizo judío!
—¡Ese no es él! Si nunca le interesó la religión…
Papá no quiso creer, pero fuimos afilando la vista y aquel hombre indignado ante los agentes de aduana se parecía demasiado a mi hermano mayor. Cuando salieron los pasajeros del siguiente vuelo lo perdimos entre hombres de negocios, parejas de jubilados y mochileros que se entrecruzaban con los brazos en alto saludando a sus familiares. Tuve que subirme a la baranda metálica para rastrearlo por encima de la multitud, hasta que en una imagen fugaz llegué a verlo de frente, caminando hacia nosotros a paso acelerado. El traje le quedaba grande, llevaba una camisa blanca, barba de unos meses y la cara pálida.
—¿Tenés plata? –fue lo primero que dijo. —¿Qué hacés así? ¿Te hiciste ortodoxo? — Lucas no me miró, esperaba la respuesta de Saúl.
—¿Cuánto necesitás?
—Dos mil dólares.
Papá soltó una carcajada. Ya lo conocía demasiado bien, pero Lucas igual lograba sorprenderlo. Era como si, con cada nuevo problema, él quisiera recuperar la atención total de la familia. Esa ilusión de sentirse el centro del mundo se había terminado con el nacimiento de Carla. Ella le había arrebatado sus privilegios de hijo único para siempre. Yo soy Facundo, el más chico de los tres. Tal vez para honrar el rol de hermano menor tengo una estatura apenas superior al metro y medio, una inocencia que roza la ingenuidad y la perpetua curiosidad de un niño ante el funcionamiento del mundo y las personas que lo habitan. En especial por Lucas, mi hermano mayor. Siempre sentí adicción por sus novedades, y ahora mismo necesitaba saber las razones detrás de su traje negro, de su cara pálida y de los dos mil dólares que pedía con desesperación. Pero mis reiteradas preguntas no parecían alcanzarlo. Lucas no reconocía mi presencia, tenía la vista clavada en Saúl.
—¿En el banco no tenés dólares? Podés ir al cajero —insistió.
—Explicame primero qué hacés vestido así.
Esta vez Lucas había escondido cincuenta memorias de cámaras fotográficas en los bolsillos internos de su traje para revenderlas en la Argentina y amortizar así el pasaje de su vuelo. Y se había disfrazado de judío ortodoxo pensando que de esa manera tendría menos chances de ser revisado en la aduana. Pero su plan había fallado y ahora necesitaba pagar los impuestos para recuperar la mercadería. Eran apenas unos dos mil dólares.
Cinco años después viajé a los Estados Unidos por su casamiento. Y una vez más lo vi vestido con el traje y el sombrero negro. Pero ya no era un disfraz. Esta vez, era en serio.
Los barbas
En la aduana la transpiración me pegaba la ropa a la piel. Todos los extranjeros esperábamos impacientes a que nos aceptaran. La aceptación era algo que había buscado durante toda mi vida, pero esta vez era un país entero el que definiría si yo pertenecía, o no. Estados Unidos es de esas personas creídas que miran de arriba abajo al candidato y no tienen mayor problema en romperles el alma, darse vuelta y seguir conversando con su grupo de amigos.
Dos meses atrás, en Buenos Aires, la empleada de la embajada me había negado la visa sin siquiera revisar los papeles que había reunido para convencerlos de que yo no era un pobre inmigrante en busca de una oportunidad. Después de ver mi indignación ella lo reconsideró, pero fue una decisión espontánea, basada en mi aspecto y actitud. ¿Vas a volver?, me preguntó, y rápido de reflejos le aseguré que sí, obviando el hecho de que mi hermano llevaba diez años faltando a esa promesa.
Tampoco convenía mencionar que Lucas se dedicaba al tráfico ilegal de mercadería electrónica. Él había conseguido la Green Card casándose con Helen, la misma mujer de la que luego se divorció para ahora, cuatro años después, volver a casarse. Pero esta vez la boda era por amor. O por religión, no estaba seguro. Todo iba a salir bien. Solo tenía que practicar ejercicios de respiración para que no me temblaran las manos al mentir en Migraciones. Nunca supe mentir bien. Especialmente a mí mismo. En eso mi hermano contaba con ventaja, porque para vender una mentira primero uno tiene que creerla.
Los trabajadores de la aduana miraban atentamente el pasaporte, los ojos y las intenciones de cada visitante, reiterando las preguntas para estudiar muecas, jugar con la ansiedad y lograr que los sospechosos se delataran. Solo éramos turistas que veníamos a consumir, justo como nos habían enseñado. Ellos usaban guantes de látex para prevenirse de algún virus mortal, aunque por cómo nos observaban parecía que los guantes habían sido exigidos tras un reclamo gremial. No querían tocar a los extranjeros que pretendían entrar a su maravilloso país. Parecían gente triste, solitaria, rara. Era injusto que consiguieran esta clase de respeto con solo ponerse el uniforme, con lo difícil que nos resultaba a todos los demás.
Sentirme especial era un mal hábito de hijo menor que arrastraba desde la infancia. Cuando crecí eso no volvió a suceder naturalmente. Todavía ahora, con treinta años, tenía que esforzarme por generar ese brillo en la mirada de los demás. Algunos logran sentirse especiales porque Dios cree en ellos o porque ellos creen en Dios, lo que suceda primero. Hace unos años Lucas había cambiado su nombre a Yosef para transformarse en una de esas personas. Yo con Dios tenía una relación algo distante. Era como un amigo por interés al que solo llamaba cuando necesitaba algo. Next? Antes de que el agente levantara la vista ya estaba plantado con mis valijas frente a él.
El inspector era un hombre con anteojos de oficinista y hoyuelos a los costados de su sonrisa. No comprendía cómo alguien podía ser tan amable a las seis de la mañana. ¿Realmente disfrutaba de su trabajo? De pronto sentí que le debía una disculpa por haberlo odiado en silencio a él y a todos sus compañeros de trabajo durante los últimos cuarenta minutos. Yo era mejor que esto. Esperar es una de esas cosas que alteran mi promedio de calidez humana. A eso se agregaba el haber pasado una noche entera pensando que iba a morir. No había sido fácil dormir en un tubo de metal que pesa toneladas y de alguna manera se mantiene suspendido en el aire. Ya me costaba bastante despertar contento un día normal, era de esperarse cierto malhumor si sentía que podía ser el último. Nunca entendí a la gente que despierta feliz. Deben tener sueños mediocres. Preferir la realidad parece absurdo.
—¿Y usted a qué se dedica, Facundo?
—Soy periodista.
Esa mentira me salió natural. Ya había dejado el periodismo para ser artista, pero todavía me avergonzaba decirlo en voz alta. Cuando el agente por fin selló mi pasaporte tuve que hacer un esfuerzo por no correr hacia mi libertad. En Migraciones hay que comportarse como al salir de un negocio del que robaste algo. Despacio, con confianza, pensando en otra cosa.
Brooklyn es un barrio amigable, con grandes casas de familia construidas con ladrillos de un rojo intenso. Rodeé una de ellas arrastrando mi valija hasta encontrar la llave que mi hermano había dejado escondida sobre el marco de la puerta trasera. Bajé las escaleras hacia el sótano y avancé con cuidado entre sillas dadas vuelta, ropa colgada, un colchón viejo contra la pared y el sillón de cuero, víctima de gatos salvajes. Parecía que un tornado había pasado por este oscuro pasillo. Golpeé al azar una de las cinco puertas y me abrió un joven de barba ahuecada, con algunos pelos colorados sueltos, como alambres de cobre clavados en su cara. Llevaba puesto un traje demasiado grande, tal vez heredado de algún tío, y me estudiaba en silencio. Él también era ortodoxo.
—¿Conocés a Lucas? Se cambió el nombre a Yosef en realidad. ¿Vos tenés dos nombres o naciste con el traje y la barba y todo? Yo soy Facundo, sin segundo nombre, siempre Facundo.
Negó con la cabeza, retrocedió lentamente y cerró la puerta sin emitir palabra. Yo pensaba que los obligaban a ser amables, como a los Testigos de Jehová. Mejor así, porque si charlábamos podía darle respuestas equivocadas. Conociendo a mi hermano, algo de todo esto debía ser ilegal.
Quién es Fernando Milsztajn
♦ Nació en Argentina en 1981.
♦ Es escritor, guionista, director y periodista.
♦ Participó en series como División Palermo, No sé qué, Un año sin nosotros, Bambalinas deportivas, Kaselman e hijo, Gorda y Punto de quiebre.
♦ Recibió galardones como el Primer Premio en el RojasFest4, cuatro premios en el Bawebfest, dos en el Festival Internacional de Cine de Valencia y el Gran Premio del Jurado en el Berlin Webfest, además de ser nominado al Martín Fierro de Cable.
Seguir leyendo: