A Beatriz Guido (Rosario, 1922 - Madrid,1988) le gustaba espiar por el ojo de la cerradura. Siempre ocultó sus orígenes plebeyos: nieta de un inmigrante italiano, era hija de Ángel Guido, rector de la Universidad del Litoral durante el primer peronismo y uno de los creadores del Monumento a la Bandera en Rosario; y de Berta Eirin, actriz uruguaya que abandonó el teatro por el matrimonio, pero siguió representando historias de degollados para su hija.
Su casa era un desfile de artistas e intelectuales argentinos y de otros países, desde Leopoldo Lugones a Diego Rivera, Gabriela Mistral o David Alfaro Siqueiros. Beatriz fue aspiracional y construyó un personaje de ficción (ella misma) que acompañó a su literatura, rica y profusa. Fue cuentista, novelista y guionista, gestora cultural antes de que existiera como profesión, y llegó a ser una de las escritoras más exitosas de su generación, junto con Silvina Bullrich y Marta Lynch, con quienes compitió. Ayudó a escritores jóvenes a lanzarse. Entre ellos, a un principiante Ricardo Piglia.
Guido trabajó con su segundo marido (antes había estado casada con un abogado, Julio Gottheil), el cineasta Leopoldo Torre Nilsson, “Babsy”, escribiendo los guiones de gran parte de su producción fílmica. Uno de ellos, precisamente El ojo de la cerradura, que dio origen a la película El ojo que espía (1964), hace referencia a la actitud del protagonista, Martín, que espía a los vecinos del Hotel Castelar, y sospecha de un golpe militar.
Fue incluido en el volumen de cuentos Piedra libre (Galerna, 1976). El relato que da el nombre al libro narra una historia de amor desgraciado en una estancia de nombre paradigmático en la literatura argentina: “Las Amalias” (nombre de las mujeres que la habitan). El cuento se interna en el reino de lo sobrenatural (tal vez un resabio de las historias que representaba su madre, en un interesante cruce de géneros, donde rige el enigma) y mutó en una película protagonizada por Marilina Ross, Juan José Camero, Luisina Brando y Mecha Ortiz.
Piedra libre fue un fracaso comercial, golpe “real” mediante: el censor Miguel Paulino Tato, el “señor Tijeras” de Charly García, ya desde antes de la dictadura, estuvo obsesionado con Torre Nilsson y su producción de fuerte contenido social y político. Y erótico. Algunas de las novelas que “Babsy” adaptó fueron La casa del ángel (premio Emecé 1954), Fin de fiesta y La mano en la trampa.
Él murió en 1978 y ella lo sobrevivió diez años. Los hijos de Torre Nilsson no quisieron que fuera enterrada junto a él. Había sido nombrada agregada cultural en Madrid por el gobierno de Alfonsín en 1984, año en que recibió el Premio Konex. Cuando todos volvían, ella se iba.
Este año, a raíz del 35º aniversario de su muerte, el sello editorial Sudamericana reeditó el clásico best-seller El incendio y las vísperas, un libro que superó los 200 mil ejemplares de ventas y que exuda antiperonismo (curioso, siendo Leonardo Favio actor fetiche de Torre Nilsson), pero que al mismo tiempo hace estallar las contradicciones de una clase alta en decadencia que Guido conoció muy bien, desde adentro, y a la que perteneció. Y que espió por ese espacio con cabida para un solo ojo.
La novela empieza con el regreso de Sofía Pradere, integrante de una familia aristocrática a la cual el gobierno de Juan Domingo Perón está a punto de expropiar una estancia de 30.000 hectáreas en una zona rica de la provincia de Buenos Aires. “Todo el mundo quiere visitar Bagatelle” será una frase leitmotiv en el libro, que acerca la novela al Combray de Proust de En busca del tiempo perdido o al Moby Dick de Herman Melville, porque Bagatelle representa aquello que está a punto de perderse y que se extraña, en la Argentina del primer peronismo, desde la mirada de una clase que se siente amenazada.
Para evitarlo, tienen que transar. La estrategia es que Alejandro Pradere, el pater familiae, se convierta en funcionario del gobierno que detestan, o sea, que cometa una traición inevitable: aceptar el cargo de embajador en Montevideo.
En su vuelta a la casa en Bagatelle, luego de describir con minucia los objetos que denotan la clase a la que pertenece la familia, Sofía se encuentra con Antola (quizás el mejor personaje de la novela), la vieja sirvienta que la mujer detesta, que conoce todos los secretos familiares y teje, araña, desde el fondo de la tela; un opuesto al vínculo que se establece en las novelas (y en la vida) de otra contemporánea, Silvina Ocampo. Un personaje central en la trama, y al mismo tiempo, un clásico de la literatura que describe las vidas de las clases altas de todos los tiempos.
Las tensiones entre los personajes de la novela se condensan en el vínculo interclases de Inés Pradere, la hija, con Pablo Alcobendas, descendiente del líder anarquista Severino Di Giovanni, que retoma la dicotomía civilización y barbarie a través de un hecho fundante en la literatura y en la historia argentina: la violación de un joven culto y de izquierda por parte del aparato represivo del Estado. Como en El matadero, de Esteban Echeverría, como en las cárceles de la dictadura, solo que aquí el gobierno es el de Perón. Un diálogo de Pablo con su madre sobre Inés dice mucho:
“-¿Esa muchacha? -indaga la madre,...
-Esa muchacha -responde Pablo con rabia irrefrenable -es la hija de nuestro embajador en el Uruguay, peronista, vendido, puto… perdón.
Se sorprendió de haber insultado delante de ellas. Ni siquiera lo había hecho al referirse a Perón.
-No es nada, Pablo; de vez en cuando hace bien. Además, no hay palabra más terrible ni más inmunda que nombrarlos por su propio nombre. Nombrarlos es ya un insulto. ¿Cómo se llama?
-Pradere.
-Ah Pradere. -Ellas han oído hablar de su feudo. Las largas siestas del verano deslizan entre sus manos alguna revista de sociales, algún rotograbado de La Nación”.
Podrían ser un Romeo y Julieta de familias enfrentadas por el origen y la ideología, pero los une un profundo odio a Perón y al peronismo, ese otro contra el cual se espejan. La novela profundiza en un hecho real: las huelgas de ferroviarios del gremio La Fraternidad, un episodio que se cuenta con nombres reales y que, según denuncia la novela, terminó en episodios de cárcel, tortura y desaparición entre 1950 y 1951. A la vez, la obra “denuncia” la destrucción del palacio del Jockey Club de calle Florida en abril de 1953, la culminación de una serie de atentados que comenzó con bombas contra Perón mientras daba un discurso.
Así se va armando una trama enmarañada y a veces confusa, como si la confusión fuera un elemento central y una construcción necesaria para representar a un país. Incluso en la escritura, en los diálogos y en una alternancia de tiempos verbales constante, entre presente y pasado, que de algún modo se explican en un diálogo entre Alejandro Pradere y su hijo José Luis, que responde: “Acontecido, acontecer, por acontecer. Todo es lo mismo ahora”.
La novela empieza un aniversario del 17 de octubre del 45, ya en la década siguiente. Gira en torno al día más simbólico del peronismo. Fue editada por primera vez en 1964 por editorial Losada, y ya entonces anticipa la violencia que se iba a espiralar hacia fines de los 60.
La política deja entrar también al sexo de modos sutiles y entrelazados, como en una escena en la que Inés se masturba: “No se resigna a reemplazar otras manos por las suyas, ni por otras manos, ni por otras formas de bocas; recorrer el cuerpo con su mano le parecía tan vergonzante como el pacto que todos acababan de sellar con Perón: su padre, su hermano y su madre, ellos”. Perón se mete en la cama.
Beatriz Guido recibió ataques del peronismo y del ala intelectual de izquierda, desde Arturo Jauretche, que la calificó de “tilinga” y “medio pelo”, a Beatriz Sarlo, que en un artículo en Los libros de 1970 criticó su actitud fisgona: “Beatriz Guido puede escribir porque espía y porque es cómplice... Espiar es también una forma de complicidad propia de una clase, equivale a mostrar con inocencia: ellos son así (nosotros, los que nos adscribimos, también)”.
Ella se defendía: “El día que Jauretche no me critique, voy a estar muerta”, declaró. O defendía las acusaciones de frivolidad con argumentos de vanguardia: “Presenciar un desfile de modas es un hecho cultural como asistir a un partido de fútbol. Me gustaría que placeres de este tipo, tanto como las frivolidades, estuvieran al alcance de todas las clases sociales”.
En cambio, fue recordada con cariño por personalidades del cine que trabajaron con ella, como Manuel Antín, que llegó a dirigir su novela La invitación en 1982 y que cuenta una anécdota divertida en la que “Beatriz invitaba a sus amigos a su casa y los espiaba por el ojo de la cerradura a ver qué hacían”, hasta que una pareja tapó con algodón el pequeño agujero y ella se quedó con una larga hebra en la mano.
Así lo cuenta Cristina Mucci en un libro que reúne las biografías de las tres autoras del boom local de la década del 60: Las olvidadas (Sudamericana), rico en testimonios de personas cercanas. El capítulo dedicado a Guido es “Divina Beatrice”, que comienza con un epígrafe cínico de la propia biografiada:
“¿Quién me llama mentirosa cuando yo solo fabulo? Nunca mentí en el oficio y en la vida jamás en provecho propio: solo corrijo lo que la realidad tiene de falso”. (No por nada la biografía que le dedica Elsa Osorio se titula Beatriz Guido. Mentir la verdad).
El testimonio de Angélica Gorodischer, también escritora rosarina, alimenta la infancia y adolescencia de Beatriz en Rosario, sus intentos como concertista antes de su mudanza a Buenos Aires, donde probó estudiar en Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, pero dejó al poco tiempo (el griego le resultaba difícil, aburrido). Aunque satelitó el ambiente universitario en los bares de la calle Viamonte, donde conoció a Sabato, Mujica Lainez, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Algunos de esos vínculos (y otros) reconoció haberlos aprovechado para hacer lobby en los concursos literarios, ya sea como participante o jurado.
En 1966, en una entrevista para la revista Confirmado, Beatriz dijo que era “amiga de todos los jurados”. “Los concursos son tremendos. A mí me premiaron por amiguismo y cuando yo fui jurado también premié a mis amigos. Lo más grave es que, por ayudar a mis amigos, que eran escritores menores, dejé pasar un libro de Cortázar sin premiar”, contó. Mentirosa, pero capaz de decir verdades que pocos se animan.
“Mintió hasta el momento de morir”, le dijo Graciela Borges, protagonista de Fin de fiesta, a Mucci. “‘En cinco minutos estoy perfecta’, le dijo a Consuelo, y se murió”.
Irreverente. Mentirosa. Fabuladora. Exagerada. Contradictoria. Apasionada. Constructora de su propia imagen distorsionada (qué imagen no la es). Tejedora de lazos (una araña de dedos finos). Exitosa. Consciente de sus privilegios de clase. Usurpadora. Es posible adjetivar a Beatriz Guido hasta el cansancio. Hay otro camino que la trasciende y nos trasciende: leerla, espiarla a ella por el ojo de la cerradura.
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