Me preguntan qué ha significado el libro en mi vida y mi memoria se abre como un abanico. Quizás por cada libro leído podría dar una respuesta particular. Me acerco a un espejo y no sé si en la mujer que veo se distingue la huella de los libros recorridos desde esos cinco años con los que empecé a leer: la de aquellos leídos y releídos con fruición, la de los buscados largamente como tesoros, la de los que abandoné a medio camino, la de los que aún a aguardan a ser abiertos junto al velador de mi cama. Me pregunto qué ser distinto sería yo sin esos libros. Posiblemente tendría la misma cara, pero sin duda no tendría la misma mirada, ni las palabras con las que hablo y escribo dulcemente, rabiosamente, fervientemente o en honda calma.
Los libros me han multiplicado la vida. Cada uno ha sido una ventana para divisar otros mundos, otros tiempos, otras perspectivas y puntos de vista. Muchos han significado puertas para mirar dentro de mí misma y cuestionar mis sentidos de identidad y pertenencia, mis sentimientos y certezas. Hay libros que me han impulsado a salir de mi entorno y explorar otros lugares, otros idiomas, otras realidades descritas o insinuadas en sus páginas.
Me veo en insomnios buscados, o deseando que un viaje en autobús o metro se extienda, tratando de exprimir las horas para descubrir qué acontecerá en las historias que estoy devorando, y a la vez deteniéndome cada tanto para saborear unas líneas, o para dejarme estremecer por algunas escenas. Me veo también preocupada porque no me falten lápices para marcar —un comentario, un asterisco, un corchete— en los márgenes de las frases que me cautiven o despierten interrogantes. Es un afán, quizás pretencioso, por dejar mi pequeña huella y entrometerme en esa trama.
Escribir literatura también me ha permitido multiplicarme, tanto al investigar sobre los escenarios y temáticas que pretendo abordar, como en esos momentos de delirio creativo donde todo ese mundo llamado real se detiene, incluso se esfuma, para que los personajes de ficción, con sus diálogos y disquisiciones, cobren una vida que se filtra e infiltra radicalmente en una misma, al punto que a veces terminan formando parte de mí o trastocando lo que soy.
En 1999 conocí a una anciana española que por sus convicciones republicanas había padecido múltiples opresiones y prohibiciones durante la dictadura franquista. Me contó cómo en esas oscuras décadas se las arreglaba para acceder a los libros prohibidos que de manera clandestina llegaban a España desde Argentina y México. Ella, Carlota Agulló, dijo: “Si yo no hubiera podido leer en esa época, me hubiera muerto”. Me sigue emocionando recordar esas palabras. Entonces entendí que la pasión por los libros significa también una pasión por la libertad, un acto de resistencia. Un pasaje a la vida. Atesoro un libro de Cortázar que ella me regaló, Todos los fuegos el fuego, no porque sea una de sus primeras ediciones, sino porque está bastante desgastado y contiene algunas marcas, fruto seguramente de las varias veces que Carlota lo leyó, lo degustó, lo llevó consigo. Cuando nos apasionamos así por un libro, su devenir nos regala otras historias que sumamos a nuestra memoria.
En efecto, los libros nos multiplican la vida.
*Karina Pacheco Medrano ganó el Premio Nacional de Literatura 2022 en Perú por su novela El año del viento.