“¿Qué tiene el Sacro Imperio Romano Germánico para ofrecer a Nos, Luis XIV, Rey de Francia por designio divino?”, le pregunta el soberano al filósofo alemán Gottfried Leibniz en el nuevo libro del argentino Daniel Guebel, El Rey y el filósofo. Recién llegado a Francia con una misión puntual, el célebre intelectual le responde: “Vengo a presentar un plan para que su Francia conquiste Egipto”.
Un siglo y medio antes de la invasión napoleónica de Egipto de 1798, hubo un intento de conquista francesa de ese territorio promovido por el Imperio Romano Germánico, del que Leibniz era embajador en Francia. Esta trama no secreta pero sí olvidada es la que impulsa la narración de El Rey y el filósofo, editado por Random House.
Ese juego diplomático, que Guebel plasma con maestría en su nueva novela, sería determinante para el destino tanto de Oriente como de Occidente y cambiaría el mundo para siempre. No por nada durante el reinado de Luis XIV -el más largo de la historia, con 72 años y 110 días, seguido por el de la recientemente fallecida Isabel II del Reino Unido- Francia se consolidó como el país más poderoso de Europa.
“El Rey y el filósofo” (fragmento)
Diario de Johann Georg von Eckhart
Luz, luz que explota y se derrama, luz que rebota en los espejos y se multiplica. Uno tiene que taparse los ojos, hacer celdillas entre los dedos-barrotes para separar lo que es carne de lo que es éter encendido. Y allí, al fondo, como una mancha negra, la pequeña estructura escalonada en la que se apoya el trono sobre el que se sienta Él para mostrarse alto. Luz y distancia y sol que ciega. Para verlo mejor hay que permanecer inclinado, la cabeza contra el pecho, haciendo sombra con el ala del sombrero. Pero ante Luis XIV, ¿cómo estar cubierto?
El señor Leibniz se inclina, alza la vista y aprovecha para mirarlo, ya que el cuerpo del Rey le tapa la luz directa. Luego barre el suelo con el sombrero y permanece en silencio como marca el protocolo. Yo estoy tres pasos detrás de mi amo y no llego a divisar el rostro de Su Majestad, aunque lo conocí en los retratos de Le Brun que pueblan las galerías de Versalles. Frente amplia y abovedada, ojos algo hundidos en la grasa, cejas depiladas, mejillas rechonchas, orejas lobunas perdidas bajo la peluca, bigote ralo, mirada perspicaz.
El Rey permanece quieto en imitación de una de sus estatuas, como si dijera: “Admírenme a gusto”. No sopla brisa ni vuela una mosca. Saltan pulgas, pero Él, impertérrito. Tal vez el Altísimo lo sustraiga de los padecimientos del resto de la humanidad. Lo miramos de arriba abajo. Sombrero rojo de fieltro y seda, copa baja, alas blancas y redondas, adornado con plumas de faisán o de aves del Paraíso (no soy ducho en ornitología).
Camisa abullonada de encaje con cuello de banda caída sobre la que se superponen el jabot y la corbata-moño, chaqueta corta de ligero terciopelo azul, estampado con flores de lis. Tahalí cruzándole el pecho desde el hombro izquierdo y cayendo sobre la cintura, cargando un espadín que apenas sirve para cortarse las uñas que lleva largas para rasgar la piel de los embutidos y la cáscara de las frutas. Pantalones hasta la rodilla, con pliegues tan abundantes que parecen falda, adornados con cintas de colores vivos; medias rosadas que enfundan sus pantorrillas; zapatos rojos de seda, decorados con lirios y forrados de tafetán, con taco elevado y moño mariposa. En la mano, un bastón de marfil con empuñadura de oro.
Mi amo repite su inclinación. El Rey pasa la lengua por sus labios y le dice:
—Querido maestro del pensamiento: sea usted bienvenido a mi humilde morada, que aún no terminé de refaccionar. Entre las excusas que interponen mis albañiles y la natural pereza de los negros traídos de mis colonias, a veces creo que la obra no terminará nunca… En fin. Mil disculpas por haberlo hecho esperar un poco. Pero, la verdad sea dicha, nada bueno sale de un apuro. Lo bueno cuaja y crece en la demora. Además, confieso, confieso que estaba en duda, la dulce duda que corroe el alma. “¿Qué hago con mi ilustre visitante?”, me decía. “¿Dónde lo recibo? ¡Es el mismísimo Gottfried Wilhelm Leibniz, a quien se le atribuye ser el autor de la teoría de la armonía preestablecida! Si lo atiendo en el Salón de Apolo, ¿sentirá que lo trato como a un embajador ordinario? Si, por el contrario, nos encontramos en los Grandes Aposentos o nos encerramos en el Apartamento Real, ¿creerá que intento sugerir una cercanía que aún no existe, una falsa intimidad?”.
La vacilación es mi cáncer, la sonrisa amistosa mi curación. Por eso finalmente caímos en la Galería de los Espejos. Donde al menos habrá tenido la oportunidad de contemplarse en cuerpo entero y enteramente multiplicado. El hombre es la medida del mundo y el mundo es la desmesura de Dios, que yo represento. Pero ya hablaremos de eso… Quiero decir, de Dios, de sus planes y de nuestro papel en el diseño celeste.
Ahora quería decirle… Pero antes, una pregunta: esa cosita esmirriada que lo acompaña, tirando a jorobada y con aspecto de renacuajo que se esconde bajo el título de Conde, si me permite el desvaído juego de palabras, ¿es su asistente y escriba y criado? Me dijeron su nombre, pero no se moleste en recordármelo. Odio la rigidez consonántica, mi estilo sólo se complace en la curva y el almíbar sonoro donde la lengua se derrama. Bien. Quería pedir, entonces, disculpas. Disculparme por no dirigirle la palabra en latín y por descartar el bárbaro y filosóficamente inculto alemán… Aprovecharé su presencia para practicar el idioma castellano de Ruy Díaz de Vivar, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Miguel de Cervantes Saavedra, Alonso Fernández de Avellaneda y Lope de Vega Carpio, y de mi querida esposa y real consorte, la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV de España. Y de paso silabearé mi estado de ánimo: estoy de-ses-pe-ra-do —dijo el Rey.
—¿Puedo preguntarle a Su Majestad el motivo de su de…? —empezó mi amo y fue interrumpido:
—¿Mi motivo? ¡Hombre, hostia, joder! ¡Tengo decenas, cientos de motivos! ¡Mi vida es un follón perpetuo! Entre las guerras, las conspiraciones, los gastos, mi madre, su amante el cardenal Mazarino, mi esposa, mis amantes, mi hermano Felipe de Orleans, los novios de mi hermano, mis hijos, los hijos de mi hermano, mis ministros, Versalles, el pueblo francés que tanto me ama… ¿Le parece poco? ¿Usted cómo me ve? Me importan las primeras impresiones. ¿Me tiene por un simple hombre de talento o por alguien verdaderamente genial? El talento es lento y aburrido y supone un trabajo constante: se lo dejo a mis lacayos. El genio, en cambio, tiene todos los pliegues y relieves, es veloz como el relámpago. Si usted cometiera el espantoso error de no creerme hombre de genio, al menos tenga a bien considerarme supremamente interesante. Aunque “considerar” no es la palabra correcta. Tampoco “evaluar”, porque ¿quién podría situarse a mi altura? Menos aún usaría la palabra “estimar”. Prefiero el empleo de términos como “deslumbramiento”, “devoción”, “sumisión” o “terror”. No podemos hablar sino de los usos y abusos del lenguaje. ¿De qué otra cosa, si no? Y, ¿qué piensa? No conteste de inmediato. Medite bien su respuesta antes de ofrecérnosla. Y entretanto vamos al grano. Dígalo. Concisamente. ¿Qué tiene el Sacro Imperio Romano Germánico para ofrecer a Nos, Luis XIV, Rey de Francia por designio divino? —dijo el Rey.
—Vengo a presentar un plan para que su Francia conquiste Egipto —dijo mi amo. Pasaron algunos segundos. Demasiados. El señor Leibniz se vio en la obligación de agregar—: El plan lleva por nombre Consilium Aegyptiacum o “Proyecto de Expedición a Egipto”.
—Egipto… Egipto… ¿No queda un poco lejos? —suspiró al fin el Rey, como si ya sufriera las fatigas del viaje. Después, su pintura de labios se curvó en una sonrisa socarrona, el jugueteo de la falsa indiferencia.
Quién es Daniel Guebel
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1956.
♦ Es escritor, guionista y periodista.
♦ Escribió libros como La perla del emperador, El terrorista, La vida por Perón, Las mujeres que amé, El hijo judío y El sacrificio.
♦ Recibió galardones como el Premio Emecé de novela, el Premio Literario Academia Argentina de Letras, el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires.
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