Con motivo de la FILBo 2023: un registro de una primera lectura de Fernando Vallejo

En ‘La conjura contra Porky’ un Fernando Vallejo se mata en la Basílica Metropolitana de Medellín, la más grande del mundo construida en ladrillo cocido. El escritor hablará en la Feria Internacional del libro de Bogotá este viernes 21 de abril, sobre su última novela y la desaparición del Estado

Fernando Vallejo en el metro de Medellín, Colombia. Foto: CAMILO ROZO/EL PAÍS.

A Fernando Vallejo llegué con “La conjura contra Porky”, su último libro. Por años, leerlo fue algo que se fue posponiendo sin ninguna razón, aparte de la pereza, que abrazo con fervor. Bueno, no es que no haya leído nada de Vallejo, que alguna que otra cosa, a lo mejor, sí; lo he escuchado, tal vez, más veces, en varias Ferias del libro en Bogotá, o en algún video en el que lee y dice cosas —que nunca son simples cosas— en alguna parte del mundo. Pero a los libros de Vallejo llegué por una razón, que están leyendo y que más que una reseña —faltaba más— es el registro de una primera lectura.

Digo que no es una reseña, porque no termino de entender qué es una reseña. No termino de entender muchas cosas y no tengo ideas profundas sobre nada —esto se lo robo a un borracho—, solo leo de vez en cuando. Lo advierto desde ya, para evitarnos amarguras. Me lo advierto, a ver si puedo comenzar esto. Este registro de una primera lectura.

4 de abril

En “La conjura contra Porky” un Vallejo se mata en la Basílica Metropolitana de Medellín, la más grande del mundo construida en ladrillo cocido. Esto es lo primero, después una guerra nuclear apagó el sol. El fin del mundo. Un tiro en la sien y con eso la última cachetada al mundo, murió en su ley, «morí en mi ley como había vivido: negándolas todas». Se mató en una iglesia, en la construida en barro cocido más grande del mundo. Se mató escuchando a Cuco Sánchez. Su cadáver se enfría y mientras llegan las autoridades —¿cuáles? Algunas. Cualquiera, un fiscal— la gente se apiña para verlo.

El papel es muy grueso. No es una nimiedad, un lindo detalle. La portada la hizo Aníbal Vallejo, sobrino de Vallejo. Alguna vez lo entrevisté, en otra vida. Su trabajo mezcla lo textil, el diseño, la pintura y el dibujo. Bueno, ahora es que sea otro Aníbal Vallejo, un homónimo; no creo tener tanta suerte.

Las primeras páginas fueron un golpe. El mismo disparo con el que se mató. «De noche no sale el sol», el epígrafe de Cuco Sánchez. Después el suicidio de este Vallejo, que desencadena un periplo por las obsesiones, del Vallejo que escribe, regodeándose en cosas que ya ha dicho. «En cada instante soy distinto al que fui y al que seré», y también son distintas las cosas que dice, así parezcan las mismas. Se repite, no para aclarar, porque no le interesa aclarar, se repite porque no hay otra opción, porque las obsesiones son así.

Es un flujo, es un río. Su prosa es una fuerza de la naturaleza. Es inevitable. Arrasa con todo. «Soy el átomo primigenio del Big Bang, en mí concentro toda la materia, tanto la oscura como la bariónica», escribe, después de confesar que estaba destinado a ser papa, pero que se negó ese destino, pues «Papa es cualquier pelotudo, cualquier Bergoglio. Lo que quería ser y fui, y en este instante soy, un santo».

Vallejo, ya muerto, fluye en el tiempo, habla con Vélez, viejo amigo suyo, que apareció en Las bolas de Cavendish. Habla de Brusca, su compañera, su perra mexicana, dice que cuenta el tiempo según llegan las cuentas y se le dañan las cosas en la casa. Culpa a Porky, «la gran desgracia de Colombia es él». O ellos, como aclara, «Porky Gaviria, Porky Samper, Porky Pastrana, Porky Uribe, Porky Santos y Porky Porky».

Delenda est Porky, debe destruirse a Porky, propone Vallejo, y con sus doce apóstoles promete borrar de la faz de la tierra el Palacio de Nariño (la casa presidencial colombiana), con su inquilino Porky, dejándolo a ras. La conjura contra Porky.

Levantaron el cadáver y cierro el libro.

La conjura de Porky es la última novela de Fernando Vallejo. El escritor estará en la FILBo 2023 el 21 de abril. Cortesía.

5 y 6 de abril

El cadáver de Vallejo se lo llevaron, envuelto en una cobija roja, a un crematorio «violando la Constitución como quería». Explica su participación en la conjura contra Porky, que más que pedir su muerte, que sería una bendición, propone «castigar con una buena paliza en las nalgas y la confiscación de sus bienes a cuantos Porkys haya y resulten». El plan queda por concretarse.

Vallejo escribe sobre el espaciotiempo, esas «marihuanadas einstenianas», de los telescopios y una noticia que vio en un diario antioqueño: el choque frontal de dos galaxias, que le antoja una «tremebunda galactomaquia universal». Escribe sobre el tiempo y la luz, la simultaneidad del pasado y el presente, como lo es él.

«Medir no es entender», le advierte a Vélez y recuerda que «Newton no fue sino un filósofo metido a geómetra y a físico». Vélez muere y es un nombre más en la libreta en la que anota muertos. Habla con Alexa, ese aparato que contesta preguntas. Discute con ella, la pone a prueba. La confunde con la Parca y le dice que hasta que no muera Brusca no se mata, y que ella vendrá por él solo cuando él quiera.

Las memorias del Vallejo que se mató se entretejen. Va y viene. Una visita a la casa del barrio Boston, la casa de la infancia, el desayuno, chocolate, almuerzo, sancocho, frijoles de cena, el Juan Bosco, el colegio del Sufragio, los curas. Vuelve al tiempo, el pasado, que es lo único que se puede ver del cosmos. «El presente es el del astrónomo, un chorro fugitivo, y como el del común mortal, inapresable».

Habla con un fantasma que, desde la galaxia Rueda de Carro, que lo mira en la franja de los rayos X, y que le dice que lo ve en «presente pasado o en un pasado presente». «¿Y vos quién sos? No me digás ahora que Dios», le contesta. «Tené mucho cuidado por donde andás, güevón, no te vayas a quemar la cola con un cuásar», pero cuidado debe tener de no cortarse un dedo y después no poder activar el gatillo en la iglesia construida en ladrillo cocido más grande del mundo.

Solo quedan unas treinta páginas. Son 139. El papel es tan grueso que parece que fueran más; pesan, como pesan las palabras de Vallejo.

20 de abril

Entre el último día y este: rumiar la lectura, volver a libro. Repasar páginas, fragmentos. Dormir pensando en la prosa de Vallejo, en la limpieza y la contundencia, la precisión; intentar frases, tomar notas, revisar una y otra. Releerlo entre el sueño y la vigilia, leo en la madrugada, cierro los ojos unos segundos y estoy en otra página. Regreso un par de páginas, como en trance, rezando. Despierto y leo de nuevo, Vallejo dice lo mismo siempre, se repite, y repito lo que repiten. «En cada instante soy distinto al que fui y al que seré», escribe Vallejo, que no se repite, reitera cosas que ya ha dicho, tal vez las dice porque acá, en Colombia, siempre hay que repetir las mismas cosas, insistir. Eso lo dice Beatriz González de su trabajo.

Vallejo insiste en ideas que lo obsesionan, que lo persiguen, vuelve a Einstein, «el tetramarihuano», le enrostra su impostura —que, según leí, Vallejo advirtió en Manualito de imposturología física y en Las bolas de Cavendish; que tenga o no razón, no importa, él la tiene, así no la tenga—, se despacha contra Bill Gates e insiste en la invención de la pandemia, insiste en el pecado de la procreación, de la multiplicación, despotrica de Dios, de la Biblia, de Colombia y de los colombianos.

Despotrica de todos, de todo, porque de todo se puede despotricar. Es cantaletoso y blasfemo, renovándose en «el sublime arte de la blasfemia». Vallejo es dios en la tierra, y su palabra es la verdad. Su verdad. Una verdad que se destila en un fragmentario «yo», que se entrega al lector en un soliloquio fúnebre. Yo, por lo pronto, quedé envenenado, enviciado, sediento, arrepintiéndome, también, de no haber llegado a Vallejo antes. Empiezo por el final, como esa gente ansiosa que revisa la última página del libro al abrirlo por primera vez, y ahora voy para el inicio, y desde hace días me perdí en Los días azules.

El escritor hablará en la FILBo 2023 el 21 de abril. Cortesía.

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