Borges pensó qué sería de sus cosas cuando muriera y lo dijo en un poema

Tras la muerte de su viuda, María Kodama, en marzo, se entabló una discusión sobre la herencia del escritor. En versos escritos en 1969, el autor pensó en sus cosas y en qué iba a pasar cuando muriera. Aquí, los esos versos.

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Jorge Luis Borges tenía un
Jorge Luis Borges tenía un poema sobre las cosas.

Desde que, el 26 de marzo, murió María Kodama -la viuda, heredera y albacea de Jorge Luis Borges- hubo una incógnita con qué pasará con sus bienes y con el manejo de su obra. La viuda había dicho que estaba “todo arreglado” pero pocos días después de su muerte el abogado Fernando Soto anunció que no se había encontrado testamento y, entonces, se abría una causa por “sucesión vacante”.

Enseguida, sin embargo, se conoció que no era tan vacante la sucesión. Kodama tenía cinco sobrinos, hijos de su hermano Jorge, que se presentaron a la Justicia para ser reconocidos como herederos. Si sigue sin aparecer ninguna última voluntad de la viuda, los sobrinos Kodama quedarán a cargo de la obra del mayor escritor argentino.

¿Qué diría Borges? ¿Qué pensaba el escritor de las cosas que quedan cuando uno muere?

Hay un poema en que Borges habla de esto. Está incluido en Elogio de la sombra, un libro que el autor publicó en 1969. Se llama, justamente, Las cosas.

En 1969 Jorge Luis Borges cumplía 70 años. Tal vez haya sido eso, la edad -quién sabría que iba a vivir hasta los 86- lo que lo hizo pensar en la muerte y en todo lo que lo rodeaba. Ya estaba ciego y, claro, la ceguera no es un dato menor. La primera “cosa” que nombra Borges es el bastón. El bastón, como quien viene de la calle, las monedas, como quien mete la mano en el bolsillo, y el llavero, lo que saca de ese bolsillo. De ahí en más estaremos en el interior de la casa.

“El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en el relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector; simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí en Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas”, escribía Borges en el prólogo de ese libro.

Tal vez con algo de esto tenga que ver la violeta que -en el poema- está guardada en un libro y es homenaje de una tarde que debía ser inolvidable... pero ya se olvidó.

La tumba de Jorge Luis
La tumba de Jorge Luis Borges.

Tal vez de algo de esto hable ese “rojo espejo occidental”. Un espejo que mira a Occidente, por donde el Sol se pone, pero en el que arde una aurora que, no puede ser de otra manera, es “ilusoria”. Borges, que ya no ve el rojo ni el espejo ni nada, sabe también que escribe desde América, un continente al que Occidente -la cultura occidental- le queda.. al este. Una ilusoria aurora, un Occidente espejado y, de alguna forma, invertido.

Tal vez con ese espíritu escribió Las cosas, un poema en el que construye el mundo a su alrededor y se hace cargo de una realidad: si él parte, cuando él parta, las cosas estarán ahí. No habló de testamentos ni de jueces, no habló de escrituras ni de albaceas, pero sí quedó claro en esas líneas cuánto de ese hombre se configuraba a través de las cosas que había elegido. Como si fueran pistas de un identikit: un poco de bastón, un espejo, un tablero. Reúnanse esos elementos con un toque de arte: ahí está Jorge Luis Borges.

El poema, sin embargo, no sólo es un retrato sino que apunta hacia la muerte. ¿Qué será de estas cosas cuando este hombre no esté? La respuesta de Borges, como siempre, sorprende. No piensa en las personas que reciben, que administran, que preservan o maltratan las cosas. Piensa en las cosas. Mejor, léanlo.

Las cosas

El bastón, las monedas, el llavero,

la dócil cerradura, las tardías

notas que no leerán los pocos días

que me quedan, los naipes y el tablero,

un libro y en sus páginas la ajada

violeta, monumento de una tarde

sin duda inolvidable y ya olvidada,

el rojo espejo occidental en que arde

una ilusoria aurora. ¿Cuántas cosas,

limas, umbrales, atlas, copas, clavos,

nos sirven como tácitos esclavos,

ciegas y extrañamente sigilosas!

Durarán más allá de nuestro olvido;

no sabrán nunca que nos hemos ido.

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