¿En qué momento surge el mercado del arte tal como lo conocemos? Para Petra Chu, autora de El hombre más arrogante de Francia. Gustave Courbet y el siglo XIX, el origen puede rastrearse en la frustración del artista frente al recurrente rechazo de su obra en el Salón de París, por entonces el órgano oficial de consagración, que lo lleva a perseguir nuevas estrategias de notoriedad y ventas.
Courbet lidera un grupo de artistas que organiza exhibiciones paralelas (y cercanas geográficamente) al Salón, para aprovechar su concurrencia masiva y su publicidad. En el camino construyen una nueva imagen pública, la del artista como “figura excepcional”, y promocionan nuevas opiniones que escuchar y nuevos modos de vender ligados a la aparición de marchands y otros mediadores, que cambian la escena para siempre.
Del valor del arte y del modo en que ese valor se construye trata ¿Cuánto vale el arte? Mercado, especulación y cultura de la celebridad, el ensayo de la alemana Isabelle Graw (1962) que aquí publicó Mardulce con excelente traducción de Cecilia Pavón y Claudio Iglesias. Graw es profesora de teoría estética e historia del arte, y dirige una célebre revista de crítica. Con claridad conceptual aborda en este ensayo temas complejos y opacos no sólo para novatos: en dónde reside el valor del arte y quién lo determina, y cómo se construye el precio.
Las obras de arte valen porque son únicas. Únicas en su manufactura (incluso aquellas en las que existe más de un ejemplar, como la fotografía o la escultura, en la medida en que la cantidad de copias sea conocida y escasa), y únicas en cuanto a su objetivo: la de producir visualidad y significado. Graw le concede a la obra de arte una naturaleza paradójica: por un lado, es una mercancía; por otro, es portadora de contenido simbólico, es un bien cultural, es un objeto con dimensión espiritual.
Esto la constituye en una mercancía distinta de todas las otras, si bien está inscripta en condiciones de mercado específicas, como todos lo estamos de un modo u otro. “El acto de equilibrismo que despliega la obra de arte entre su precio y su carácter ‘invaluable’ es la matriz de doble juego de aquellos que niegan el mercado y al mismo tiempo lo alimentan”.
El valor de estos objetos se construye de modo relacional: se necesita de una audiencia que decodifique su “potencial epistemológico”, que opere de receptor de su discurso en el contexto, que no sólo juzgue su dimensión material sino su capacidad de provocar emoción colectiva, ya que allí reside la especificidad del trabajo artístico. Graw describe el entramado complejo de actores que intervienen en la creación de valor, las reflexiones críticas que hacen los mismos artistas sobre este proceso, y las instancias en que estos objetos son vendidos, rematados, donados y, a veces, destruidos.
Se llama mercado del arte a una multiplicidad de mercados que tienen criterios y normas de evaluación que le son propias: el mercado de arte comercial primario de galerías, artistas y coleccionistas, y el secundario de dealers y casas de subastas; el mercado de instituciones (museos, fundaciones); el mercado del conocimiento (la academia, los críticos, las publicaciones especializadas); las grandes exhibiciones (bienales como la de Venecia, San Pablo, Documenta), y las grandes ferias, como Artbasel y Frieze, adonde se concentran cada vez más las ventas de las galerías.
Estos circuitos se superponen, creando un mercado en red con rituales, juegos de lenguaje, leyes tácitas y acuerdos personales que convierten al mercado en autoridad normativa, en un “tribunal económico permanente”, ya que en el campo del arte el capital simbólico puede (aunque no siempre ocurra) transformarse en capital económico. El sistema se retroalimenta proveyendo nuevas mercancías, nuevos espacios de promoción, y nuevas oportunidades de celebridad que no sólo involucran al artista sino al coleccionista, que “goza con la sensación de poseer los sentimientos del artista, incluso su persona y su vida”.
Con la dinámica específica del mercado como tema, y con calidad dispar, algunos artistas hacen obra. Es el caso de Damien Hirst (Reino Unido, 1965), que optó por ir directo al mercado secundario llevando a remate en la casa Sotheby’s una calavera de platino incrustada en diamantes valuada en 100 millones de dólares. El artista explicó que sólo la materia prima costaba la mitad de la obra, en un gesto que pone de relieve su valor material (aunque la obra resultó floja en materia de valor simbólico, ya que no ofrece una vuelta de tuerca sobre los clásicos vánitas barrocos, esto es, la calavera como instrumento de reflexión sobre la vacuidad de la vida).
Más interesante es la obra del italiano Piero Manzoni (1933-1963), Mierda de artista. Manzoni puso a la venta 90 latas firmadas que contenían su propio excremento por el valor de una onza (alrededor de 30 gramos) de oro cada una. Las latas a precio fijo son a la vez una mercancía (un objeto, además, industrial), y una obra de arte por ser un producto único de autor único. Literal, ya que una parte de él puede encontrarse en la lata, que de todos modos nadie abre porque arruinaría la obra.
He aquí claridad conceptual, sentido del humor, timing exacto para escandalizar y construir el propio mito. Por supuesto, el mercado absorbe esta novedad y la convierte en dinero. La última lata que salió a remate fue pagada casi 300 mil dólares. El misterio sobre su contenido perdura.
El sistema también se regula por mecanismos de inclusión y exclusión. Las revistas de moda y estilo de vida promueven la imagen de un mundo de fiestas, ambientes elegantes, personajes excéntricos y sofisticación cultural. El marketing del glamour y del encuentro social es tenido muy en cuenta en las ferias con las previews y fiestas y recepciones exclusivas para coleccionistas VIPs y, en algunos casos, con el First Choice, algo así como el super VIP.
Pero los coleccionistas son mucho más que gente glamorosa de gira permanente: sus adquisiciones generan en el resto de los compradores una identificación con sus deseos y elecciones, por lo que son actores privilegiados de un negocio que no está regulado contractualmente y que “…recuerda a los ritos de intercambio en las sociedades arcaicas”. Las fiestas, reuniones e inauguraciones podrían decodificarse, de este modo, como oportunidades para enterarse de y hacer correr información, aplaudir, morigerar críticas o guardar neutralidad hacia la muestra que la precede.
En esta lógica, los galeristas tienden a vender obras no al mejor postor sino a aquel con el que consideran que las obras estarán “en buenas manos”. Las galerías suelen bajar sus precios para ingresar a sus artistas a ciertas colecciones o instituciones, lo cual les será útil como argumento de venta para futuros compradores.
Muchas veces los coleccionistas también se encuentran entre los compradores de instituciones, ya que suelen ser miembros de sus directorios, y comparten con curadores e historiadores del arte las decisiones de compra: “El mundo del arte es una economía basada en el conocimiento en la que ambos privilegios (el privilegio de saber más y el privilegio de tener más dinero) tradicionalmente compiten uno con otro”. En esa tensión y en esa retroalimentación se hacen las compras y, claro, se deciden las donaciones de grandes colecciones al patrimonio público.
El mercado globalizado que describe Isabelle Graw está en constante expansión, aunque no es ajeno a las recurrentes crisis económicas internacionales. Si bien comprar arte es un acto de buena fe, ya que no hay certeza de su valor futuro, ciertas obras que ya pertenecen a la historia del arte son compradas como reserva de valor. En este circuito de expansión constante, nuevas miradas y nuevos actores son admitidos. Los mercados nacionales y emergentes, como México, Brasil, y, recientemente, algunos países africanos, crecen junto con sus economías y sus primeros compradores son locales.
¿Y por casa cómo andamos? El mercado del arte en Argentina puede ser descripto en términos bastante parecidos. Hay buenos artistas, hay galerías y coleccionistas; hay mercado secundario de subastas; hay instituciones y expertos; hay ferias locales, y algunas de nuestras galerías, con gran esfuerzo, participan en ferias internacionales.
Pero el mercado es muy pequeño, y le cuesta mucho producir y conservar valor. En parte debido a la crisis económica, que hace que todos los activos locales se deprecien, en parte por el estado de ánimo general, en parte porque los museos y otras instituciones no compran y por lo tanto no arbitran, y los compradores, que son pocos, lo hacen envueltos en un aura de misterio y de opacidad que va mucho más allá del precio que pagan por las obras.
Lo cierto es que el mercado del arte argentino no despega. No lo ayuda la legislación que regula lo que no debe y no regula lo que sí; tampoco que los artistas produzcan muchas veces de manera errática por falta de fondos. Y, lo mismo que en el resto del mundo, son relativamente pocos los que acceden a ser representados por una galería. Hay mucho para trabajar en el ecosistema del arte en nuestro país. Pero esa es otra historia.
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