El creciente fenómeno de cancelación en torno al arte y la literatura llevado adelante por usuarios de redes, funcionarios e instituciones en todo el mundo -pedidos de quita de libros de bibliotecas, la reedición de clásicos por parte de pulpos editoriales según ideas inclusivas de época, o destrozos y despidos por enseñar desnudos en el arte o exhibir piezas donde la otredad se percibe ofensiva y amenazante- son analizadas por actores culturales como Diana Wechsler, directora artística de Bienalsur, Feda Baeza, responsable del Palais de Glace, el escritor Juan José Becerra y Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes.
Hasta qué punto es posible recuperar una obra si se pretende un correlato coincidente con la vida del autor o si hoy se les está exigiendo al arte y la literatura una moralidad son algunas de las cuestiones abordadas, en tiempos en que muchas demandas sociales, desde las más progresistas a las más recalcitrantes, parecieran reaccionar a ideas sobre lo escandaloso, lo inaceptable y el buen decir, saltando una instancia de debate crítico que eluda los ‘reaccionarismos’ propios de la post verdad. Muchas de las demandas, pero no todas, y esa es la trampa.
Están las discusiones generadas en este 50 aniversario de la muerte de Pablo Picasso (1881-1973), artista universal sindicado misógino y padre abandónico, respecto a la representatividad que debiera tener en los museos; y está la profesora acusada de pornógrafa por enseñar el “David”, célebre escultura renacentista de Miguel Ángel, obligada a renunciar de la escuela estadounidense donde daba esa clase a chicos de 11 y 12 años, y premiada en Florencia, Italia, por haber dado esa clase.
“Todas las ideas son flexibles, incluso reversibles. Están para ser deseadas. Imponer ideas es una actividad policial -dice a Télam Juan José Becerra-. Si quienes las sostienen son Inflexibles, las ideas derivan en leyes naturales en el peor sentido religioso. Tengo el presentimiento de que si el vehículo de una idea progresista es una persona inflexible, entonces tendremos como resultado una conducta fascista, de la que la idea que la impulsó tendrá una importancia secundaria, o nula. En los hechos, lo que ocurre no es que se sostiene una idea sino que se ejerce censura ‘blanca’ sobre las demás”.
Por otra parte, “es una postura extendida confundir o mezclar los juicios de valor sobre las obras de arte con la biografía de sus autores, principalmente con acciones que tuvieron que ver con la ética o la moral de los artistas -advierte Andrés Duprat-. Las obras de arte pertenecen al universo simbólico y no deberían ser juzgadas en los mismos términos que las personas”, remarca sobre los casos, “numerosos” a su entender, “en que se intenta ejercer sobre obras del pasado una especie de cancelación o censura en nombre de la corrección política, en base a la idiosincrasia y los puntos de vista actuales”, obras “plásticas, literarias y audiovisuales” enumera, “que a pesar del paso del tiempo, nos siguen interpelando”.
Los ejemplos se amontonan: conglomerados editoriales mainstream internacionales incorporan “lectores sensibles” para ser advertidos de presuntas ofensas contra presuntos lectores. En Penguin Random House reeditaron las aventuras de James Bond para “omitir referencias raciales” eliminando la palabra “negro” o Charlie y la fábrica de chocolate y Matilda, de Roald Dahl, donde se eliminaron términos como “gordo” y “feo” en las descripciones físicas de los personajes. Los Diez negritos del título de la novela Agatha Christie fueron traducidos como Y no quedo ninguno en la última reedición booket de Planeta España.
“Modificar la historia y las obras, adecuarlas al gusto contemporáneo, descontextualizarlas y deformarlas para que resulten aceptables a los parámetros actuales es una mutilación peligrosa que habilita a que, en el futuro, nuestra propia historia y nuestras obras sean objeto de manipulaciones y cancelaciones a partir de inciertos parámetros que hoy, por supuesto, desconocemos”, dice Duprat.
“Hay que decir también que la vida deja marcas en las obras -señala Feda Baeza-, y ese es el punto a tener en cuenta, no son dos cuestiones plenamente separadas, hay algo de la ideología o sentido común de ‘tode’ ‘autore’ o ‘pintore’ o artista en general que queda marcado y expresado en su trabajo y eso es una cuestión a pensar. Picasso es un artista importante del siglo XX, eso no es posible negarlo, pero su iconografía e imaginario -que correspondía a un sentido común machista, como lo ha tenido gran parte de los artistas varones del siglo XX- es parte de la Historia, la Historia de la Cultura y la Historia del Arte”.
“Está bueno entender que ciertas figuras están muy involucradas en las corrientes ideológicas de su momento -dice Baeza- y que eso deja marcas en las obras. Lo cual no significa que no puedan exhibirse en un museo, lo interesante es tener una perspectiva crítica con respecto a estas figuraciones presentes, insisto, en la superficie de las obras”.
Para Diana Wechsler, “las políticas de cancelación en el ámbito cultural son particularmente discutibles por numerosas razones, entre otras, las de la dimensión histórica en que la obra fue realizada y las de la diferencia cultural”.
“Cabe preguntarse cuál es la distancia entre mandar un cuadro a depósito porque no cumple con lo que hoy se entiende por corrección y establecer la noción de arte degenerado. Si se cancela, se oculta, se niega y se obtura un debate que podría iluminar el presente, se anula. Mantener por ejemplo en pie monumentos como el de Roca permite ver en su superficie latir las polémicas, quizás más que otros, siempre intervenido con bombas de pintura roja y grafitis”, postula la historiadora, curadora, docente y académica.
Hubo situaciones como la de marzo pasado en Mendoza, cuando unas 50 personas dañaron una muestra de la Universidad de Cuyo, “8M Manifiestos Visuales”, que la Pastoral Social mendocina había cuestionado por ejercer “violencia simbólica sobre signos religiosos cristianos”. O la de hace dos semanas en ciudad de Buenos Aires, que terminó con la renuncia de la gerenta de Museos porteños, Victoria Otero, cinco días después de la viralización del video de un ciudadano indignado -mostrando un minuto y medio de los 45 que duró la performance “Barroco furioso” en el Museo Fernández Blanco-, con actores haciendo movimientos en ropa interior y un texto que incluía la palabra “pija”.
El escándalo de alcance internacional -la noticia se replicó en diarios como El país de España- no logró de los funcionarios a los que responde el área mas que un comunicado informando la renuncia de Otero donde decía: “no avalamos ni promovemos esta clase de espectáculos”, “reiteramos un sincero pedido de disculpas a los asistentes” y prometían “redefinir responsabilidades” de una forma sobre la que aún no han dado especificaciones. La pregunta que surge es, ¿afecta la exigencia de una moral en el arte a las posibilidades de representación?
“El debate no es si una obra de arte tiene moralidad o no -dice Baeza-, tiene que ver con una discusión sobre los efectos de mayor o menor violencia que las imágenes en general producen. Eso no significa no mostrarlas, sino tener un discurso crítico sobre ellas. Violencia significa, volviendo al caso de Picasso: figuraciones femeninas que sólo inciden como objeto de la mirada o la contemplación de un otro que generalmente se define varón, representación que estructura una tipificación, un estereotipo, de lo que se trata es de pensar qué está presente en la superficie de las obras con una mirada crítica”.
Yendo al debate de qué exhibir o no en los museos, “también hay que pensar que la Historia del arte, afortunadamente, en los últimos 20 años nos ha mostrado que hay muchas Historias del arte, muchas representaciones todavía para ver, colectivos y comunidades que no han sido suficientemente representadas”, apunta Baeza.
“Es interesante que ‘les’ artistas ‘clásiques’ se mantengan, que se exhiban con miradas críticas que también hablen de cómo es su pertenencia a la Historia cultural y, simultáneamente, ampliar ese corpus, esas miradas, presentar otros recorridos, que es parte también de la responsabilidad social de los museos -resalta-. Es obvio, por mi actividad pública, que me interesa mucho que la producción artística de la comunidad travesti trans esté presente, son universos todavía por bucear”, grafica.
Pero qué pasa con una sociedad que rechaza un arte que incomoda, que deja de tolerar la incorrección política; cuál es el poder de las redes sociales en este mecanismo creciente de cancelación. “Hay que tener varias cuestiones en mente porque es un fenómeno complejo que varía dependiendo de cada escenario y situación. Si tuviera que trazar una genealogía -afirma-, diría que su origen está en los escraches de la década de los 90 contra los represores, actividades que se hacían porque no había instancias en las que juzgarles, en ‘les’ que ponerles en un escenario en el que asumieran su responsabilidad”.
“Estas actividades de la cancelación, un fenómeno ambivalente, muchas veces han surgido frente a discursividades sociales o instancias judiciales en las que no era posible interpelar a alguien, eso también ha pasado en las cancelaciones en relación a violencia de género o de abuso donde el sentido común machista, cada vez menos afortunadamente, no permitía instancias para tratar esas cuestiones”, explica Baeza.
“Es cierto que a veces la cancelación en redes tiende a reemplazar algo de la escena del debate político” y que funciona como “una salida rápida”, pero “también hay que tener presente este origen”, que para ella “justifica esas actividades de cancelación que tienen que ver con que a veces no hay instancias donde interpelar a determinadas personas por situaciones concretas”, concluye.
Fuente: Télam S.E.
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