“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. El comienzo de Cien años de soledad es uno de los más luminosos y potentes de la literatura universal, incitador de la lectura, sensual y barroco como su autor, como toda su literatura. “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Macondo y los huevos prehistóricos, Macondo y las cosas aún sin nombre, el padre del coronel Aureliano del futuro (¿o del pasado? Ese tiempo verbal, “había”, que señala futuro y pasado, y que tanto dio de comer a la crítica…) y una voz que cuenta desde un tiempo sin tiempo el devenir de una aldea exuberante, disparatada y trágica.
Así es la literatura de Gabriel García Márquez, que dicen que murió un día como hoy pero hace nueve años, aunque sus palabras y Macondo siguen vibrando en una literatura bella y desmedida como los hombres y mujeres del Caribe, con sus pasiones transpiradas de licores turbios. Macondo, Amaranta, la lluvia infinita, la bella Remedios, el Coronel Buendía, la peste del insomnio, el aire espeso, las hormigas que se llevan en manada al último de la estirpe y Gabo para siempre.
Hace nueve años un día como hoy murió García Márquez. Eso dicen, porque algo hay que decir. Pero en realidad lo seguimos leyendo, latiendo en cada silencio, en cada palabra y en este relato tomado de Doce cuentos peregrinos, María dos Prazeres, para animarse al realismo mágico otra vez o por primera vez (¿Quién no desea no haber leído esos libros para leerlos por primera vez?).
Pero, ¿quién es María dos Prazeres, la protagonista del libro que hoy se puede descargar gratis? Sin ánimo de espoilear, vaya un bocadillo para tentar aún más: María dos Prazeres nació y vivió en algún lugar fangoso de Brasil y en sus más de 70 años elige Grácia, Cataluña, para transitar su vejez y morir. María dos Prazeres es una vieja puta con ideas políticas muy claras: adora a los anarquistas enterrados en el Montjuïc y quiere dormir para siempre junto a ellos.
Por eso, cuando un presentimiento de muerte inminente la embarga, contacta al vendedor de parcelas del cementerio y negocia el mejor lote que puede.
El vendedor es un joven serio y bien hablado. María le dice: “Quiero un lugar donde no lleguen las aguas (…) Y sobre todo quiero que me entierren acostada”. María es astuta y sabe que el loteo está caro y andan enterrando muertos de pie. Y entre tanto argumento, la música exuberante y feliz de García Márquez, las oraciones largas y melodiosas,, la sintaxis desatada que a su paso ubica detalles, perlas, brillos, pistas en el relato.
De dónde salió el cuento
El mismo García Márquez contó en alguna entrevista que este cuento surgió de una experiencia que tuvo como cronista: la literatura y la vida, ya sabemos, se cruzan, se superponen, se desmienten, se intersectan. Parece que estaba Gabo en la redacción del diario donde trabajaba y el jefe de sección le pidió que fuera a darse una vuelta por la demolición de una vieja iglesia de donde desenterraban unos muertos antiguos.
No había nada específico para contar, se trataba más de una búsqueda para llenar las páginas que de una noticia, porque siempre hay que contar algo, ya dijimos. La crónica publicada finalmente justificó el encargo, pero las imágenes más ricas quedaron sumergidas en algún círculo soterrado del inconsciente del narrador: tumbas destrozadas, restos de ropas, pelos y huesos entremezclados, definitivamente humus para relatos futuros, materia para seguir contando. La literatura y la vida y la muerte, ya sabemos.
Años más tarde, entre textos y viajes, y con el éxito de los Cien años a cuestas, el autor, que ya era Premio Nobel, suma esas imágenes a otras, quizá las mezcla con algún sueño o un recuerdo de infancia (¿acaso no son lo mismo?) y escribe apuntes, libretas, cuadernitos que se pierden y se vuelven memoria y texto más tarde.
Dice García Márquez en el Prólogo a Doce cuentos peregrinos: “El esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más íntimo y solitario que pueda imaginarse (…) El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura”.
Los Doce cuentos peregrinos fueron escritos durante muchos años en libretas, viajes, cuadernos, entrevistas, guiones de cine, crónicas y olvidos: 10% de inspiración y 90% de transpiración, dijo Gabo la célebre fórmula, que en 1994 recupera y redondea estos doce relatos. Y allá va María dos Prazeres, y llega puntual como la muerte, como la vida, como la lectura, esta vez con ilustraciones que la acercan a un lector o lectora joven, momento de buen augurio la adolescencia para sumergirse en el universo macondiano.
Porque si de comienzos se trata, es interesante conocer cómo empezó a escribir García Márquez, o cómo se encontró con Macondo y todo ese mundo tan real, tan mágico. En una entrevista para el París Review (recopilada en Confesiones de escritores por editorial El Ateneo, 1995) García Márquez cuenta que empezó a escribir antes de los 20, justo después de leer La metamorfosis de Kafka, pero que en esos comienzos sus relatos eran muy intelectuales.
Y también cuenta que años más tarde, su madre le pidió acompañarla a Aracataca para vender la casa paterna y entonces ocurrió cierta epifanía: “La primera impresión cuando llegué allí fue bastante fuerte, porque yo ya tenía 22 años y no había vuelto desde los ocho años. En realidad, nada había cambiado, pero sentí que no estaba viendo verdaderamente la aldea, sino que la estaba experimentando, como si la estuviera leyendo. Era como si todo lo que veía ya hubiera sido escrito, y todo lo que debía hacer era sentarme y copiar lo que ya estaba allí: solo tenía que leerlo”.
Sentarse a leer (escribir) el pueblo, los caminos y sus personajes, los detalles, los augurios, las señales del tiempo y del clima, los mitos y cuentos de la abuela, las andanzas y desgracias fue entonces la tarea emprendida durante toda su larga vida. “En un sentido práctico todo se había convertido en literatura –sigue diciendo García Márquez al periodista de Paris Review -: las casas, la gente y los recuerdos. (…) Volví de ese viaje y escribí La hojarasca, mi primera novela. Lo que verdaderamente me ocurrió en ese viaje a Aracataca fue que advertí que todo lo que me había sucedido en la infancia tenía un valor literario que recién empezaba a apreciar”.
Después de ese viaje iniciático y de la publicación de La hojarasca, Gabriel García Márquez escribe y publica El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Cien años de soledad (que vende 8000 ejemplares en pocas semanas), El otoño del patriarca y todas sus novelas maravillosas, es decir, reales, como su pueblo. También los libros de cuentos que seguimos saboreando: Los funerales de la Mamá Grande, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada y más: las crónicas, los guiones de cine, las entrevistas, sus relatos autobiográficos.
¿Realismo mágico o realismo real? Quizá el adjetivo “mágico” venga de la lectura europea, europeizante también, que tiende a explicar, sistematizar, enderezar y limpiar (“limpia fija y da esplendor”, como dice el lema de la Real Academia) la exuberante maravillosa realidad de esta América hechizada que Gabo ve y narra -como un médium muy trabajador - en cada párrafo. Aún en sus crónicas y textos biográficos. La literatura y la vida en la encrucijada.
“¿Tiene actualmente en marcha algún proyecto que quiera comentar?” – pregunta y cierra el reportaje el periodista de Paris Review. Y García Márquez responde: “Estoy absolutamente convencido de que escribiré todavía el mejor libro de mi vida, pero no sé cuál será ni cuando lo escribiré. Cuando siento algo así – y hace un tiempo que lo siento – me quedo muy quieto para poder atraparlo si llega a pasar junto a mí”. Será cuestión entonces de seguir leyendo sus cuentos peregrinos, sus novelas reales alucinadas porque en su tiempo sin tiempo, ya sabemos, lo mejor de su literatura está por venir.
“María dos prazeres” (Fragmento)
El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos rizadores, y apenas si tuvo tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sentía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir antes de Navidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar adelante.
—Perdóneme esta facha de murciélago —dijo—, pero llevo más de cincuenta años en Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de alambre seguía siendo una mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres. El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una reverencia.
—Eres un hombre como los de mis tiempos —dijo María dos Prazeres con una carcajada de granizo—. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas.
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