En septiembre de 2020, la editora colombiana Alejandra Sanabria tuvo la ocurrencia de explorar en el catálogo de Panamericana Editorial en la búsqueda de algo que unificara las voces de ciertos escritores y escritoras que venían trabajando conceptos y temáticas similares en sus respectivas literaturas, desde sus respectivas miradas.
La búsqueda no era de orden estético. La editora no pretendía dar con alguna corriente de pensamiento o asumir una postura en relación con la sociedad o el arte en sí; la intensión de Sanabria, quizá sin saberlo bien, iba enfocada a ver de qué manera una persona es capaz de abrir o cerrar una puerta, y no tanto en la acción literal, sino en todo lo que conlleva el concepto
Once escritores, once maneras de escribir sobre una puerta, a eso fue lo que llegó la editora; once voces provenientes desde diferentes partes de Latinoamérica y Europa que escriben sobre futurismo y hacen distopía, y hablan de los amores desviados y de los géneros que se cruzan, que hacen ensayo y cuento al mismo tiempo y narran la vida.
En “La puerta que no quise abrir”, autores y autoras de la talla de María del Carmen Pérez (Nicaragua), Legna Rodríguez Iglesias (Cuba), Jacqueline Goldberg (Venezuela), Carlos Chernov (Argentina), Antonio Orlando Rodríguez (Cuba), Afonso Cruz (Portugal), Carlos Garayar (Perú) y los colombianos, Fanny Buitrago, Lina María Pérez, Octavio Escobar y Miguel Mendoza se congregan, en una mezcla de estilos y geografías.
Cada cuento, todos diferentes el el uno del otro, está acompañado por las ilustraciones, a veces luminosas, a veces oscuras, de Andrés Rodríguez, en una reinterpretación de la historia, reza la contraportada del libro. Porque “quien abre la puerta, quien ve más allá de la superficie de la puerta está queriendo otra cosa: quiere huir”.
“Existen pocas metáforas más precisas y más frecuentes para hablar de la lectura de un libro que la de una puerta que abre hacia un lugar desconocido. Dos imágenes facilitan esa metáfora: el mecanismo de bisagra (esa página que gira) y el acto de apertura (ese libro que se abre). Hay un sinfín de variaciones sobre esta misma aria y frecuentemente incluyen, claro, las semánticas y las eróticas. En cualquier caso, la identificación es sugerente: la posibilidad de acceso, la entrada a una dimensión desconocida resulta atractiva y no es otra cosa que la búsqueda de la que habló Baudelaire: ir “al fondo de lo desconocido, para encontrar lo nuevo”. El tan mentado placer de la novedad no es ajeno a esa puerta (o a ese libro)” - (del prólogo de Alejandro Alba García).
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Los lectores encontrarán en estas páginas un poco de todo lo bueno que asiste a la obra de cada uno de estos escritores y conseguirán, además, asistir a una verdadera celebración del género del cuento.
A continuación, por cortesía de Panamericana Editorial, compartimos un fragmento de uno de los cuentos incluidos en “La puerta que no quise abrir”:
Siluetas de la vida feroz, Fanny Buitrago
No era cierto que el encierro o la soledad lo acobardaran ni que las malas noticias desgastaran su temple o entereza. Tenía firme el corazón y los pantalones cinchados.
De cierta manera estaba en buena compañía. Le sobraba tiempo para leer, reflexionar, evaluar su vida anterior. Como si se tratara de una computadora de última generación, su memoria tecleaba, movía chips, abría ventanas y nuevos archivos. Trataba a su yo arrogante con frialdad sin permitirle albergar demasiados sentimientos o emociones.
¡Ah! Una memoria centrada en las mujeres, sus mujeres, a las que extrañaba muchísimo. La mayoría no tenían rostro y quizá las había amado cuando no tenía edad para hacerlo. Mujeres de su pasado y su entonces difícil, de rostros desvaídos y sonrisas radiantes, todas y ninguna. Unas sin nombres y otras sin voces, siluetas del sueño desdibujadas en las paredes y barrotes de la cárcel, transformadas en amarga vida real.
A él, Rogelio Montero, ni siquiera le permitían asomarse a los patios y tenía las visitas restringidas. Durante meses no había escuchado música clásica ni visto la luz ni el reflejo de la luna. Tampoco había disfrutado del olor límpido de la lluvia.
Mujeres por años y años olvidadas que, de repente, se deslizaban en su cuarto —el cual se negaba a llamar celda— y lo miraban burlonas desde las escalinatas del insomnio o las paredes. A veces de a una, a veces de a dos, leves como flores y pétalos marchitos; unas con los ojos esmaltados de compasión, otras con burla e incredulidad. Chicas de las aulas y los patios del colegio, a su lado en auditorios, bailes, cafeterías, a las que había prometido amor, ternura, eternidad y pasiones desveladas.
A todas ellas les había comprado cajas de chocolates y trufas, colonias, dijes y aretes de cuarzo y jade, y chalinas de seda natural. Obsequios que en ese momento, cuando más necesitaba extender una mano y recordar gestos felices, ninguna parecía recordar ni agradecer. ¿Obsequios a quiénes? A las chicas de discotecas y conciertos, las asiduas al Parque de la 93, quienes deseaban asistir al Teatro Nacional, a los eventos de la biblioteca Julio Mario Santo Domingo, o las que se contentaban con pulseras de chaquiras y soñaban con viajar y trabajar en Estados Unidos.
Eran mujeres inoportunas, sin nombres para recordar, ajenas a la memoria de la piel, las exigencias de la rutina y el deseo. ¿Qué hacían allí? Quizá por esas razones él había olvidado esos rostros a los que también se añadieron lágrimas, sienes y frentes oscurecidas, desencantos... ¿Por qué lo fastidiaban con sus aromas y arañazos fantasmales? Ni él ni sus insomnios estaban interesados en ellas... ¡Ninguna de ninguna! En su inocencia había creído amar, necesitar, compartir con una señora: su señora.
Día tras día de visita o no visita, domingo a domingo, lunes y días festivos (después de aplacado el escándalo inicial, al que sucedieron escandalitos), estuvo aferrado al anuncio y cambio de tono en la voz del guardia de turno, la visita de Ágata: “Se trata de su señora”.
Además de sufrir la espera, las esperas, necesitaba al máximo su amor y comprensión, la suavidad y el tacto que adornaban su trato y personalidad, el brillo de sus ojos, su apasionamiento en la cama, el tono de su voz.
¿Qué le sucedía a su mujer?
Al decaer el escándalo, Ágata Loreto salió de Bogotá sin darle explicaciones. Sin embargo, les dijo a los periodistas y a todo aquel que quiso escucharla que nada sabía de los asuntos de su esposo; nada deseaba saber. Con su actitud le adjudicaba culpas y más culpas, como si su padre y sus hermanos fueran personas de hechos inmaculados, y no responsables de pulso y timón, no quienes adularon y empujaron a Rogelio a intervenir en una serie de negocios y componendas que lo llevaron a la cárcel. No camino a la riqueza y prosperidad, ni a vivir como rey en un condominio de Cartagena, Kavala, Marbella o la Costa Azul francesa, como le prometieron.
De modo que no le era dado esperar el afecto, menos la comprensión amorosa de una visita conyugal. En tales circunstancias, a Ágata no le interesaba ser la esposa o la señora. Tampoco él estaba dispuesto a esgrimir quejas, tenía suficiente con los reclamos de sus hermanas, el papeleo de los abogados. Todos aquellos que se decían sus mejores amigos alegaron disculpas, sospechas, motivos de alejamiento, no les vería el pelo.
En cuanto a la situación, él mismo la había propiciado. Las horrendas prisiones siberianas descritas por novelistas como Dostoyevski y Solzhenitsyn no venían al caso, y eso que un chistoso con nombre y remitente falso le había enviado un libro de segunda, editado por allá en los años sesenta, La cárcel, premiado, manoseado y subrayado. No podía quejarse ni del trato ni de la comida que le traían de restaurantes, ni de la ropa que sus hermanas le enviaban lavada y planchada. Estaban resentidas, seguían el ejemplo de Ágata.
Ágata era su alma gemela, como decían en las películas; dolida, atemorizada, le negaba su presencia. Ágata, la esposa escogida casi que entre una multitud, hubiese desaparecido de su vida y deseos con facilidad a no ser por el matrimonio. Ágata, un compromiso luchado, bien organizado, uno de sus mayores éxitos. A él le agradaba y convenía, era su meta hacia la cumbre, una relación a la larga transformada en afecto.
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