La muerte de un hijo: cómo narrar aquello para lo que no hay palabras

“La vía en la que murió mi hijo ahora es una vía muerta”, escribe la argentina Ana López al comienzo de su primera novela, “Vías de extinción”, basada en hechos reales. ¿Es posible llenar el vacío de la tragedia a través de la escritura?

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La escritora argentina Ana López
La escritora argentina Ana López acaba de publicar su primera novela, "Vías de extinción", en la que la protagonista pierde a su hijo en un accidente de tren.

A pesar de su complejidad y su multiplicidad de términos para cada cosa, el español no tiene una sola palabra para la orfandad de hijo. Para padres y madres, la muerte de un hijo es inconcebible, algo que trasciende el tabú y no debe nombrarse, pensarse siquiera. Y el idioma -que refleja mejor la realidad deseada que la tangible- se hace eco de ese vacío, transformando su hueco es un espacio fértil para la proliferación del duelo en toda su crudeza.

“Una lengua deficiente”, denuncia la escritora y librera argentina Ana López en su primera novela, Vías de extinción, en la que logra poner en palabras aquello para lo que no las hay. Sin recurrir a la solemnidad ni pretender ocupar el papel de víctima, escribe en el comienzo: La vía en la que murió mi hijo ahora es una vía muerta. (...) La vía que ahora está muerta no dice casi nada de la vida de mi hijo, pero es un mojón con una fecha: un sábado, una hora, una bicicleta, un celular hecho añicos y un cuerpo casi intacto, dicen, pero muerto”.

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Desde sus primeras líneas, es evidente que Vías de extinción, publicación inaugural de la flamante editorial Mandrágora, no es un libro fácil. Tampoco -aunque sea una de las palabras favoritas para legitimar el arte hoy en día- es un libro necesario. Lejos de la autoayuda, esta breve novela no intenta auxiliar al lector con consejos acartonados sino, más bien, llenar el vacío que deja la tragedia o, al menos, volverlo habitable.

Portada de "Vías de extinción",
Portada de "Vías de extinción", de Ana López, editado por Mandrágora.

A partir de ese ese hecho -en el que, sin embargo, no ahonda demasiado en las 80 páginas de la novela-, Ana, la narradora y protagonista, tira del hilo que une su historia familiar a las vías del tren: desde la muerte de su hijo hasta los relatos que, en sus desvaríos, su abuela le hace una y otra vez, aunque siempre en escenarios distintos, sobre el asesinato de su primer prometido por parte de su amante arriba de un tren.

En una especie de cartografía sentimental que sigue las vías ferroviarias, la protagonista se topa con estaciones abandonadas, pueblos a los que la ausencia repentina del tren en los 90 convirtió en fantasmas, mujeres arrojadas a las vías por extraños, padres y parejas. En Vías de extinción, todos los caminos, más que a Roma, conducen al tren.

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“¿Qué ocupaba el lugar de las estaciones en nuestros sueños antes de que se construyeran las líneas de ferrocarril?”, escribe el británico John Berger, cita que la autora usa como epígrafe para abrir la novela. Más que los sueños, para la narradora las vías ocupan la totalidad de su realidad: son los andamios de un camino que, como sucede en los trenes, no solo avanza hacia adelante sino que, si uno no se baja en el momento indicado, va y vuelve sobre sí mismo infinitamente.

Además de escritora y docente,
Además de escritora y docente, Ana López dirige la librería Suerte Maldita, ubicada en el barrio porteño de Palermo.

Es en las vías del tren que Ana, la narradora, trata de encontrar la muerte en busca de un alivio al dolor que la dejó paralizada. “Yo esa noche quiero que me asesinen. Quiero, aunque sea, justicia poética. Que me maten. (...) No lloro, ya hace mucho, nada más quiero que me maten: que me trague una alcantarilla, que se me enganche un pie cuando cruzo y un colectivo me pase por encima. O el tren. Mejor el tren, escribe. Pero algo parece cambiar cuando, al cruzarse con un cartonero al costado de las vías, espera una fatalidad y se encuentra, sin embargo, con la ternura de un extraño:

“Me mira de arriba abajo y, en vez de matarme, me dice un piropo. Es un piropo que me suena antiguo: qué mujer tan hermosa o algo por el estilo. El desfasaje es tan violento que acuso el golpe: cómo alguien puede decirle eso al despojo que soy esa noche, esas noches. Me paro en seco y lo miro. Pero estoy tan triste, le digo. El tipo me busca los ojos, suelta el carrito y me abraza. Después se olvida de mí, sigue caminando hacia las vías y yo me doy vuelta y lo veo subir a ese tren de colores al que la gente de Paternal llama tren blanco y que no figura en los itinerarios oficiales”.

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Así, la protagonista, más que sucumbir ante la ineludible cinta de Moebius en la que está atrapada, encuentra (o crea ella misma) motivos para seguir adelante: “La vía muerta está enterrada debajo de un asfalto nuevo. Y por arriba de ese asfalto hay una construcción con otra vía elevada: por encima de la vía muerta enterrada sigue pasando el tren. Y parada encima de ese asfalto se puede pedir un deseo mientras el tren, por arriba de la cabeza, pasa.

Y finalmente el deseo, la motivación, las ganas de vivir o el miedo a la muerte, que son lo mismo, se abren paso como un tibio rayo de luz -incluso a través de un terreno que parecía irremediablemente infértil- sin importar cuán estrecha a veces resulte la hendija.

El Ferrocarril General San Martín
El Ferrocarril General San Martín es uno de los ejes conductores de "Vías de extinción".

Así empieza “Vías de extinción”

La vía en la que murió mi hijo ahora es una vía muerta. Atravesaba Gorriti, paralela a Juan B. Justo y llevaba los vagones del San Martín, que no siempre habían sido los vagones del San Martín, desde Retiro hasta Pilar y viceversa.

La vía que ahora está muerta no dice casi nada de la vida de mi hijo, pero es un mojón con una fecha: un sábado, una hora, una bicicleta, un celular hecho añicos y un cuerpo casi intacto, dicen, pero muerto.

La vía muerta está enterrada debajo de un asfalto nuevo. Y por arriba de ese asfalto hay una construcción con otra vía elevada: por encima de la vía muerta enterrada sigue pasando el tren. Y parada encima de ese asfalto se puede pedir un deseo mientras el tren, por arriba de la cabeza, pasa.

***

Cuando yo tenía cuatro o cinco años me llevaban a visitar a mi abuelo paterno a su departamento en Pacífico, sobre la avenida Santa Fe, cada quince o veinte días. Mi abuelo Fernando estaba atado a un tubo de oxígeno y no recuerdo haberlo visto nunca levantado. Tenía la voz grave o ronca y cuando nos íbamos, me daba caramelos rellenos que sacaba de una bolsa de celofán.

Desde el balcón del séptimo piso donde vivía con su mujer, Olga, se veía pasar el tren por el puente que atraviesa la avenida Santa Fe, a la altura de Juan B. Justo. Recuerdo a mi padre y a mi madre salir a ese balcón a fumar mientras, en la habitación que también daba al balcón, mi abuelo debía morir por un cigarrillo. También recuerdo el sonido del tren cuando pasaba y creo que recuerdo haber salido a verlo alguna noche, porque las visitas a Fernando siempre se hacían los fines de semana, siempre todos juntos: mi madre, mi padre y yo, siempre al anochecer, un ratito, antes de la cena. No creo que haya pisado alguna vez el departamento de la calle Santa Fe durante el día.

Todo lo que sé de Fernando, me lo contaron: que conoció a mi abuela en un baile en un colegio, o una sociedad de fomento. Que a ella le gustó porque fumaba cigarrillos Columbia, que venían en paquetes de doce con la estatua de la libertad dibujada; que antes de subirse al barco que lo trajo de España vivía en un pueblo perdido de Andalucía que se llamaba Almáchar.

En los cuadernos de la primaria de mi padre, que mi abuela mandó a encuadernar en bordó con letras mayúsculas doradas en el lomo que dicen “Mis primeros cuadernos”, los dibujos siempre están hechos por Fernando. Recuerdo haber pasado las páginas de esos cuadernos y leer con interés antropológico cada una, cuando yo no tenía más de nueve o diez años. Me fascinaba el momento en que mi padre abandonaba el lápiz y empezaba a escribir con tinta, las estampillas del Segundo Plan Quinquenal, y me fascinaban, sobre todo, los dibujos de Fernando: hombres trabajando, banderas argentinas flameando a lo lejos, familias alrededor de una mesa, trenes alejándose del andén de una estación en medio del campo. Los dibujos de Fernando me parecían de otro planeta: una seguridad en el trazo, un manejo de la perspectiva, una expresividad en los gestos de los protagonistas. No se parecían en nada a los dibujos que podría haber hecho mi padre a los seis, siete, ocho años. Eran, a todas luces, los dibujos de un adulto que sabía dibujar, al que la maestra de mi padre calificaba religiosamente con un felicitado, las letras del lápiz rojo en diagonal hacia arriba.

Fernando y mi abuela se habían separado cuando mi padre tenía 14 años. Él la había dejado por su secretaria, Olga, una mujer flaquísima, muy fea, narigona y marcadamente joven que se quedó con él y lo cuidó, postrado o semi postrado, durante más de diez años en el departamento de la Avenida Santa Fe, que, creo, también era de ella. A mí, Olga me parecía simpática. Pero lo que más me gustaba era su perro, Pepe, un caniche negro e histérico que la seguía a todas partes. Lo mejor de visitar a mi abuelo eran los caramelos y jugar con Pepe.

Mi abuela, que había cortado todas las fotos en las que Fernando aparecía, también se había casado –vía México, vía Paraguay o vaya uno a saber por qué vía– con un hombre más joven que ella. Seguía viviendo en el mismo departamento y también tenía un perro –Fafa– un atorrante puro, blanco y negro, que mis padres habían ganado como primer premio en un sorteo en una peña folklórica en la que el número ganador estaba duplicado porque había en realidad dos cachorros de los cuales deshacerse. ¡No se preocupen, tenemos dos perros!, contaba mi madre que había gritado el animador desde el escenario.

A veces creo que las historias de las familias están hechas de vías y de perros.

Cruze del tren San Martín
Cruze del tren San Martín a la altura de Juan B. Justo y Gorriti al que la novela hace referencia.

Fernando fue durante veinte años el hombre de confianza de Tito Lectoure. Desde que se mudó con Olga, se subía todos los días al tren de las siete y media de la mañana hasta Retiro, donde se tomaba el 130 hasta la oficina que tenía en algún lugar cercano al Luna Park, de donde volvía religiosamente a las ocho de la noche, salvo que hubiera pelea.

Mi padre, que tenía con Fernando una relación distante, azuzada por el odio ciego de mi abuela, mantuvo de por vida un fanatismo incomprensible por el box, que veía en trasnoche con el televisor muteado. Yo seguí siendo invitada de honor al palco del Circo de Moscú y de Holiday on Ice todas las vacaciones de invierno, aun después de la muerte de Fernando. Las entradas llegaban a mi nombre y el sobre llevaba la firma de Tito.

La estación Palermo, donde Fernando subía al tren cada mañana y que se veía desde el balcón del departamento de Olga, terminó de construirse en 1901 y era la terminal, del lado de la capital, cuando el Tren San Martín era el Buenos Aires al Pacífico (BAP), un proyecto que pretendía unir los dos océanos y cuyo plan original incluía algunas estaciones en la traza que nunca llegaron a construirse. Una de ellas es Villa Juncal, frente al predio de Agronomía, donde ya existían paradas del tranvía rural, pegada al puente que cruza sobre avenida San Martín y frente, también, a lo que fue hasta principios de los años ochenta el único autocine aéreo de la Argentina.

En el estacionamiento que estaba en la terraza del hipermercado Todo –en el que, juraba mi padre, Fernando había tenido acciones– funcionaba, por la noche, el autocine. Según quién cuente la historia, los coches subían a un montacargas que los depositaba en la playa de estacionamiento. Se descendía por una rampa que daba a la calle Empedrado y que te dejaba en la boca del paso a nivel, ahí donde iba a estar la estación Villa Juncal. Otras versiones hablan solo de la rampa.

No era el único autocine de Buenos Aires en aquellos años, pero era el único en las alturas y era, sin dudas, el único en el que la proyección de las películas era interrumpida por el paso del tren, por la estación fantasma de Villa Juncal.

Una noche, después de la última proyección, asesinaron a una chica en el autocine. Las crónicas policiales son difíciles de reconstruir: algunos dicen que el cuerpo apareció días después en los depósitos de la estación que no existía, otros que la encontraron descuartizada detrás del cartel que anunciaba la proyección de esa semana, otros que la abandonaron inconsciente sobre las vías y que el tren le partió el cuerpo en dos.

El autocine, que había sobrevivido al cierre del supermercado durante el Rodrigazo y se mantenía intacto, sobre una mole abandonada, no resistió la muerte de la chica y se apagó algunos meses más tarde. A los costados de la vía y en algunas calles laterales quedan unos carteles de hojalata amarilla oxidada que marcan el acceso al autocine ausente, en mayúscula de imprenta negra.

***

Fernando, apenas incorporado sobre su cama enfisémica, los días que podía hablar me decía que un día me iba a llevar al autocine en un auto que me hacía creer que tenía. Que íbamos a mirar una película y ver pasar el tren. Yo le preguntaba si me iba a dejar sentar adelante y él me decía que sí, me acariciaba la cabeza con esas manos enormes y agrietadas del trabajador de fábrica que nunca fue y me decía que fuera a jugar un ratito con Pepe. Después empezaba a toser.

La muerte de Fernando se me borronea en la memoria. No sé bien si supe que estaba peor, porque para mí él y la enfermedad eran la misma cosa: una máquina que regulaba la respiración, una bolsa de celofán, una promesa que, en el fondo, sabía falsa.

Mi hijo muerto llevaba su segundo nombre, aunque eso lo supe mucho tiempo después, cuando un trámite me cruzó con unos documentos donde figuraba.

A veces, desde la planta baja, cuento los pisos para encontrar la ventana del departamento sobre la calle Santa Fe al que nunca volví y que Olga desarmó por completo unos días después de que Pepe saltara por el balcón.

Desde la puerta de calle se ve la vía elevada donde los muertos y los nombres se mezclan con los deseos que no pido.

Quién es Ana López

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina.

♦ Es Licenciada en Letras, docente, escritora y dueña de la librería Suerte Maldita.

♦ Publicó el libro de relatos Tic Tac, el poemario Y y la novela Vías de extinción.

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