En 2003, dos años antes de convertirse en el papa Benedicto XVI, el entonces cardenal Joseph Ratzinger nombró como su asistente personal al joven sacerdote alemán Georg Gänswein. Así, ambos entablarían una estrecha relación tanto laboral como personal, basada en un profundo respeto y una estima recíproca, que prosperaría hasta la muerte de Benedicto XVI en 2022.
Pero en esos 20 años que el arzobispo Gänswein pasó junto a Benedicto XVI ocurrieron hechos sin precedente en la historia reciente de la Iglesia católica, como la histórica renuncia del papa en 2013. Aunque hay registro de cinco casos de papas eméritos anteriores a Ratzinger, el último había sucedido en 1415 con la renuncia forzada de Gregorio XII.
Tras la desaparición del primer papa emérito en seis siglos, Gänswein acaba de publicar Nada más que la verdad, libro que reconstruye las dos décadas que pasó junto a Benedicto XVI. Sin guardarse nada, el arzobispo se decidió a contar toda su verdad con respecto a las calumnias ligadas al sumo pontífice alemán, denigrado con frecuencia por los críticos como Panzerkardinal o “Rottweiler de Dios”.
¿Qué hubo detrás de su histórica renuncia? ¿Cuál fue su rol en los primeros cambios de la Iglesia de cara al siglo XXI? ¿Cómo se manejó durante las denuncias de pedofilia y abuso sexual en el Vaticano? ¿Cuál era la relación entre Benedicto XVI y su sucesor, Francisco? Todo esto y más en Nada más que la verdad, editado por Desclee de Brower, cuyo comienzo puede leerse a continuación.
“Nada más que la verdad” (fragmento)
El «predestinado» fuera de los esquemas
Una perenne provisionalidad
Los muchos años de trato con las jerarquías vaticanas han hecho madurar en mí un convencimiento preciso: cada uno de los miembros del Colegio cardenalicio guarda –escondida en un rinconcito de su mente y de su corazón– la conciencia de que un día podría pedirle Cristo que asuma el papel de ser su Vicario en la Tierra.
Pero, al mismo tiempo, también me he dado cuenta de que –a menos que existan serios problemas psiquiátricos– ninguno de ellos tiene realmente la ambición de sentarse en la cátedra de Pedro, porque son muy conscientes del compromiso material y, sobre todo, de la responsabilidad espiritual que ese ministerio comporta y exige. En consecuencia, proceden a la remoción de cualquier pensamiento al respecto, actuando incluso de tal modo que se aleje de uno todo lo posible esa hipótesis.
Estas son las consideraciones que, como un flash particular, me vuelven a la mente cuando vuelvo a pensar en aquel 14 de febrero de 2003, en el momento en que el cardenal Joseph Ratzinger, por entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, hizo un anuncio que me afectaba personalmente y que, de hecho, modificó de una manera radical el curso de mi vida en aquel tiempo, pero todavía más en el que vino a continuación.
Nos encontrábamos en la pausa de los trabajos de la así llamada «reunión particular», que tenía lugar cada viernes por la mañana, durante la que cada colaborador de la Doctrina de la Fe presentaba a los superiores de la Congregación un informe actualizado sobre los temas de los que se estaba ocupando.
Dos días antes se había conocido el nombramiento de monseñor Josef Clemens, que llevaba veinte años de secretario particular del cardenal Ratzinger, como subsecretario de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica (el siguiente 25 de noviembre, Juan Pablo II le habría de designar secretario del Pontificio Consejo para los Laicos, con la correspondiente elevación al episcopado).
Mientras estábamos tomando café y charlábamos en pequeños grupos, Ratzinger pidió un momento de silencio, se aclaró la voz y se congratuló, en nombre de los presentes, de la promoción de monseñor Clemens, agradeciéndole calurosamente todo el trabajo que había desarrollado para la Congregación y para él personalmente.
Inmediatamente después, con una afable sonrisa, me hizo una seña para que me acercara y prosiguió diciendo: «Todos vosotros conocéis a don Giorgio (así era como me llamaban en la Congregación): le he hecho venir aquí a mi lado para que podáis ver ante vosotros a dos provisionales». Se levantó un murmullo, puesto que la inflexión alemana del cardenal le había producido a alguno la impresión de que había pronunciado la palabra «profesores», suscitando la pregunta sobre lo que pretendía decir.
Ratzinger se dio cuenta del equívoco involuntario e inmediatamente aclaró: «No, lo que pretendo decir es precisamente “provisionales”, porque él se convierte en mi secretario personal, pero, obviamente, lo será solo por poco tiempo. Sabéis, en efecto, que estoy aquí de prefecto desde hace 21 años, y le he pedido ya en diversas ocasiones a Juan Pablo II que me deje jubilarme, según las reglas, dado que ya he superado desde hace meses los 75 años de edad. Únicamente debo esperar la carta de aceptación de mi solicitud por parte del papa Wojtyła».
Dichosa ingenuidad, fue el susurro que cundió de inmediato. Aunque el cardenal estaba plenamente convencido de todo lo que había afirmado, nadie alimentaba la más mínima duda respecto al hecho de que esa carta no llegaría nunca a su destino, más aún, que ni siquiera sería escrita o enviada.
A continuación, cuando el cardenal se permitió hacer una observación privada sobre el retraso de la respuesta, intenté hacer una broma para desdramatizar y le dije que hubiera podido solicitarlo en una de las reuniones habituales de los viernes por la tarde con Juan Pablo II, tal vez haciéndole notar en broma que el servicio postal desde el Palacio Apostólico hasta el Santo Oficio no funcionaba como es debido. Pero él se limitó a brindarme una de sus sonrisas a flor de labios, y se calló después. Comprendí que no deseaba profundizar, y dejé de permitirme semejantes comentarios.
De hecho, se trataba de la enésima prueba de que Ratzinger vivía un poco «fuera del mundo (eclesiástico)», como en plan de broma decíamos entre nosotros, y de que se movía en un nivel decididamente más etéreo con respecto a sus hermanos purpurados, sin darse cuenta, aparentemente, de que muchos de ellos le consideraban como el primero de los «papables» en la cada vez más realista eventualidad de un próximo cónclave. O quizás fuera solo un modo de exorcizar el temor de que se pudieran concretar verdaderamente aquellas veladas alusiones que se escuchaban en el Vaticano… Pero se trataba de una perspectiva totalmente extraña a sus razonamientos y deseos.
En efecto, él pensaba que había conseguido arreglar las cosas de modo que se abriera lo más pronto posible la puerta a su sucesor. Más allá del traslado de Clemens y algunas rotaciones entre los oficiales de la Congregación (en particular, con la llegada de monseñor Charles Scicluna como promotor de justicia), el 10 de diciembre de 2002 se conocía el nombramiento de monseñor Tarsicio Bertone, secretario de la Congregación desde 1995 y principal colaborador del prefecto, como nuevo arzobispo de Génova. La entrada oficial de Bertone en la diócesis tuvo lugar el 2 de febrero de 2003, así que, el 16 de febrero siguiente, el cardenal Ratzinger pudo hacer un sencillo comentario en una carta dirigida a Esther Berz, con la que había establecido una relación de confianza desde los tiempos del Concilio, cuando esta mujer era corresponsal en Roma de un periódico alemán: «No hay que sorprenderse de que se estén intensificando las voces y de que también sea inminente el fin de mi cargo. Gracias a Dios hemos encontrado a personas nuevas y buenas. De todos modos, me haría feliz saber que también se están preparado tiempos más tranquilos para mí».
En sus memorias, monseñor Bruno Fink –que fue su secretario cuando era arzobispo de Múnich y durante los dos primeros años en la Congregación, hasta la Navidad de 1983– ha contado que, apenas llegados a Roma en febrero de 1982, le había dicho el cardenal Ratzinger que pretendía permanecer en el cargo de prefecto a lo sumo dos mandatos quinquenales, de modo que pudiera volver a la casa que había hecho construir en Pentling, en los alrededores de Ratisbona, a tiempo de poder escribir las obras teológicas que tenía en la mente.
El 25 de noviembre de 1991, a los diez años exactos de su nombramiento, Ratzinger había intentado pedirle a Juan Pablo II que le liberara del pesado cargo, explicándole que la muerte de su hermana María, acontecida el 2 de noviembre anterior, le había privado de su preciosa compañía doméstica, mientras que la hemorragia cerebral que había padecido en septiembre le había causado serios problemas de visión en el ojo izquierdo, así como un estado de constante postración física. Pero el Pontífice no atendió a razones y le confirmó en el cargo para otros cinco años.
Así –entre finales de 1996, cuando se cumplía el ulterior mandato, y comienzos de 1997, cuando cumplió los 70 años–, el cardenal realizó un movimiento que, un tanto ingenuamente, confiaba que tendría éxito. Hizo llegar discretamente a oídos del papa Wojtyła la sugerencia de que le nombrara archivero y bibliotecario de Santa Romana Iglesia. Por aquellos meses estaba prevista, efectivamente, la renovación de los cargos correspondientes al Archivo secreto y a la Biblioteca apostólica vaticana, con la sustitución del cardenal Luigi Poggi, ahora casi octogenario.
El salesiano Raffaele Farina, nombrado el 25 de mayo de 1997 prefecto de la Biblioteca (y que sería elevado a la púrpura en 2007 precisamente por Benedicto XVI), tuvo ocasión de entablar algunas semanas después una conversación con Ratzinger y este aprovechó la ocasión para pedirle información sobre las tareas del cardenal bibliotecario: aunque mostraba indiferencia, casi parecía pregustar la dulce «jubilación» en compañía de libros y documentos cargados de historia. Pero, también en esta ocasión, Juan Pablo II cortó las cosas en seco y no tomó la idea en consideración.
Casi dando muestras de un poco de nostalgia, Benedicto XVI le confesó personalmente, el 25 de junio de 2007, al cardenal Jean-Louis Tauran, durante una visita a la Biblioteca: «Le confieso que, cuando cumplí los setenta años de edad, sentía un gran deseo que mi amado Juan Pablo II me concediera poder dedicarme al estudio y a la investigación de los interesantes documentos e informes que usted custodia con esmero, verdaderas obras maestras que nos ayudan a recorrer la historia de la humanidad y del cristianismo. Pero en sus designios providenciales el Señor estableció otros programas para mi persona».
Quién es Georg Gänswein
♦ Nació en Baden-Württemberg, Alemania, en 1956.
♦ Es jurista y arzobispo de la Iglesia católica.
♦ Es prefecto de la Casa Pontificia de la Santa Sede desde el 7 de diciembre de 2012. Fue secretario personal del papa Benedicto XVI por casi 20 años.
♦ Escribió libros como Vía Crucis, Como la Iglesia puede restaurar nuestra cultura y Nada más que la verdad.
Seguir leyendo: