En una de sus últimas entrevistas, María Kodama se definió a sí misma como una “samurai” que defendía el legado de Borges; se dice que así también es como la calificaba él: “María es mi samurai”. El calificativo no podía ser más preciso, y resume el doble legado que eligió para sí misma.
En primer lugar, por supuesto, honra sus raíces paternas. María era hija de Yosaburo Kodama, y por tanto nisei, segunda generación de inmigrantes japoneses, los primeros en nacer en la tierra de acogida. Y sin embargo, era también una hafu, de raíces mestizas, un término que durante mucho tiempo significó en Japón una forma de impureza. Aquello que nace desde lo peyorativo se puede leer en realidad como la explicitación de un doblez que está en todos nosotros y que configura por medio de tradiciones selectivas. La elección del samurai obedece a la preferencia por un aspecto de su identidad, un subrayado de su herencia nipona, así como también de una figura que le interesaba a Borges: la persona que es metonomia de la espada (y mientras duró la casta, solo los samurai tuvieron el privilegio de llevar tanto espada como apellido).
En segundo lugar, el uso del calificativo “samurai” es el adecuado para describirla por otras razones menos personales. No es una figura sencilla la del samurai: hay un golfo entre su surgimiento histórico y su universalización. El samurai hoy es un arquetipo que trascendió las fronteras del Japón: el del guerrero refinado, el de la lealtad a toda prueba, pero no siempre fue así.
En el siglo XIII, durante el período Kamakura, cuando empezaba el medioevo en Japón, un samurai era un partidario menor de un guerrero poderoso, semejante a la relación entre un escudero y un caballero en la historia medieval europea. “Samurai” proviene del verbo samurabu, que significa servir, lo cual habría sido un término insultante a ojos de un gran guerrero de aquella época. Pero tres siglos más tarde, tras las transformaciones implementadas por Hideyoshi Toyotomi, el reunificador de Japón luego de un prolongado período de caos, el samurai tuvo que renunciar a sus tierras y conformar una clase social propia, jerarquizada en lo más alto de los estratos sociales. Este cambio forzado, en combinación con el nuevo periodo de paz prolongada que fue el período Tokugawa, dio origen a un nuevo tipo de samurai: uno que no guerreaba, una mezcla entre intelectual y burócrata.
Fue entonces, desde comienzos del siglo XVII, cuando se comenzó a glorificar la muerte como epítome de la disposición al sacrificio que debía caracterizar al bushidō, el camino del samurai. La servidumbre etimológica del término daba pie a una lealtad que debía persistir más allá de la muerte del señor. Claro: en tiempos de paz la posibilidad de una muerte violenta había desaparecido súbitamente; tampoco estaban permitidos los duelos.
El autor del libro más relevante sobre esta filosofía de vida, el Hagakure (“escondido entre las hojas”), no tenía experiencia en combate y trabajaba de escriba; ni siquiera tenía permitido realizar el suicidio ritual conocido como seppuku o harakiri. En vez de la guerra, los samurai se dedicaron a exhibir su jerarquía a través del dominio de disciplinas que en ese momento estaban empezando a florecer, como el ikebana o la ceremonia del té, y que hoy consideramos tan intrínsecamente japonesas.
Volviendo a Kodama
¿Qué tiene que ver todo esto con María Kodama, entonces, que por ser mujer habría quedado excluida de la casta samurai? Que la ética samurai es una filosofía extemporánea e intransigente: se funda en la obediencia total, planteada a través de una dicotomía entre siervos y amos, estacados a una posición inalterable. Frente al juego de la ética femenina y cortesana del período Heian, justo antes del advenimiento de la era militar, en el samurai prevalecía la seriedad extrema, y el culto a rostros de cera que no delataran la intimidad por nada del mundo.
El amo y señor de María Kodama era uno solo, y al igual que los samurai no importaba que ya estuviera muerto para seguir sirviéndolo. Como albacea de Borges, ella sentía que debía defenderlo de amenazas externas, y eso incluía el juego de autores como Pablo Katchadjian o Agustín Fernández Mallo, cuyos experimentos lúdicos e intertextuales fueron perseguidos con saña.
Kodama argumentaba que no lo hacía por plata; de igual manera, los samurai desdeñaban el lujo, pero controlaban a los demás a través del manejo del dinero. En tiempos de guerra, su filosofía estoica les enseñaba a ser impasible ante el dolor, pero también a la aniquilación de los demás. Eso es lo que debía sentir Kodama en sus innumerables pleitos. Un instrumento en la lucha por lo que ella entendía que era el honor de su señor, a expensas de otras dimensiones de la vida: por eso no sorprende que haya continuado siendo la viuda de Borges para el resto de su vida: no había lugar para mucho más.
Borges, por otra parte, estuvo interesado por Japón hasta el final de su vida, e incluso en sus últimos meses anhelaba volver a ese país. Posiblemente habría estado de acuerdo, aunque no con la supresión del espíritu lúdico, sí con el ejercicio de la lealtad implacable. Le venía en la sangre, herencia de sus admirados antepasados militares. Como punto en común entre estos dos ejes, el militar autóctono y el samurai japonés, podemos señalar uno de los relatos de Historia universal de la infamia, uno de sus primeros libros, publicados originalmente en el diario Crítica entre 1933 y 1934, justo antes de que naciera Kodama. El sexto de esos cuentos, El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, cuenta el famoso episodio histórico de los 47 ronin: antiguos samurai que habían perdido a su amo y que esperaron durante dos años, simulando ser borrachos y mercenarios para no despertar sospechas, antes de cobrar venganza sobre quien había causado la ruina de su señor.
Es conmovedor el momento en que un hombre reprende al capitán de estos ex samurai, a quien cree un ebrio sin remedio; solo los lectores sabemos que ese descenso a la infamia es únicamente un plan para recobrar por medio de la espada la honra de su señor. Kodama no habría tolerado esa acusación de deslealtad. Parafraseando la versión borgeana: “¿No es esta, por ventura, aquella compañera de Borges, que lo ayudó a morir y que en vez de vengar a su señor se entrega a los deleites y a la vergüenza? ¡Oh, tú indigna del nombre de samurai!”. Eso es lo que realizó Kodama: una venganza deliberada, más burócrata que intelectual, más a través del dinero y el litigio que con la espada, sobre aquellos que (ella creía) ultrajaban el legado. Pero Borges mismo no se consideraba a sí mismo un gran señor, mucho menos un samurai; probablemente se identificara más en los bonzos ciegos que recitaban el Cantar de Heike, cumbre de la literatura épica japonesa. La espada la admiraba cuando la ejercía otro.
Sabemos que Kodama, que había retomado el estudio de la lengua paterna, pensaba legar la mitad de la obra borgeana a una universidad norteamericana y la otra a una japonesa; una vez más, volvía a la lógica de su nacimiento hafu: “mitad y mitad”. Su deber ya estaba cumplido; si no prosperaron sus planes fue por una vergüenza tribal que no le concede lugar a la infidencia, secretiva hasta con sus propios consejeros, y por la impermanencia de todos los planes humanos. Como último deseo pidió ser cremada sin ceremonias: un viaje de regreso a la ceniza.
Seguir leyendo