Por qué saberse un “roto emocional” puede ser más liberador que creerse empoderado

En su nuevo libro, “En busca de la salud emocional”, el psicólogo Federico Martínez Ruiz se aparta de los típicos libros de autuayuda y explica cómo no dejar que las pasiones nos desborden.

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El psicólogo Federico Martínez Ruiz, en su libro "En busca de la salud emocional", insiste en la necesidad de "reconocerse en la fragilidad" y dejar fluir las emociones.
El psicólogo Federico Martínez Ruiz, en su libro "En busca de la salud emocional", insiste en la necesidad de "reconocerse en la fragilidad" y dejar fluir las emociones.

“Saberse un roto emocional puede ser más emancipatorio que creerse empoderado”, escribe el psicólogo y psicodramatista argentino Federico Martínez Ruiz en su nuevo libro, En busca de la salud emocional. Y aclara: “Reconocerse en la fragilidad es saber de la imposibilidad del control, poder habitar la ausencia de garantías y bajarse de todo púlpito moralista. Es un modo de aceptar que no hay asepsia emocional”.

Este, sin embargo, no es el típico libro de autoayuda. Martínez Ruiz no ofrece recetas mágicas ni rígidas instrucciones para solucionar los problemas del lector, sino que muestra, en toda su amplia gama, cómo se manifiestan las emociones en la vida cotidiana, lo que llama “emodiversidad”.

“Lo que se busca en un espacio psicoterapéutico, y en este libro, es la comprensión de las emociones y la reflexión de su relación con los pensamientos y los comportamientos que acompañan. Cuando se experimenta angustia (por nombrar alguna), esta emoción es la llama del fuego bajo la olla de los pensamientos, de modo que, cuanto más fuerte es la llama de la emoción, más sufrientes o intensos serán los pensamientos y más me los creo”, escribe el autor en la introducción.

En busca de la salud emocional, editado por Bonum, es una oda a las emociones en todo su esplendor, a las cuales, según afirma el autor, uno no debe temerles sino permitirse sentirlas, dejarlas fluir para que no se acumulen y terminen desbordándonos.

“En busca de la salud emocional” (fragmento)

Portada de "En busca de la salud emocional", de Federico Martínez Ruiz, editado por Bonum.
Portada de "En busca de la salud emocional", de Federico Martínez Ruiz, editado por Bonum.

Elogio a los rotos emocionales

El mundo rompe a todos y, después, algunos son fuertes en lugares rotos” (Ernest Hemingway).

Yo soy el quedar roto de tus pasos olvidados” (Miguel Abuelo, “Buen día, día”).

Se viene oyendo muy seguido que estamos o alguien está “roto”, dando entender que somos sujetos averiados, descompuestos emocionalmente en los modos de vincularnos y pararnos frente al mundo. A veces, se suele buscar a alguien roto emocionalmente, para poder arreglarlo y así no arreglarse a uno mismo. En ese acto “noble”, también se encubre una cobardía, es un modo de desviarse, una estrategia para fugarse del propio síntoma. Una expresión conocida es: “Siempre hay un roto para un descosido”. Aunque saberse un roto emocional puede ser más emancipatorio que creerse empoderado.

Reconocerse en la fragilidad es saber de la imposibilidad del control, poder habitar la ausencia de garantías y bajarse de todo púlpito moralista. Es un modo de aceptar que no hay asepsia emocional. Pretender no sintomatizar en la vida y en los vínculos, que el otro no me afecte y que no haya malestar ni incomodidad es llevarse puesto al otro y a uno mismo. Reivindicar la rotura emocional puede convertirse en un acto de resistencia contra el intento de establecer modos ideales, evangelizadores y señaladores. Estar “roto” es hacer de cada caída el intento de un vuelo.

Cada vez que alguien no hace lo que se espera que haga o piense como se cree que debería ser, cuando se desvía del campo de “lo esperable”, se da rienda suelta a los etiquetados; y, casi siempre, de forma ofensiva.

Si alguien prefiere estar solo, si desea verte más seguido, si rechaza eventos con mucha gente, si escucha a Arjona, si llama por telefóno, si demora en responder, es alguien roto/a, tóxico/a, loco/a, intenso/a, rari o cualquier diagnóstico similar: no es ser alguien que no encaja, sino no ser un impostor.

Vivir se trata de tener heridas, marcas y cicatrices, por el acto mismo que implica existir. Este asunto es muy humano, pero que pareciera que en esta época moderna no se está habilitado a expresar lo que nos pasa y a mostrar nuestros defectos y afecciones; sí, a exponernos felices y exitosos. Los japoneses nos ofrecen otra alternativa con el Kintsugi, una práctica milenaria que se fue convirtiendo en una filosofía de vida y una praxis de la resiliencia.

Es una técnica que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas. En lugar de disimular sus rajaduras y líneas de fractura, se las reivindica, es decir, se les otorga un nuevo valor. Se hacen más visibles las marcas de rotura resaltándolas con polvo de oro o plata líquida. De esta manera, este método exhibe las heridas del pasado, para que adquieran una nueva vida y sentido. Este acto de restitución remarca el valor de lo genuino y de las heridas, porque así nunca hay dos piezas iguales.

El mensaje que transmite la filosofía Kintsugi es el propósito de reconstruirse y reinventarse más allá de las adversidades, hacer de esas heridas nuestros puntos fuertes. Se considera un arte de aceptación del daño y de nuestra historia, con sus errores, traumas y cargas emocionales, que no deberían ser un tabú ni algo de qué avergonzarse. Este arte japonés supone que, cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso por su imperfección. En lugar de tratar de ocultar los defectos y las grietas, se acentúan y se celebran. El artista hace resurgir el objeto con una belleza más valorada aún que la original. La virtud de la fragilidad es también su capacidad de recuperarse y hacerse incluso más poderosa y humana.

Federico Martínez Ruiz: "Vivir se trata de tener heridas, marcas y cicatrices".
Federico Martínez Ruiz: "Vivir se trata de tener heridas, marcas y cicatrices".

Pasiones: demasías emocionales

Hay tanto fuego en tu alma, puedes quemarte” (Los Gardelitos, “Amor de contramano”).

Remontándote hacia el sol aunque lastimen, vas a intentar una vez más“ (Skay Beilinson, “Falenas en celo”).

Algo que nos ayuda a comprender más profundamente las emociones es contemplarlas en función de dos ópticas. Una es la que ya fuimos viendo: considerarlas como agradables o desagradables; y la otra es en función de su intensidad, es decir, si son en demasía, como la indignación, la depresión, la ira o el pánico, para dar ejemplos. La desmesura de las emociones las convierte en pasiones porque nos demandan un exceso físico y psíquico. Las pasiones nos toman, y podemos estar bajo su control varias veces al día; pero, si nos acostumbramos a darles rienda suelta, pueden volverse corrosivas.

Voy a tomar la queja como ejemplo de una pasión nociva. Podemos tener una larga lista de quejas cotidianas para vociferar, en el trabajo, con un vecino, con el clima, con los políticos, con el periodismo, etc. La sociedad también consume compulsivamente la queja como una adicción, es decir, tiene un efecto de descarga de modo que cada vez necesita más hacerlo.

La “pasión de la queja” es un estado de alerta a todo lo negativo, que se convierte en un estilo de vida de insatisfacción crónica. Desde su desmesura, nos vamos invistiendo como víctimas que se alejan de su responsabilidad: denunciamos pero no buscamos alternativas. El hábito de la queja se vuelve como la humedad: poco a poco, va tomando mayor superficie, se va filtrando en las fisuras y reproduciéndose a sí misma. Afecta en la salud, en la cama, en los proyectos.

Las neurociencias lo explican a través del proceso de sinapsis de las neuronas; cuando uno aprende algo, enciende eléctricamente las neuronas vecinas, lo que forma una inmensa telaraña neuronal que consolida el aprendizaje. Cuanto más nos quejamos, más crece esa telaraña. Imaginemos una escena donde estamos esperando el colectivo, y cada vez tarda más en llegar; no tenemos nada que ver con las personas cercanas, pero al cabo uno empieza a quejarse, y es muy probable que otros empiecen a unirse, formando un gran grupo de quejosos que descargan sus frustraciones.

Este fenómeno fue denominado por el psicólogo Donal Hebb “aprendizaje hebbiano”.

Todos nos quejamos, y está bien si el fin es buscar respuestas a lo que nos aqueja. Si aprendemos a encauzarlas, podremos organizarlas en acciones prácticas cuando algo o alguien nos perjudican o vivimos una injusticia. Pero, si continúa siendo estéril, seremos unos amargados.

Federico Martínez Ruiz: "La 'pasión de la queja' es un estado de alerta a todo lo negativo, que se convierte en un estilo de vida de insatisfacción crónica".
Federico Martínez Ruiz: "La 'pasión de la queja' es un estado de alerta a todo lo negativo, que se convierte en un estilo de vida de insatisfacción crónica".

Por esto mismo, se consideran las emociones negativas como una chispa más fácil de amortiguar, y su desmesura pasional, como incendios difíciles de controlar.

Hay conflictos que tienen que ver con una falta, con aquello que se vive como carencia, y hay otros en relación con el exceso, con no poder parar, con no dejar de ser productivo, no poder dejar de comer, fumar, tomar o pensar. El me “sarpé”, el enojarse de más, el lamentarse de más.

Hay un corto en el termostato, y no podemos regularnos. Este “síntoma del más” nos aliena en el sentido de que, si no hago o soy más de lo que sea, no existo. Tengo que escribir mejor, tengo que adelgazar más, tengo que ser más que otro, darlo todo.

La pasión es un punto de referencia ambiguo, es decir que hay desmesuras que pueden hacernos mal pero su ausencia puede llevarnos a una vida gris, sin combustible para materializar nada. Una vida abúlica es también una pasión, en el sentido de que, en la persistencia de este estado, desaparece la capacidad de sentirse motivado, logrando desatender las rutinas necesarias de nuestro día a día. Afecta el interés para mejorar en nuestro trabajo, en nuestra higiene e imagen, empobrece nuestra vida social y aumenta la ausencia de proyectos personales.

La pasión es una emoción intensa donde se involucran el deseo y el entusiasmo por algo; esto puede ser una idea abstracta, actividad, persona u objeto. Es una fuerza primitiva que establece una relación de simpatía o rechazo muy fuerte con ese asunto en cuestión y pone de manifiesto rasgos de nuestra personalidad.

Las pasiones y las emociones son experiencias subjetivas e implican un trabajo psíquico tramitarlas, porque se entrelazan nuestros anhelos, frustraciones, motivaciones y conductas. A veces, nos conducen a actos irracionales, nos corren de eje y nos desbordan. Son importantes porque pueden empobrecer, tanto como potenciar nuestra capacidad de obrar.

La cara oscura de las pasiones es cuando nos controlan y se vuelven inmanejables, cuando nos llevan a dejar de lado compromisos importantes, cuando erosionan los afectos o nos impulsan a llevar a cabo actos irracionales y destructivos.

Ya dijimos que desde la antigüedad se intentó comprender la naturaleza de las emociones y de las pasiones. En la cultura griega, las pasiones fueron condenadas por conducir a esclavizar y distorsionar la razón del ser humano. Eran interpretadas como el camino al caos de la locura.

La razón y la pasión eran consideradas términos binarios; la persona civilizada debía estar libre de “los demonios de las pasiones” a través de la disciplina y la moderación. Este pensamiento fue sostenido por san Agustín en la Edad Media; hacía referencia a los demonios por considerar que los pasionales eran “poseídos” por espíritus malignos. Es en el Renacimiento donde se hace un viraje del extremo pensamiento teológico a uno donde se coloca al ser humano como protagonista y en el cual se distingue la distancia que había entre los principios religiosos y la realidad.

En la modernidad, con Thomas Hobbes y su obra Leviatán, se inaugura otra perspectiva, al decir que el ser humano queda libre de sus debilidades cuando puede renunciar a sus derechos naturales en favor de un orden restrictivo legitimado por consenso, en el que ponga freno al desorden de las pasiones. Para Hobbes, si todos hiciéramos lo que queremos, sería un caos; y, con la famosa frase “el hombre es el lobo del hombre”, está diciendo que el ser humano tiene en su esencia ansia de poder, y su estado natural es una lucha por imponer su voluntad sobre los demás, aunque también viene acompañado por el miedo a no sobrevivir; para él, este temor es la única garantía de la paz y la seguridad. Refiere la necesidad de un poder común que nos proteja y que determine qué se puede hacer y qué no, para que haya una organización social que nos cuide de nuestros apetitos pasionales.

Sigmund Freud supera este postulado diciendo que esta inclinación agresiva es una disposición originaria producto de la pulsión de muerte y que todos enfrentamos un “conflicto neurótico” en el que las pasiones son centrales porque son portadoras del deseo que busca satisfacción a toda costa. Y, como no es posible saciar completamente el deseo presente en cada pasión, es aquí donde emerge el conflicto.

Desde diversas perspectivas, vimos que para algunos las pasiones se han concebido como aquello que es digno del mayor desprecio, como algo que debe ser reprimido porque, cuanto más se las deja desplegar, más difícil es controlarlas, ya que se supone que cobran cada vez más intensidad.

Quién es Federico Martínez Ruiz

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina.

♦ Es psicólogo, psicodramatista y coordinador en Recursos Expresivos.

♦ Ha sido docente en los niveles secundario, terciario y universitario.

En busca de la salud emocional es su primer libro.

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