Cuando estudiaba inglés a mediados del siglo pasado, la profesora me impuso como lectura complementaria un libro de tapas azules sin ilustración alguna, cuyo título todavía recuerdo: Selected readings (Lecturas selectas). Y dos de los cuentos incluidos quedaron grabados en mi memoria hasta hoy por esos indescifrables mecanismos de la mente.
Uno era de Mark Twain, de quien ya había leído para entonces en castellano Tom Sawyer y Huckleberry Finn: “La célebre rana saltarina del condado de Calaveras”, enormemente divertido. El otro era de un escritor hasta entonces absolutamente desconocido para mí: se llamaba Hector Hugh Munro, firmaba con el seudónimo de Saki, (tal vez deformación del nombre de ese vino de arroz de color clarito, oriundo del Japón, el sake, que solo resulta rico si acompaña sushi u otros platos de ese origen).
Más adelante me enteré de que, aunque de origen escocés por su familia, había nacido en Birmania, el país hoy conocido como Myanmar, que fue colonia británica hasta 1948. El cuento se llamaba “Tobermory” y era la historia de un gato llamado así a quien su dueño, un noble, había enseñado a hablar pero no a reprimirse, de modo que su aparición en reuniones sociales, en las que comentaba sin recato cosas que había visto o escuchado, solía provocar odios asesinos en muchos de los circunstantes.
A partir de esa lectura me interesé en el autor, que se crió en Inglaterra, volvió a Birmania para ser policía militar, y se dedicó al periodismo una vez regresado a aquel país. Fue primero periodista político y corresponsal extranjero, hasta que en 1914 apareció su primera novela. Desde 1904 hasta su muerte a manos de un francotirador, cuando luchaba en el ejército británico en la Primera Guerra Mundial, publicó varios volúmenes de cuentos que originalmente fueron artículos en el periódico Westminster Gazette.
Si la ironía y el exquisito sentido del humor tienen en la literatura inglesa excelentes representantes (Chesterton, Bernard Shaw en su teatro y, especialmente, en los prólogos a la edición de sus obras; Oscar Wilde; P. G. Wodehouse, Jerome K. Jerome -autor de la divertidísima novela Tres hombres en un bote… sin contar al perro-, el genial y todavía vivo David Lodge y siguen las firmas), Saki lleva el género a cumbres no superadas.
La editorial argentina Claridad, fundada en 1922 por el socialista español Antonio Zamora y hoy parte del grupo Heliasta de los hermanos Cabanellas, emprendió en el año 2000 el rescate de los libros de Saki, y en esta columna voy a referirme a uno de ellos: Animales más que animales, publicado en 2006 en una muy cuidada traducción de Margarita Costa.
Aunque el título pudiera hacer pensar que se trata de fábulas, de esas en las que los animales hablan como muchas de Esopo, Tomás de Iriarte o Lafontaine (el caso del gato Tobermory abonaría ese supuesto equivocado), en los concisos relatos del libro los animales aparecen en roles diferentes.
Como en “La loba”, en el que una dama de sociedad se somete a los poderes de un viajero a quien le pide transformarla en loba y, más adelante, en un joven nubio que cumple los más secretos deseos de la dama. O la paciente moribunda que solicita –y consigue- reencarnar en una nutria.
Las originales tramas de estos relatos resultan realzadas por el estilo narrativo del autor: cada dos frases intercala una referencia satírica desopilante, y tiene una tersura en el contar muy decimonónica, bien respetada en la versión al castellano.
No estoy solo en la admiración por Munro: el propio Borges, generalmente avaro en elogios a otros escritores, escribió: “Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis, puede recordar las deliciosas comedias de Wilde”.
Y Tom Sharpe, el autor de la muy divertida novela Wilt y sus secuelas, puso en evidencia lo que cualquier lector descubrirá a poco andar en los libros de Munro: “Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando lo hayas terminado, querrás empezar otro; y cuando los hayas leído todos, jamás los olvidarás.”
Es lo que yo llamo el efecto “médano”: esa tentación por seguir escalando una de esas montañitas de arena a pesar de las dificultades cuando se empieza a treparlas. O bien lo que gritaba un señor gordito (¿habrá que decir ahora “desfavorecido en materia de peso”?) en la publicidad de unos locales que vendían pastas: “¡QUIERO MÁAAS!”.
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