Hace unos años, Marcos López dirigió la película Ramón Ayala, sobre el gran compositor y cantor misionero, y lo puso en la escena porteña donde, curiosamente, había empezado su larga trayectoria en los años del primer gobierno de Juan Domingo Perón. Muchos nos soprendimos de que Ayala hubiera estado viviendo siempre en Buenos Aires y muchos otros se habrán sorprendido de que ese tipo, en la película una especie de gaucho rockstar, fuera el compositor de canciones que habían escuchado cientos de veces en las voces de cantantes reconocidas como Mercedes Sosa o Liliana Herrero, por nombrar sólo dos de las tantas y tantos versionistas que tiene.
En el documental él habla, cuenta cosas, la génesis de algunas canciones, pero también se lo muestra desplegado en todos aquellos que siguen llevando su música a todas partes: desde un muchacho que vende cedés truchos en los colectivos hasta un grupo que toca a la vera de un río animando la tarde de los veraneantes. La película cuenta a Ayala pero sobre todo cuenta un universo creado por él como si fuera alguno de esos duendes montaraces de su infancia.
Hay un libro que podría ser el perfecto complemento de la película, Confesiones a partir de una casa asombrada, una memoir, una pieza breve y extraña publicada en 2015 por la editorial rosarina Serapis en colaboración con la EDUNAM, la editorial de la universidad de Misiones.
Siempre me gustó la idea de “asombrada” no como sinónimo de “sorprendida” sino en su dimensión más bien mágica: estar en sombras o tomada por las sombras. Lo decía mi madre cuando habíamos tenido pesadillas por la noche o en mi periodo de sonambulismo: “Es que quedó asombrada”… El libro comienza y termina en la misma casa de Posadas (Misiones), donde Ayala, sus hermanos y su madre viuda vivieron un tiempo, antes de mudarse a Buenos Aires.
Una casa prestada, una muestra de solidaridad pueblerina con la familia caída en desgracia luego de la muerte del padre. Sin embargo, el sitio tiene sus misterios y la advertencia no tarda en llegar a los nuevos habitantes de boca de las vecinas: “Si alguna vez, María, oís algo raro allí, no vaye asustarte, che ama, ¡no hagas caso! ¡Es la única manera de vivir en ella! La casa es cómoda y fresca… sólo que… resulta, a veces, un poco asombrada”.
Las primeras páginas narran esos días de la infancia: los gurises libres por las calles, los cañaverales, el perro llamado Niño porque había nacido en nochebuena, las escapadas al arroyo, la amenaza latente de seres como el Pombero y el Yasí Yateré. En ese universo tramado de mitos y creencias también está la “plata-yvyvy” también llamada “entierro”, botines, tesoros que se supone habían sepultado los jesuitas para protegerlos de los ataques de mamelucos y bandeirantes; y familias ricas que escondían de esta forma sus fortunas.
“De esta manera, cuando aparecen las luces fosforescentes en la noche u otros signos del misterio, surge la certeza de que el dueño del entierro llama al feliz mortal desde el más allá para que recupere el oro perdido, en su provecho.” Por supuesto la casa asombrada también se cree poseedora de varios o alguno de esos entierros y Ayala el gurisito se ve obligado a escarbar en las noches de luna, azuzado por su madre y la ilusión de salir de pobres, para terminar siempre con un culo de botella entre las manos.
Leerlo es como escucharlo a Ramón Ayala: su narrativa como su poesía y también como su manera de hablar es florida y declamatoria, una sintaxis con muchos adjetivos que suelen preceder al sustantivo; palabras en guaraní; algo muy bonito que es el uso del verbo ser en vez de estar: “Éramos en la ciudad veraniega de Mar del Plata”, como si uno fuera aunque sea momentáneamente ese lugar al que llega.
De Posadas a Buenos Aires, Ayala, que entonces aún se llamaba Ramón Cidade, se convierte en un hombre joven del Dock Sud, trabaja en un frigorífico, se compra la primera guitarra, aprende a pintar en la escuela Quinquela Martín. Los fines de semana los provincianos que viven en la ciudad salen de conventillos y pensiones y se reúnen en las peñas para escucharlo cantar.
De esa época de ascenso hay un relato, Cosas curiosas, que cuenta su amistad con Horacio Guarany, a quien ayuda acompañándolo en grabaciones y shows cuando Guarany era un ilustre desconocido: “La vida diría su sonora palabra. Una vez pisado el umbral del éxito, se pondría una capa de olvido y silencio”. Muchos otros nombres van apareciendo en el anecdotario de giras ya por la noche porteña, por el país o por el mundo: Roa Bastos, Juan Carlos Dávalos, Fidel Castro, Armando Tejada Gómez, una debutante Mercedes Sosa.
Uno de esos viajes lo regresa a Posadas y el asombro de la casa que nunca lo abandonó parece llamarlo. Una cierta curiosidad y el ánimo de ver las cosas más “objetivamente” que en su infancia, comprobar que no había allí ningún asombro y que todo eran imaginerías. Pasaron veinte años desde la partida. Llega a la casa deteriorada por el tiempo: nidos de arañas, grietas… lo atiende la única habitante de la casa: “Era, detenida en el umbral, como un junco humano”.
Pero apenas trasponer la puerta, el gótico litoraleño vuelve a invadir el relato y la confesión de la mujer, vestida de negro, ella también más cercana a una aparición que a alguien de carne y hueso: “… sus facciones se habían teñido de cierto color rosado y sus ojos se movían hacia el patio como buscando la aprobación de un ser invisible que rondara en la luz.
-Ayer-prosiguió- en plena siesta me desperté en medio de un fragor tan grande, que salté automáticamente de la cama convencida de que el techo de la cocina se había desplomado. Acudí presurosa con el temor de presenciar el derrumbe, pero, como ustedes ven todo está intacto. No sé a qué atribuirlo, tal vez deba hacer bendecir nuevamente la casa”.
Los viajes, al pasado, a la memoria, a su tierra, pero también los viajes por geografías tan diversas como Tierra del Fuego, La Habana o Uganda ocupan buena parte del libro. En uno de esos relatos, Los extraños frutos, se observa algo que dijo en una entrevista con respecto a estas memorias: “El que no tiene asombro tiene muerto una parte del niño que lleva adentro. Como nosotros tenemos no un niño, sino dos niños, despiertos y asombrados, es por eso que podemos captar una cantidad de cosas que van a nuestro alrededor y que están llenas de sorpresas y de encantamientos”.
Entonces cuenta que iba con un amigo hacia Kampala y en el camino ven una larga fila de árboles que a él le recuerdan al álamo, de cuyas ramas pendían frutos oscuros. Le llaman la atención y se lo comenta al amigo que le dice que de regreso ya verá qué contienen los árboles. Y a la vuelta lo descubre: “Los árboles proyectaban sus oscuras formas, en contraluz con el cielo crepuscular, frente a nosotros, solemnes. De pronto, uno de los frutos se movió, lentamente. Otro cambió de lugar y aquellos abrieron alas sombrías cayendo hacia ramas bajas. A los pocos minutos el cielo era una bóveda de alas oscuras cubriendo la luz muriente”. Algo en el tono de este relato, en el extrañamiento que produce estar en tierras realmente lejanas y extranjeras, me recuerda a El criador de gorilas, los relatos africanos de Roberto Arlt.
Como dije, el final del libro vuelve a la casa asombrada del comienzo. Ramón Ayala siente “el llamado de la tierra roja” donde nació y adonde no ha dejado de volver a lo largo de su vida y de su carrera, en sus poemas, en sus canciones memorables, en ese ritmo que inventó, el gualambao: “Un ritmo que tenía sinuosidad de río, movimiento del viento por las lomas, el andar balanceado de los hombres, el vuelo de las garzas sobre la selva, el entrar y salir del remo en el agua…”.
La casa es otra, ya sin luceríos ni sonidos extraños, devino un bar. La casa es otra pero el asombro sigue en Ramón, en su corazón de niño criado entre esas paredes, en las voces de su infancia, en la voz de pájaro del duende llamándolos: “¡Yasi Yateréee…! ¡Yasi Yateréee…!”.
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