La Segunda Guerra Mundial se ha convertido en un género literario en sí mismo. Desde pesados volúmenes de historia hasta atrapantes ensayos y novelas, el nazismo es un tema más que recurrente en los libros. ¿Hay algo que no se haya dicho, entonces, sobre el conflicto militar que paralizó al mundo desde 1939 hasta 1945?
Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial, del historiador español Jesús Hernández, demuestra que, a pesar de la cantidad de libros escritos al respecto, todavía quedan por develar muchos secretos bien guardados de la contienda entre los Aliados y las potencias del Eje.
Una batalla que preocupó a Europa recién acabada la guerra. El verdugo más prolífico de la historia. La versión de la India del juicio de Núremberg. Los sofisticados trucos de los soviéticos para engañar a los alemanes. Los épicos esfuerzos norteamericanos para suministrar libros a sus soldados. El ingeniero español que pudo haber salvado miles de vidas en Londres. Los judíos que colaboraron con el nazismo. La terrible hambruna que Churchill permitió en la India. La larga lista de alimentos e invenciones que la guerra catapultó a la fama mundial.
Todo esto y mucho más puede leerse en el largo -aunque ameno y didáctico- Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial, editado por Lea, que va desde los datos curiosos hasta las anécdotas más impactantes y, además, incluye una serie de divertidos cuestionarios que pondrán a prueba los conocimientos del lector más entendido.
“Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial” (fragmento)
El mito de la carga de la caballería polaca
Como el lector bien sabrá, la Segunda Guerra Mundial comenzó la madrugada del viernes 1 de septiembre de 1939, cuando las tropas alemanas se lanzaron a la invasión de Polonia.
En las llanuras polacas se dio ese choque entre la moderna guerra mecanizada, que marcaría las grandes operaciones de la Segunda Guerra Mundial, representada por el ejército germano, y un concepto anticuado de la guerra, anclado en el pasado, que sería el que pondría en práctica el ejército polaco. El ejemplo más emblemático de esa colisión sería la supuesta carga de los jinetes polacos, lanza en ristre, contra los tanques alemanes.
Es probable que el lector sepa ya que esa imagen, la anacrónica caballería enfrentándose a los ingenios bélicos más avanzados, no es más que un mito creado por la propaganda germana, que haría fortuna hasta tal punto que ha sido dada por cierta en muchas ocasiones. Pero lo que quizás no sepa es que los jinetes polacos tuvieron una actuación destacada durante la campaña, anotándose acciones de gran valor y despertando el temor y la admiración de sus enemigos, unos episodios que seguramente no encontrará en su libro de la Segunda Guerra Mundial.
La brigada Pomorska
Antes de que estallase la guerra, los polacos confiaban en la gran movilidad y capacidad de maniobra de su caballería. Con 70000 jinetes, Polonia contaba en 1939 con la caballería más numerosa de Europa.
La tarde del mismo 1 de septiembre de 1939, la caballería tuvo ocasión de demostrar ya su utilidad en el campo de batalla, cuando la brigada Pomorska (Pomerania) se encargó de proteger la retirada de una división de infantería que había tratado infructuosamente de defender la ciudad de Chojnica, en Pomerania.
Sin embargo, lo que había sido una acción digna de quedar inmortalizada en las páginas más gloriosas escritas por la caballería a lo largo de su historia, acabaría convirtiéndose en un episodio ridículo, gracias a una hábil maniobra de la propaganda nazi, que posteriormente los soviéticos se encargarían de certificar.
Crónica italiana
Al día siguiente de la carga de Mastalerz y sus jinetes, un grupo de reporteros alemanes e italianos fue llevado al lugar en el que había tenido lugar el choque. Uno de ellos era el célebre periodista Indro Montanelli, por entonces corresponsal del Corriere della Sera en el Báltico. Al encontrarse con los cuerpos sin vida de los polacos, e interpretando libremente el testimonio de los soldados alemanes, Montanelli relató en su crónica que los valerosos jinetes habían muerto cargando contra los tanques germanos blandiendo sables y lanzas.
El mito, en el cine
Tras la Segunda Guerra Mundial, no se hizo nada desde Polonia para desmentir el mito. Las nuevas autoridades polacas, controladas por la Unión Soviética, se limitaron a seguir las consignas dictadas por Moscú, que en este caso eran, paradójicamente, coincidentes con lo expuesto anteriormente por la propaganda nazi. Así, los soviéticos presentarían la carga de la caballería en Krojanty como un ejemplo de la estupidez de los anteriores gobernantes polacos, que no habían sabido preparar al país para la guerra y que, una vez iniciada ésta, no habían dudado en derramar la sangre de sus propios soldados en ataques tan grotescos como ése.
El mito de los jinetes polacos atacando a los panzer con sus sables y lanzas ha perdurado en el tiempo hasta llegar a la actualidad, siendo frecuente encontrar referencias a la historicidad de este episodio.
Los héroes de Westerplatte
Un caso similar al de la caballería polaca ocurriría con la conocida como batalla de Westerplatte. Ese es el nombre de una estrecha península boscosa situada a la entrada del puerto de Danzig y, por tanto, de gran importancia estratégica.
Aunque la valentía de los defensores de Westerplatte había impresionado a los alemanes, con ellos ocurriría lo mismo que con los integrantes de la caballería polaca. Tras la guerra, los soviéticos trataron de ridiculizar a los anteriores gobernantes «burgueses», lo que no encajaba con la heroica actuación de los hombres de Sucharski. Por tanto, la historiografía polaca de posguerra, férreamente controlada por Moscú, simplemente la ignoró.
El hombre que pudo haber salvado a los londinenses
La invasión de Polonia por parte de la implacable máquina de guerra germana fue la primera de una serie de fulgurantes conquistas que asombrarían al mundo. Tras la claudicación de los polacos, tanto los franceses como los británicos —que habían declarado la guerra a Alemania la mañana del domingo 3 de septiembre de 1939— esperaban que Hitler se sintiese satisfecho con su botín y se aviniese a algún tipo de acuerdo con los Aliados para evitar que se incendiase de nuevo el continente.
Pero el 24 de agosto de 1940 ocurrió un incidente que cambiaría el curso de la guerra aérea, y que afectaría a millones de personas. Un hecho fortuito cambiaría las reglas de la partida que se estaba jugando y resultaría determinante para el desenlace de la batalla de Inglaterra. Un escuadrón germano que tenía como objetivo bombardear instalaciones militares se desorientó y dejó caer sus bombas sobre una zona habitada de Londres. A los británicos no se les pasó por la cabeza que pudiera tratarse de un error, por lo que idearon una rápida respuesta.
La decisión de centrar los ataques aéreos sobre las ciudades se tomó creyendo que la población civil no resistiría los sufrimientos y reclamaría a las autoridades poner fin a la guerra. Sin embargo, los británicos se dispusieron a resistir la ordalía lanzada por Hitler, con un espíritu de resistencia que se convertiría en motivo de orgullo.
Esa es la imagen heroica que ha quedado de la resistencia del pueblo británico a la brutal campaña de bombardeos de la Luftwaffe. Sin embargo, lo que seguramente no dirá su libro de la Segunda Guerra Mundial es que el gobierno británico pudo haber evitado fácilmente la mayoría de esas muertes, pero que no lo hizo por prejuicios sociales y políticos.
El refugio Anderson
Durante los años anteriores a la guerra, el ministerio del Interior británico había estado trabajando para proporcionar a la población británica protección ante los bombardeos.
El fruto de esos estudios sería la creación del refugio antiaéreo Anderson, llamado así por el nombre del entonces ministro de Defensa Civil (Home Security), el escocés sir John Anderson. La base de la protección de la población civil británica contra los bombardeos aéreos sería dicho refugio.
En septiembre de 1939, una vez que había estallado la guerra, los refugios Anderson comenzaron a ser distribuidos entre la población. Eran gratis para los que ganaban menos de 250 libras al año, que eran la gran mayoría.
El ejemplo de Barcelona
La guerra civil española, que había estallado el 17 de julio de 1936, vio cómo la población civil no quedaba al margen de las operaciones militares. Muchas ciudades sufrieron bombardeos aéreos; una de ellas sería Barcelona. A partir del 16 de marzo de 1937, la capital catalana se convertiría en objetivo de la Aviación Legionaria italiana, cuyos aparatos despegaban desde la isla de Mallorca.
En Barcelona se construyeron en muy poco tiempo 1400 refugios, y en toda Cataluña 2100, siguiendo las especificaciones de seguridad determinadas por la Junta de Defensa Pasiva, que debía también supervisar su cumplimiento. El encargado de esta labor sería un ingeniero industrial nacido en Barcelona en 1907, Ramón Perera Comorera.
Gracias a sus observaciones y estudios del efecto de las bombas, incorporó medidas de protección que se demostrarían totalmente eficaces, ya que no hubo que lamentar ningún muerto entre los que buscaron la seguridad de los refugios durante los bombardeos.
El debate de los refugios
Perera llegó a la capital británica en marzo de 1939 optimista e ilusionado, al ver como su trabajo anterior despertaba reconocimiento y admiración. Esa labor le había permitido escapar a los campos de internamiento del sur de Francia, en donde habían quedado confinados miles de compatriotas suyos, a la espera de un destino incierto. Su protector, Helsby, también estaba feliz, al ser el «descubridor» del hombre que podía salvar miles de vidas británicas, y urgió al gobierno a que se pusiera manos a la obra en la construcción de refugios, ahora que ya tenían entre ellos al mayor experto en la materia.
El gobierno conservador no veía con buenos ojos la construcción de refugios públicos. La razón esgrimida, tal como constaría en los documentos secretos que posteriormente saldrían a la luz, era el temor a que la población se volviese «cobarde y holgazana», aunque el mayor miedo era que los refugios se convirtieran en un campo abonado para la crítica y el descontento popular.
La población, desprotegida
Como era de prever, la decisión del gobierno británico de apostar por los refugios individuales tendría resultados fatales. Los barrios populares de Londres, donde la gente no tenía casas con jardín en el que enterrar el refugio Anderson, serían los más castigados, ya que las zonas industriales se convertirían en objetivos estratégicos de la Luftwaffe y los obreros vivían cerca de las fábricas.
El ingeniero catalán, decepcionado al ver cómo los británicos habían despreciado la solución que tan bien había funcionado en Barcelona, vería también cómo las autoridades trataban de acallarle para que no pusiera en entredicho el modelo de protección adoptado. Aunque pudo impartir una conferencia sobre su experiencia durante la Guerra Civil en la Royal Society of Arts londinense, no se le permitió publicar un libro en el que la explicaba.
Mientras las clases más pudientes tenían asegurada la protección, la mayor parte de los londinenses no tenía otra opción que refugiarse en los túneles del metro.
Las estadísticas reflejaban también claramente la desprotección a la que los londinenses se veían condenados. Durante los ataques aéreos, un 4 por ciento acudía a las estaciones de metro y a otros refugios subterráneos improvisados, un 9 por ciento asumía el riesgo de usar los frágiles refugios de superficie y un 27 por ciento usaba el refugio Anderson que tenían en su jardín. El 60 por ciento restante decidía quedarse en su casa y encomendarse al destino, a falta de una opción mejor.
Refugios colectivos
En octubre de 1940, Churchill hizo dimitir a Anderson como responsable de la defensa civil para tratar de paliar las críticas. El cese de Anderson supuso la admisión de que la política de refugios individuales había sido un fracaso. El país había demostrado estar mal equipado para hacer frente a una campaña de bombardeo estratégico, a pesar de que había contado con el tiempo necesario para prepararse. Sir Anderson se convertiría en el chivo expiatorio, aunque la defenestración no sería completa, ya que seguiría como miembro del gobierno.
En cuanto a los refugios Anderson, acabado el conflicto las autoridades comenzaron a desmantelarlos y recogerlos para reutilizar el hierro. Si alguien deseaba conservar el suyo, debía comprarlo.
Quién es Jesús Hernández
♦ Nació en Barcelona, España, en 1966.
♦ Es historiador, periodista y escritor.
♦ Es licenciado en Historia Contemporánea y en Ciencias de la Información.
♦ Escribió libros como Las cien mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial y Norte contra Sur.
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