La historia oficial dice que Lucrezia de Médici murió de tuberculosis. Pero la historia, claro, la escriben los ganadores, los sobrevivientes. Por suerte, fuera de lo que dice “la historia”, siempre hay otras historias, otras versiones. Y en el caso de la joven Lucrezia de Médici, una de las hijas de la célebre dinastía italiana que había sido obligada, con tan solo 15 años, a contraer matrimonio con Alfonso II de Este, duque de Ferrara, hay quienes dicen que no padeció esa fatal enfermedad sino que, en realidad, fue envenenada al poco tiempo de su casamiento.
A partir de esta premisa, la escritora irlandesa Maggie O’Farrell indaga en la poco recordada figura de la tercera hija del duque Cosimo de Médici y la reconstruye en su esperada nueva novela, El retrato de casada. Esta llega después del rotundo éxito internacional de Hamnet, en la que también investiga el pasado para recuperar la historia de la familia de William Shakespeare.
En El retrato de casada, editado por Libros del Asteroide, O’Farrel traslada al lector a la Florencia de mediados del siglo XVI con una novela que no solo es una ventana a un pasado pintoresco sino que además, a través de la ficción, reimagina uno de los mayores misterios de la Italia renacentista.
Escribe O’Farrell al comienzo del libro, que puede leerse a continuación. “Él desdobla la servilleta, endereza un cuchillo, acerca una vela y de pronto, con una claridad particular, como si le pusieran un cristal de color ante los ojos, o tal vez se lo retiraran, a ella se le ocurre que tiene intención de matarla”.
Así empieza “El retrato de casada”
Un lugar agreste y solitario
La fortezza, cerca de Bondeno, 1561
Lucrezia se sienta a la larga mesa del comedor, tan pulida que reluce como el agua y cubierta de fuentes, tazas invertidas y una coronita de ramas de abeto trenzadas. Su marido ocupa una silla, pero no en su sitio de costumbre, en la otra punta, sino a su lado, tan cerca que podría apoyar la cabeza en su hombro si quisiera; él desdobla la servilleta, endereza un cuchillo, acerca una vela y de pronto, con una claridad particular, como si le pusieran un cristal de color ante los ojos, o tal vez se lo retiraran, a ella se le ocurre que tiene intención de matarla.
Ha cumplido dieciséis años, no hace ni uno que contrajo matrimonio. Han pasado gran parte de la jornada en los caminos, aprovechando las pocas horas de luz propias de la estación, después de salir de Ferrara al amanecer y cabalgar hacia lo que, según él, era un refugio de caza, lejos, al noroeste de la provincia. Pero esto no es un refugio de caza, le habría gustado decir cuando llegaron a su destino: un edificio de altos muros de piedra oscura, flanqueado por un bosque denso a un lado y un retorcido meandro del río Po al otro. Le habría gustado volverse en la silla y preguntarle ¿por qué me has traído aquí?
Sin embargo, no dijo nada y dejó que su yegua siguiera el camino tras él, entre árboles que goteaban, hasta cruzar el arqueado puente y llegar al patio del extraño alcázar en forma de estrella; desde este primer momento le llamó la atención la inusitada ausencia de gente.
Se han llevado los caballos, ella se ha despojado del sucio manto y del sombrero, y él, de espaldas al resplandor de la chimenea, ha mirado cómo se los quitaba; ahora, con un gesto, indica a los criados del campo, que aguardan entre las sombras exteriores del comedor, que se acerquen y les sirvan de comer, que corten el pan, que escancien vino en las copas, y de repente ella se acuerda de las palabras que su cuñada, en un ronco susurro, le dedicó: Te echarán la culpa.
Lucrezia agarra el borde del plato con los dedos. La certeza de que él pretende acabar con su vida es como una presencia a su lado, como si un ave rapaz de negro plumaje se hubiera posado en el brazo de su silla.
He ahí la razón del repentino viaje a un sitio tan agreste y solitario. La ha traído aquí, a este alcázar de piedra, para asesinarla. La estupefacción la arranca de su cuerpo y casi se echa a reír; flota en el techo abovedado mirando hacia abajo, a sí misma y a él, sentados a la mesa, llevándose a la boca el caldo y el pan salado. Él se inclina hacia ella y le toca la piel desnuda de la muñeca mientras le dice algo; se ve asintiendo, tragando la comida, pronunciando unas palabras sobre el viaje y los amenos paisajes por los que han transitado como si no pasara nada entre ellos, como si se tratara de una cena normal y después fueran a retirarse al lecho.
En realidad —piensa, todavía en lo alto de las piedras húmedas y frías del techo del comedor—, la jornada desde la corte hasta aquí ha sido aburrida, entre campos desolados y helados, bajo un cielo tan plomizo que parecía abatirse, agotado, sobre las copas de los árboles deshojados. Su marido había impuesto una marcha al trote, millas y millas rebotando en la silla, con la espalda dolorida y las piernas irritadas por el roce de las medias húmedas. A pesar de los guantes forrados de ardilla, los dedos con que sujetaba las riendas se le habían quedado rígidos de frío y las crines del caballo no habían tardado en cubrirse de hielo. Su marido iba delante, escoltado por soldados. Cuando la ciudad dio paso al campo le habría gustado espolear a su montura, clavarle los talones en los flancos y volar por encima de las piedras y la tierra, avanzar por el paisaje llano del valle a gran velocidad, pero sabía que no debía hacerlo, que su sitio estaba detrás o cerca de él, si la invitaba, jamás delante, y así siguieron, al trote.
En la mesa, mirando al hombre del que sospecha que va a matarla, se arrepiente de no haberlo hecho, de no haber puesto a la yegua al galope. Se arrepiente de no haberlo adelantado como una flecha, crepitando de regocijo transgresor, con el pelo y el manto azotando el aire detrás de ella y levantando barro con los cascos. Se arrepiente de no haber llevado las riendas hacia las montañas lejanas, donde se podía haber perdido entre los pliegues rocosos y las cumbres para que nunca pudiera encontrarla.
Él apoya los codos a los lados del plato y le cuenta que venía a este refugio —como insiste en llamarlo— cuando era niño, que su padre lo traía aquí de caza. Le cuenta que lo obligaba a disparar una flecha detrás de otra a una diana colocada en un árbol, hasta que le sangraban los dedos. Ella asiente y murmura palabras de comprensión cuando es preciso, pero lo que de verdad quiere hacer es mirarlo a los ojos y decirle: sé lo que te propones.
¿Se asombraría, lo desconcertaría? ¿La considera una esposa inocente e ingenua que apenas ha salido de la niñez? Lucrezia ve todas estas cosas. Ve que su marido lo ha pensado con esmero, con diligencia, separándola de todos, asegurándose de que su séquito quedara atrás, en Ferrara, de que esté sola, de que no haya nadie aquí del castello, solo ellos dos, un par de soldados fuera y unos pocos criados del campo para servirlos.
¿Cómo querrá hacerlo? Por una parte, le gustaría preguntárselo. ¿Un puñal en un pasadizo oscuro? ¿Apretándole la garganta con sus propias manos? ¿Una caída del caballo que parezca un accidente? Está segura de que habrá pensado en todas estas cosas. Le aconsejaría que procurara hacerlo bien, porque su padre no va a considerar el asesinato de su hija con indulgencia.
Deja la copa; levanta la barbilla; vuelve los ojos hacia su marido, Alfonso, duque de Ferrara, y se pregunta qué va a pasar a continuación.
Quién es Maggie O’Farrell
♦ Nació en Coleraine, Irlanda del Norte, en 1972.
♦ Es escritora.
♦ Entre sus libros se encuentran Hamnet, La primera mano que sostuvo la mía, Sigo aquí, La extraña desaparición de Esme Lennox, Instrucciones para una ola de calor y Tiene que ser aquí.
♦ Recibió múltiples galardones como el Women’s Prize Fiction y el Premio del Círculo Nacional de Críticos de Libros.
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