Se necesitaba coraje. Y Bill Furlong lo tuvo. “¿Era posible seguir adelante a lo largo de todos los años, de décadas, de toda una vida, sin ser lo suficientemente valiente para ir en contra de lo establecido y, sin embargo, llamarse cristiano, y enfrentarse al espejo?” El protagonista de la novela Cosas pequeñas como esas, escrita por la autora irlandesa Claire Keegan, es vendedor de carbón y madera en un pueblo de Irlanda. Está casado con Eilleen y tienen cinco hijas.
Bill Furlong era consciente de lo fácil que podía ser perderlo todo. En New Ross, el pueblo donde vivían, los jóvenes habían empezado a emigrar a Londres, Boston y Nueva York. El astillero había cerrado y la fábrica de fertilizantes había despedido a mucha gente. “Los tiempos eran duros, pero eso hacía que Furlong estuviera aún más determinado a seguir adelante y (…) a permanecer del lado correcto”.
Pero un día, en un pueblito perdido de por ahí, su apacible vida como trabajador y padre de familia cambió: en la colina del otro lado del río se escribía el capítulo más infame de la historia irlandesa y él estaba a punto de saberlo. “La gente decía muchas cosas, y una buena parte de lo que se decía resultaba difícil de creer”.
Lo cierto es que lo que cambió el rumbo de aquellas muchas cosas que se decían fue un hecho casual. Una mañana, Furlong llegó antes de lo pactado a entregar un pedido de carbón al convento de las monjas del Buen Pastor. Y, sin decir agua va, se encuentra con una escena perturbadora.
“No dejaba de ver a las chicas en cuatro patas, lustrando el suelo y el estado en el que se encontraban, pero lo que también le sorprendió fue (…) un candado en el interior de la puerta que conducía desde el huerto al frente, y que la parte superior del muro que separaba al convento de St. Margaret’s (la escuela donde asistían sus hijas) estaba rematada con vidrios rotos”.
Al principio el protagonista decidió hacer de cuenta que no pasaba nada, pero con el paso de los días y la cercanía de la Navidad no pudo más con su conciencia y decidió regresar al lugar. Y aquí es donde el relato da un giro inesperado. “Cuando se las arregló para sacarla y vio lo que tenía delante de sí- una chica que casi no podía estar en pie, con el pelo mal cortado- la parte de persona común que había en él (…) deseo no haberse acercado nunca al lugar (…). Tienes un hijo? Tiene 14 semanas – respondió- Me lo sacaron. No sé dónde está”.
Cosas pequeñas como esas cuenta -a través de una ficción- el drama silenciado de Las Lavanderías de la Magdalena, también conocida como Asilos de las Magdalenas, donde cerca de diez mil niñas y mujeres – algunas de ellas embarazadas o madres solteras- fueron maltratadas y obligadas a trabajar en condiciones inhumanas. Algunos de los bebés y niños que nacían allí eran vendidos por las religiosas a familias extranjeras. Otros tantos murieron y fueron enterrados en tumbas sin nombres.
Entre 1922 y 1996 (fecha en la cual se cerró la última) hubo seis lavanderías funcionando en toda la República de Irlanda, dirigidas por órdenes religiosas católicas en complicidad con Estado de Irlanda. Recién en 2013 el gobierno pidió disculpas públicas.
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