¿Qué significa pensar contra los lugares comunes de la “corrección política”? ¿Significa asumir una postura de obligatoria “incorrección”? Y para quien intente indagar con su pensamiento en aguas tan revueltas, ¿no existe el riesgo de quedar atrapado en un remolino de equívocos donde “correctos” e “incorrectos” lo malinterpreten por igual? Lo cierto es que desde 1989, cuando publicó su primer gran éxito internacional, El sublime objeto de la ideología, el esloveno Slavoj Žižek se convirtió en uno de los pocos best-sellers de la Filosofía que saben convivir con lo mejor y lo peor de esta situación. Y a pesar de sus muchos imitadores, apologistas o detractores, la ubicación singularmente incómoda de Žižek en el agitado espectro intelectual de Occidente todavía funciona como un imán para quienes están dispuestos a cuestionar y cuestionarse.
Hecho de retazos de ideas elaboradas en varios de sus libros, artículos periodísticos sobre política o cultura y columnas de opinión publicadas en distintos medios durante la última década, Hipocresía es otra prueba de que, a los 73 años, Žižek es una brújula cautivante y entretenida para quienes desconfíen del “lugar común”. Y en el ámbito de las ideas, ¿qué es un típico “lugar común”? Sin ir más lejos, el hecho de que “gran parte de la actual política progresista”, como escribe Žižek en su libro Pedir lo imposible, nos empuje compulsivamente a “participar en un diálogo para asegurarse de que nuestra inquietante pasividad se rompa”, lo cual no demostraría otra cosa que la existencia de una convocatoria abierta a que todos hablen sin pausa, sólo para “asegurar que nada va a cambiar realmente”.
Lúcida como de costumbre, la estrategia žižekiana para desnudar estas maniobras apunta precisamente a lo que, porque es aceptado de forma incuestionada, opera como una trampa ideológica. En Hipocresía hay otro ejemplo, presentado a partir de una pregunta acerca de la supuesta naturaleza agitadora de la Filosofía. Pero, ¿y si la tarea de la Filosofía, escribe Žižek, ya no fuera “incitar a pensar” a los jóvenes? ¿Acaso no es esta “incitación a pensar” lo que la realidad capitalista global nos reclama a cada rato para desafiar incluso nuestras suposiciones más íntimas? ¿No es este, al fin y al cabo, el mensaje de todas las redes sociales de Silicon Valley? En consecuencia, ¿la Filosofía no debería intentar colocarse en una posición opuesta al mandato del capital global y “lograr que los jóvenes perciban los peligros del creciente orden nihilista que se presenta como dominio de las nuevas libertades”?
“Vivimos en una era extraordinaria en la que no hay ninguna tradición en la que podamos basar nuestra identidad, ningún marco de universo significativo que nos permita llevar una vida más allá de la reproducción hedonista”, insiste Žižek. ¿Y por qué esto, que en principio suena bien, es una trampa? Porque cuando la transgresión permanente se convierte en la norma, entonces las transgresiones verdaderamente audaces, es decir, aquellas que podrían cambiar la constelación real de los factores de poder, se vuelven más imposibles que nunca.
¿Por qué el enemigo definitivo es la democracia?
Para Slavoj Žižek una de esas verdaderas transgresiones podría ser considerar a la democracia no como el orden político abierto a cualquier cambio, como solemos creer (sobre todo en épocas de elecciones), sino como el orden político que bajo una promesa constante de cambio sólo clausura toda auténtica novedad, es decir, todo auténtico cambio. Pero, ¿por qué cuestionar los fundamentos de la democracia justo cuando distintas formas del autoritarismo hacen lo mismo en varias partes del mundo? ¿Es Žižek un simple provocador, alguien que quiere molestar? O peor, ¿es un peligroso ideólogo de aquellos movimientos de izquierdas o derechas decididos a terminar con la democracia? Para acercarse a una respuesta hay que adentrarse en este cuestionamiento del núcleo de la democracia un poco más.
“Es la ‘ilusión democrática’, la aceptación de los mecanismos democráticos como único marco para todo cambio posible, lo que impide cualquier transformación radical de las relaciones capitalistas”. Slavoj Žižek
Con la ayuda de uno de sus mejores aliados intelectuales, el filósofo francés Alain Badiou, Žižek explica en Hipocresía que ciertos cambios radicales (por ejemplo, los relacionados con la esfera económica) requieren hacerse “fuera de la esfera de los ‘derechos’ legales habilitados por las formalidades democráticas que ofrece el aparato del Estado ‘burgués’, que sólo garantiza la reproducción inalterada del capital”. En este preciso sentido, escribe Žižek, Badiou tenía razón al afirmar que “hoy el enemigo definitivo no es el capitalismo, ni la explotación, ni nada similar, sino la democracia misma. Es la ‘ilusión democrática’, la aceptación de los mecanismos democráticos como único marco para todo cambio posible, lo que impide cualquier transformación radical de las relaciones capitalistas”.
El gran punto en este horizonte, tal como lo analiza Žižek en su libro Sobre la violencia: seis reflexiones marginales, es la violencia. ¿Y acaso no es un punto que debería ser desmitificado? “El lema liberal típico respecto a la violencia, aquel que dice que nunca es legítima, aunque a veces sea necesario recurrir a ella, no es suficiente. Desde una perspectiva emancipadora radical, la fórmula debería invertirse: para los oprimidos, la violencia es siempre legítima, ya que su propio estatus es el resultado de la violencia a la que están expuestos, pero al mismo tiempo nunca es necesaria, ya que usar o no la violencia contra el enemigo será una cuestión estratégica”.
Esta idea está detallada en El más sublime de los histéricos, que por su trabajo con los pensamientos de Jacques Lacan y Georg W. F. Hegel es uno de los libros más ambiciosos de Žižek. ¿Y a qué se reduce esta “desmitificación de la violencia”, en términos muy simples? A que nadie puede gobernar inocentemente; es decir, “nadie puede pretender que el derecho a ocupar el lugar del poder se inscriba en su naturaleza misma”. El giro žižekiano, sin embargo, es este: tampoco el “pueblo”, aquel mítico soberano del poder democrático moderno, “existe”.
Aquel que gobierna y finalmente ocupa el lugar del poder nunca es el “pueblo”, sino quien toma prestado “el lugar vacío del soberano imposible”. La única pregunta es: ¿qué tan cercano o lejano resulta eso que nos identifica con el límite del poder democrático? Y si ese límite parece injusto, abusivo o frustrante hasta lo insoportable, ¿qué deberíamos hacer además de esperar hasta las próximas elecciones? ¿Construir más democracia? ¿Menos democracia? ¿O tal vez una democracia profundamente distinta?
¿Qué significa ser comunista en el siglo XXI?
Bautizado por el crítico británico Terry Eagleton como “el más peligroso filósofo de Occidente”, quizás una de las características más singulares de Slavoj Žižek sea su defensa del comunismo. Por supuesto, en pleno siglo XXI, el comunismo defendido por Žižek no es aquel que fracasó durante el siglo XX en varios países de Europa y Latinoamérica, ni tampoco el comunismo autoritario chino que, en la actualidad, encarna uno de los más grandes factores de poder económico mundial.
El comunismo que le interesa a Žižek, en cambio, es aquel que hoy pueda contrarrestar la inexistencia de una “cosmovisión capitalista”, como escribe en el libro Problemas en el paraíso. Al fin y al cabo, “la lección fundamental de la globalización consiste precisamente en que el capitalismo se puede adaptar a todas las civilizaciones, desde la cristiana hasta la hindú o la budista, de Oriente a Occidente, pero no existe ninguna civilización capitalista”.
En Hipocresía este asunto reaparece como debate con el pensador alemán Peter Sloterdijk acerca de la “caridad de los capitalistas ricos” en 2012. La cuestión en discusión es hasta qué punto el Estado tiene “el derecho incuestionable de gravar a sus ciudadanos y, si es necesario, de determinar parte del producto y apoderarse de él mediante medidas legales coercitivas”. Ante la idea de Sloterdijk en favor de un hipotético “voluntariado” a partir del cual los ricos pudieran donar una parte voluntaria de su riqueza al “bienestar común”, Žižek se pregunta “¿por qué Sloterdijk afirma la generosidad solo dentro de los límites del capitalismo, que es el orden de la posesión y la competencia por excelencia?”
Con la misma lógica con la que plantea muchas de sus mejores interrogantes, lo que Žižek vuelve a desnudar es el mecanismo bajo el cual aquello que se nos presenta (y quizás aceptamos) como una solución a la desigualdad, en realidad, es la perpetuación del problema. En La vigencia de El manifiesto comunista, otro libro publicado en 2018, el argumento žižekiano apunta al problema de la resignación, “la ironía suprema de cómo funciona la ideología en la actualidad”. A propósito de esto, escribe: “La ideología predominante actual no es una visión positiva de algún futuro utópico, sino una cínica resignación, una aceptación de cómo es el mundo en realidad, acompañada de la advertencia de que, si queremos cambiarlo (demasiado), lo único que nos espera es un horror totalitario. Cualquier idea de otro mundo se rechaza como ideología”.
Un nuevo comunismo dispuesto a cambiar el mundo, en consecuencia, debe estar abierto a defender lo “común”. ¿Y qué es hoy lo “común”, según Žižek? La naturaleza como sustancia de nuestra vida, nuestra biogenética, nuestros bienes comunes culturales, “y por último, pero no menos importante, el bien común como espacio universal de la humanidad del nadie debería ser excluido. Por eso, tal como dijo Álvaro García Linera en una ocasión, nuestro horizonte ha de seguir siendo comunista: un horizonte no en el sentido de ideal inaccesible, sino como espacio de ideas dentro del cual nos movemos”.
¿La sexualidad humana puede ser un pacto contractual?
La hipocresía, explica Žižek, es la base de la civilización. ¿En qué sentido? En el sentido de que los rituales y las apariencias, las formalidades que nos separan de lo más obsceno de lo real, sí importan. E importan tanto, insiste Žižek, que “si abandonamos las apariencias y enfrentamos la realidad bajo la ilusión de la autorrealización (al estilo del “sé tú mismo”), esta suele ser bastante horrible”.
Aún así, trasladada al problema de “la coerción y la explotación en las relaciones sexuales”, como se lo llama en Hipocresía, esta premisa impacta de manera directa con otra verdad incómoda: el sexo es atravesado por juegos de poder, obscenidades violentas y un largo etcétera, “pero lo difícil es admitir que estos elementos le son inherentes”. Entonces, ¿existe algún espacio posible para la planificación “perfecta” de la sexualidad, como si se tratara de un simple contrato?
A partir del #MeToo, el evento mundial propiciado por las denuncias de acoso y abuso sexual de las actrices de Hollywood contra el productor Harvey Weinstein, Žižek aprovecha el clima general de confusión entre denuncias públicas, injusticias reales y expectativas ilusorias (y peligrosamente moralistas) alrededor de la sexualidad para desmarcarse de cualquier sospecha de machismo.
De hecho, “la violencia de los hombres contra las mujeres es en gran parte una reacción de pánico ante la socavación de su autoridad tradicional, y parte de la lucha por la emancipación debe enfocarse en demostrarles a los hombres que aceptar a las mujeres emancipadas los liberará de sus angustias y les permitirá vivir con mayor plenitud”.
Sin embargo, a lo largo de su obra, Žižek se ha enfocado en el problema de la sexualidad apuntando sus ideas contra dos cuestiones recurrentes: la primera es la victimización permanente, que opera bajo la lógica de “estar dispuesto a sacrificarlo todo… menos el sacrificio”, como explica en El sublime objeto de la ideología acerca del modo en que ciertas “almas bellas”, por ejemplo, estructuran el mundo anticipándose de antemano al “objetivo” de asumir siempre “el papel de víctima frágil, inocente y pasiva”.
Y la segunda cuestión es la aceptación (o la complicada negación) de la “infinidad de elementos fantasmáticos inconsistentes”, la compleja danza de fantaseos subjetivos, en los que cada uno de los individuos está implicado durante una relación sexual, como escribe en El acoso de las fantasías.
En consecuencia ,”contra el sexo contractual”, tal como lo describe Žižek en Como un ladrón en pleno día, deben estar quienes se atrevan a enfrentar el hecho humano de que muchos de los elementos de lo que se considera “brutalidad” también se pueden sexualizar. El riesgo de no hacerlo es que “la sexualidad purificada de violencia y juegos de poder podría acabar desexualizándose perfectamente”. A estos complicados mecanismos del alma y el cuerpo, subraya Žižek, se refería Lacan en su respuesta a la pregunta de Freud: “¿Qué quiere una mujer?” Un amo, pero un amo al que ella pueda dominar y manipular.
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