Aunque Margaret Atwood, la célebre escritora canadiense conocida por su exitoso best seller El cuento de la criada, cuenta con alrededor de 50 libros en su haber -entre los que se incluyen novelas, cuentos, libros infantiles, guiones y poemarios-, hay un género que, a pesar de cultivar desde sus inicios como escritora, rara vez vuelca en sus libros: el ensayo.
Más precisamente, la autora de Los testamentos había publicado solo dos libros de ensayos en sus más de seis décadas de carrera, con 20 años entre uno y otro. Ahora, una vez más con dos décadas desde el último, Atwood regresó con Cuestiones candentes, un crítico libro de ensayos en el que ofrece su particular forma de ver el mundo, que oscila entre la erudición y la diversión, entre la curiosidad y la clarividencia.
Desde el incontrolable avance de la tecnología hasta el cambio climático, pasando por los nuevos feminismos, la vapuleada libertad, los zombies y la controversial figura de Donald Trump, Atwood traza un panorama del siglo XXI visto desde sus ojos, que tan bien supieron adelantarse décadas atrás a los giros que el mundo tomaría.
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En Cuestiones candentes, editado por Salamandra, Atwood repasa su propia obra y la pone en juego con los acontecimientos que definieron (y continúan definiendo) la cultura occidental contemporánea, sin abandonar su incomparable y único tono, tan crítico como divertido.
Así empieza “Cuestiones candentes”, de Margaret Atwood
Fabulaciones científicas (2004)
Es un gran honor que me hayan invitado a la Escuela Carleton de Periodismo y Comunicación para dar la Conferencia Kesterton. Advierto que soy la cuarta persona en esta serie de charlas y que mis predecesores son tres hombres muy eminentes. El número cuatro siempre me ha inspirado desconfianza: me gusta mucho más el tres, así que he dividido ese cuatro sospechoso en dos conjuntos: uno de tres elementos, que incluye a personas de adscripción masculina y que por supuesto me excluye; y un segundo conjunto de un elemento, que incluye a personas de carácter femenino y, además, casualmente, a mí. Así pues, soy el primer elemento de un conjunto que en breve espero que incluya muchos más elementos.
Hasta aquí la nota feminista de la tarde, que, como habrán observado, me he sacado muy hábilmente de la manga mientras rompía el hielo para que nadie se sienta muy amenazado. Nunca he entendido por qué hay personas que se sienten intimidadas por mí. A fin de cuentas, soy más bien bajita, ¿y desde cuándo las personas bajitas, aparte de Napoleón, suponen una amenaza para nadie?
En segundo lugar, como supongo que les han dicho ya, soy un icono, y ser un icono es también señal de que uno tiene un pie en la tumba y lo único que debe hacer es quedarse muy quieto en los parques e ir volviéndose de bronce mientras las palomas se le posan en los hombros y defecan sobre su cabeza.
En tercer lugar, desde el punto de vista astrológico soy escorpio, uno de los signos más amables y cordiales del zodíaco. A los escorpiones les gusta vivir tranquilos y a oscuras en el interior de los zapatos, donde no dan la lata a menos que alguien intente meter dentro un gran pie de uñas amarillentas. Y a mí me pasa lo mismo: no molesto a nadie hasta que me pisan, en cuyo caso no respondo de las consecuencias.
El título de mi breve charla de hoy es «Fabulaciones científicas». Se supone que trata de ciencia ficción. Probablemente el subtexto sería la pregunta «¿para qué sirve la ficción?» o algo por el estilo. El subtexto de este subtexto serán unos cuantos párrafos acerca de dos fábulas científicas de las que soy autora. Y el sub-sub-subtexto podría ser la pregunta «¿qué es un ser humano?». De modo que esta conferencia será como aquellos caramelos redondos con los que muchos años atrás nos destrozábamos las muelas por dos centavos: por fuera, una capa de azúcar y, a medida que vamos bajando, sucesivas capas de colores hasta llegar al centro, donde chocamos con un hueso extraño e indescifrable.
Hablaré primero de esa peculiar forma de ficción en prosa que solemos llamar «ciencia ficción», una etiqueta donde se empalman dos términos que se dirían excluyentes dado que la ciencia —de scientia, es decir, «conocimiento»— supuestamente se ocupa de los hechos demostrables, mientras que «ficción» —que deriva de una raíz verbal cuyo significado es «moldear», como hacemos con la arcilla— denota algo fingido o inventado. Cuando decimos «ciencia ficción» podría parecer que uno de los términos anula al otro. Los libros del género se juzgan como si pretendieran ser representaciones de la verdad cuya parte ficticia —la historia, la invención— los vuelve inútiles para quien con ellos aspire a aprender algo sobre, pongamos, nanotecnología.
Y eso cuando no se dice de ellos lo que W. C. Fields decía del golf: que era como estropear un buen paseo; es decir, el libro se ve como una estructura narrativa saturada de materiales singularmente esotéricos, cuando podría ceñirse a describir las interacciones sociales y sexuales entre Bob, Carol, Ted y Alice. Jules Verne, abuelo de la ciencia ficción por línea paterna y autor de obras como Veinte mil leguas de viaje submarino, se horrorizaba al ver las libertades que se tomaba H. G. Wells, quien, a diferencia de Verne, no se limitó a hablar de máquinas incluidas en el reino de lo posible —como el submarino—, sino que además creó otras —como la máquina del tiempo— que, desde luego, no lo estaban. «Il invente!», dicen que exclamaba Verne con tono de áspero reproche.
Así pues, el nódulo de esta parte de mi charla —un nódulo es también esa cosa desagradable que te sale en las cuerdas vocales por dar demasiadas conferencias, pero aquí uso la palabra en el otro sentido, como punto de intersección—, el nódulo, digo, es ese curioso espacio donde ciencia y ficción convergen. ¿De dónde proviene semejante cosa? ¿Por qué la gente la escribe o la lee?; y, ya puestos, ¿para qué sirve?
Antes de que el término «ciencia ficción» apareciese en Estados Unidos durante la década de 1930, en la edad de oro de los monstruos de ojos saltones y las jovencitas con vestidos vaporosos, a las historias como La guerra de los mundos de H. G. Wells las llamaban «relatos científicos». En ambos casos —«relato científico» y «ciencia ficción»— el término «científico» es un calificativo. La función nominal la desempeñan los sustantivos «relato» y «ficción», y la palabra «ficción» abarca un terreno amplísimo.
Hemos adquirido la costumbre de llamar «novela» a toda ficción en prosa de cierta extensión, y tendemos juzgarla con arreglo a unas pautas concebidas para evaluar cierto tipo de ficción extensa en prosa; a saber: la que trata de individuos inmersos en un medio social descrito de manera realista, una forma literaria que surgió con la obra de Daniel Defoe —que intentó hacerla pasar por periodismo— y las de Samuel Richardson, Fanny Burney y Jane Austen entre el siglo XVIII y principios del XIX, y que después, entre mediados y finales del XIX, desarrollaron George Eliot, Charles Dickens, Flaubert, Tolstói y otros muchos.
Se estima que este tipo de obra es mejor cuando en ella aparecen personajes «redondos» en lugar de «planos», pues se entiende que los redondos tienen mayor profundidad psicológica. Todo lo que no se ajusta a este molde se arrumba en un ámbito menos solemne conocido como «ficción de género», y es aquí donde el thriller de espionaje, la novela negra, las historias de aventuras, el relato sobrenatural y la ciencia ficción, por muy excelentemente escritos que estén, se ven obligados a vivir castigados —como si dijéramos— por haber tenido la desvergüenza de deleitar de una manera que se considera frívola.
Los autores inventan cosas (sabemos que lo hacen al menos hasta cierto punto) y por tanto no hablan de la Vida Real (con mayúsculas), donde no debería haber coincidencias ni rarezas ni acción ni aventuras —a menos que se trate de la guerra, por supuesto—. A esas obras, por consiguiente, les falta solidez.
La novela propiamente dicha siempre ha reivindicado un cierto tipo de verdad —la verdad acerca de la naturaleza humana o sobre la conducta real de la gente cuando lleva la ropa puesta (salvo en el dormitorio)—; es decir, bajo condiciones sociales observables. Los «géneros», se dice, persiguen otros fines. Buscan entretenernos, pretensión nociva y escapista, en lugar de restregarnos el fango de la vida cotidiana por los morros.
Quién es Margaret Atwood
♦ Nació en Ottawa, Canadá, en 1939.
♦ Es poeta, novelista, crítica literaria, profesora y activista política.
♦ Es miembro del organismo de derechos humanos Amnistía Internacional y una de las personas que presiden BirdLife International, en defensa de las aves.
♦ Escribió libros como El cuento de la criada, Los testamentos, Alias Grace y La mujer comestible.
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