Sobre Julio Hardisson Guimerà no hay muchos registros en la prensa española. Cuando se busca su nombre en internet aparece una que otra reseña biográfica, información sobre sus redes sociales, su cuenta en LinkedIN y una entrada que lo relaciona con la Universidad de Barcelona. Es todo lo que se puede encontrar.
Se sabe que ha nacido en Santa Cruz de Tenerife en 1968, es licenciado en Filología Hispánica y tiene un máster en Teoría de la Literatura; es doctor por la Universidad de Barcelona y profesor de dicha institución, en el pregrado de Comunicación e Industrias Culturales.
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A lo largo de los años se ha movido en diferentes escenarios del arte y la academia, en los que convergen áreas como la lingüística, el diseño, los estudios culturales y la electrónica. Es codirector de la revista literaria Pliego Suelto, un espacio para la difusión de las letras y sus alrededores, que opera desde 2009, por iniciativa de un grupo de estudiantes de filología de la Universidad de Barcelona.
Más allá de esto, no hay más, excepto por unas pocas reseñas sobre su primer trabajo de ficción, de reciente publicación. De no ser por esto último, el de Guimerà no sería más que otro nombre medianamente googleable en internet.
Su libro lo salva del anonimato, lo sitúa en el radar de los lectores y, en unos años, probablemente, el panorama será otro. La novela, porque es eso, una novela, de no más de 200 páginas, lleva por título “Costa del Silencio” y cuenta la historia de un padre y su hija, mientras pasan los días en un complejo turístico semiabandonado en una isla volcánica.
El viento, la arena y el paisaje volcánico de la isla son omnipresentes. Durante sus paseos, el hombre trabaja en una especie de informe, como una carta de navegación a partir de sus recuerdos y los testimonios de su padre, la historia del lugar y su transformación durante el último tiempo.
“El hombre se levantó y miró a través de las puertas correderas que daban a la terraza del apartamento. Tras una llanura cubierta por un manto de piedrecillas de lapilli había un barranco y a lo lejos se divisaba el volcán de Ajabo. Con las primeras luces del alba parecía que la pequeña montaña rojiza casi pudiese tocarse con la mano. En ese momento un avión se elevó por encima del cráter y los cristales de la cabina resplandecieron en la lejanía. Luego, a poca distancia de su apartamento, vio pasar fugazmente la silueta de una joven corriendo. Cuando desapareció tras los bungalows vecinos, el crujir de sus pisadas se siguió escuchando durante más de un minuto, hasta que el sonido rugoso de sus pasos sobre las piedrecillas volcánicas se fundió por completo con el silencio circundante” - (Fragmento, “Costa del silencio”, de Julio Hardisson Guimerà).
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Conforme avanza todo, suceden diferentes cosas en el complejo: unos jóvenes reivindican la llamada ‘ecología gris’, una agrupación fantasmagórica comienza a dictar una serie de conferencias, y a alguien se le ocurre sabotear a un polígono industrial, todo con un volcán siempre vigilante de fondo.
En las páginas de “Costa del Silencio”, el espacio adquiere también un rol protagónico. El propio autor ha reconocido en previas entrevistas que no fue algo premeditado, pero sí quiso buscar en la ficción eso que ha sentido en varias ocasiones, cual ave de paso, entre un sitio y el otro. De alguna forma, lo consigue, y así lo reconoce la historiadora del arte, Anna Adell, quien dice que en esta novela, Guimerà devuelve al espacio un grosor que el tiempo ya no podrá arrebatarle.
Una ficción cuyo nivel de experimentación le exige al lector una mirada panorámica, pues el libro reúne, además de los elementos propios de la novela, técnicas de la crónica y el testimonio.
“Partieron a las siete de la mañana en dirección al volcán. El sol no había aparecido aún tras la línea del horizonte del océano pero el cielo estaba ya plenamente iluminado. Sin apenas elevar la vista se podía contemplar la luna decreciente, con forma de daga de dos puntas, brillando sobre su propio contorno opaco y ovalado. Ese día su hija se había despertado mucho antes que él. Al bajar a la sala, somnoliento y todavía en pijama, el hombre se la encontró sentada en el sofá lista para la excursión. Llevaba la gorra puesta y, junto a sus pies, tenía ya preparadas una pequeña mochila y una voluminosa cantimplora transparente. Su hija le observaba expectante con sus grandes ojos azules, como un husky siberiano antes de iniciar una jornada en trineo, y, repartidos por la frente y las mejillas, tenía aún grumos de crema solar que no se había extendido correctamente” - (Fragmento, “Costa del silencio”, de Julio Hardisson Guimerà).
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Son 24 capítulos los que componen esta novela, como los 24 días que duró la erupción volcánica del Teneguía, que le sirve al autor de base para contar esta historia que él mismo ha definido como una “utopía de vacaciones”, un espacio imaginario con un trasfondo real, un lugar en el que se ha detenido el tiempo.
“«No se trata, por tanto, de un supuesto ‘fin de la historia’, ya que nada existe fuera de la historia, sino de un auténtico ‘fin de la geografía’. Una geografía que desaparece progresivamente del imaginario humano y que, en paralelo, también se desertiza física y materialmente” - (Fragmento, “Costa del silencio”, de Julio Hardisson Guimerà).
En “Costa del Silencio” todo habla, escribe en el prólogo Bernat Castany Prado. “Capítulo tras capítulo, la narración adopta la perspectiva, no sólo de diversos grupos de seres humanos obligados a adaptarse a espacios naturales muy diferentes, sino también de un volcán, del océano, de una ballena varada, de un resort vacacional, de la Estación Espacial Internacional o de una plataforma petrolífera”.
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