Una historia… de una historia cualquiera, que le dé validez a la narrativa, suele construirse a partir de muchas voces, muchas fuentes que corroboren la versión o que en ocasiones simplemente la refuten. Generalmente estas voces, estos testimonios como retazos de una tela rasgada que hay que volver a hilvanar no están escritos en primera persona, son músicas que recuperás y siempre, siempre se tocan de oído. Nos contaron, nos dijeron, inferimos, descubrimos, reescribimos y la mayoría de las veces la historia tomada como verdadera es una interpretación de la original, de aquella cuyas notas nos llegan a través del tiempo…y en el mejor de los casos: se parece.
En el recuerdo de mi biografía, la tan renombrada hoy literatura infantil empezó casi de la mano de mi primera memoria, mi mamá y yo bailando al compás de las canciones de María Elena Walsh en el tocadiscos Winco, … mientras jugaba con la tapa de Canciones para mí…y cantaba: ya la luna baja en camisón… después me sentaba en mi sillita de leer y miraba las ilustraciones de Hansel y Gretel.
En esa época estaba maravillada con una colección que mi abuela había comprado a crédito de Karten/Fabril editora, a unos vendedores que iban puerta a puerta. Estos libros de cuentos clásicos se ilustraban con muñequitos que vivían en ellos, al decir de su eslógan, personajes hechos muñecos y fotografiados en situación.
En la cabeza de esa niña, como en muchas otras no había una división de literatura infantil o literatura para adultos, libros para chiquitos y libros para grandes. Solo había libros que por mi altura podía alcanzar de los estantes y otros que no.
Aunque el lobo se comió a la abuelita y a los hijitos de mamá cabra y Ricitos de oro se sentó sin culpa en cualquier sillita y se comió una sopa que no era la propia, esas historias y sus moralejas no impidieron que me equivocara, a pesar de advertirme sobre lo complicado de los atajos o de mezclarme con personas peligrosas.
Me decepcioné y algunas veces tuve que barajar y volver a dar las cartas, pero ese es tema de otro escrito. Hasta aquí mi primer contacto como lectora. Hacia principios de los 80, tuve la oportunidad de encontrar, como un hilo de Ariadna, una biblioteca en el instituto en donde estudiaba, donde se guardaban los libros que no siempre circulaban por las aulas: la verdad, era un poco díscola, como me etiquetaron en ese momento y me enviaron a limpiar la biblioteca. Algo que hoy ameritaría un sumario a las autoridades de la institución en esos momentos podía tomarse como una práctica habitual.
El hall de entrada a la institución, donde las mayólicas conservaban su más lustrosa bienvenida, coronaba hacia la izquierda con una escalera de madera sólida y señorial que llevaba a la biblioteca, repleta de material, miles de volúmenes para consulta del alumnado. Lo interesante, aquello a lo que accedí cuando las horas y el tedio me dejaron dar unos pasos más allá de lo que se podía ver a simple vista, fue un despacho, donde estaba el escritorio de quien fuera fundadora de la institución y en el centro una enorme mesa cuadrada; y como un castillo de serie inglesa, las paredes revestidas de bibliotecas donde estaban los tesoros de la corona, de esa corona.
Allí además, luego me enteré, había reuniones secretas y misteriosas, donde las personas que más sabían de lengua y literatura infantil en Argentina, se encontraban como parte de una sociedad secreta dispuestos trabajar para la conservación de un patrimonio que podía desaparecer: la variedad de temas y autores dentro la literatura infantil.
Siempre es peligroso arrogarse la vara de decidir qué está bueno y que no lo está al momento de entrar en el aula… lo cierto es que en ese momento la institución funcionó como reservorio de algunos títulos que de otra forma no hubieran llegado hasta nosotros.
Mientras tanto, se discutía la voz didactista en la obra de Martha Salotti cuando pedía a los patitos que no se alejaran de su mamá porque se podían perder, ahogar y otra suerte de desgracias. En la misma pila de El patito coletón, aguardaba Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann que la Junta Militar ya había prohibido encontrándole una finalidad de adoctrinamiento que resulta preparatoria para la tarea de captación ideológica del accionar subversivo. Hoy leemos esto y si no estuviera bañada por tanta sangre nos resultaría una humorada digna de Saborido.
Mucha de la literatura infantil y los autores que allí conocimos durante el 80 expresaba problemáticas y preocupaciones que hablaban sobre el recorrido de los pensamientos de quienes firmaban, además contaban cómo estaba cambiando el mundo, las preocupaciones que allí expresaban no hacían más que dar cuenta de sus propios cambios e inquietudes. Así, Historia de ratita de Laura Devetach, presentaba la posibilidad que podía abrirse para las mujeres al permitirse recorrer un mundo, más allá de las puertas de su hogar; aunque fuera pasito a paso. La señora planchita de Graciela Cabal, nos invitaba a liberarnos de la plancha y sobre todo de la tiranía del televisor, buscando un más allá de las rayas anodinas que presentaba. Hasta La familia Delasoga, de Graciela Montes, señalaba las bondades de soltarse un poquito, permitiendo a los miembros de la tribu, diferenciarse en un yo-noyo para poder discriminarse y crecer.
La literatura infantil si algo ha hecho, como la literatura en general, es presentar las marcas de época, manifestar un testimonio y leer lo que la sociedad muestra pasada por el tamiz interpretativo del artista. Durante la Dictadura se prohibió la circulación de todo aquello que hablara de libertad, de unirse para resistir, de lo que hoy llamaríamos trabajar por un colectivo.
Cuando como maestros empezamos a descubrir esos tesoros, mientras tratábamos de desacartonar la educación recién llegada la democracia y en las aulas se escurrían las ideas de Piaget y Emilia Ferreiro, incluíamos las teorías de la psicología social para el trabajo en grupo y dábamos una importancia nodal al trabajo en los vínculos, la confianza y lo social por sobre otros tópicos propios de las instituciones educativas.
Si algo nos fue quedando claro era que toda intención de determinar de manera externa qué y a quienes se podía leer, descubrir y gozar, no era más que un intento de control. Luego vendrían las lecturas de Foucault, Deleuze, Roudinesco y Onfray… pero en ese momento ya sabíamos que mientras alguien nos dijera qué leer y qué no, iba a estar inmiscuyendo sus narices en ámbitos que no le pertenecían, y si ese alguien ejercía además un poder representando al Estado o a parte de él, las cosas eran en sí más peligrosas.
Hoy, con ese control pseudodiluido, Otros- en mayúsculas de Lacan- se arrogan el derecho a reformular otras obras, bajo el paraguas de la actualización. La reedición que no es más que una reescritura de diferentes de clásicos de la literatura infantil. Si quitamos a los “umpalumpas” de Charly y la fábrica de Chocolate, al Lobo inquietante y asesino de Caperucita y a la madrastra, a la bruja sin remedio de Rapunzel, estamos haciendo otras historias.
Conservemos la libertad de amar o rechazar las obras en el lenguaje original representando a su época y a las marcas que las distinguen. Esta vez, tal vez las hadas no acudan a la cita, Caperucita le hizo muy mala prensa al lobo, y el Patito Feo nunca se convierta en Cisne, pero igual y por sobre todas las cosas, aunque fue pato y feo toda la vida, mereció ser querido.
* Marcela Aguilar es Directora Editorial para Argentina en VR Editoras
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