Cuando apareció la serie Bridgerton (2020), basada en las exitosas novelas románticas de Julia Quinn, creí que alucinaba en colores. No le faltan, por cierto, esos colores a la producción que cuenta hasta ahora con dos temporadas y está calificada como “de época”, aunque tiene más de lujosa fiesta de disfraces que de ajuste al momento histórico (1813) en el que pretende situarse (el período de la Regencia, en Gran Bretaña).
Más allá de las observaciones que ya se han hecho sobre algunos desfasajes opinables en lo que respecta a la ambientación, la música y el vestuario, sin duda lo que sorprende a cualquier espectador con básicos conocimientos de Historia, es la existencia, por completo naturalizada, de aristócratas negros en la corte; también es negra la reina misma (interpretada por la actriz de la Guyana británica Golda Rousheuvel).
Algunos historiadores han esgrimido registros genealógicos que remontan los ancestros de la verdadera monarca Charlotte hasta una amante africana del rey de Portugal Alfonso III, quince generaciones más atrás. Se tenga o no por cierto este lejano ADN, el cuadro étnico presentado en la serie no es representativo de una realidad histórica: negros y mulatos estaban lejos de formar parte de la aristocracia en aquel entonces. Recién en 1807 se sancionó en el Parlamento una ley que prohibía el comercio de personas, aunque el tráfico de hecho continuó más tiempo y, como bien sabemos, seguía y seguiría habiendo esclavos africanos en las colonias británicas de ultramar (los futuros Estados Unidos de Norteamérica), perdidas durante el reinado del rey Jorge III y de Charlotte, así como en otras colonias conservadas por el Imperio.
El afán ecuménico e integrador de la serie persiste en la segunda temporada, que aporta una familia protagónica noble proveniente de la India compuesta por una viuda y sus dos bellas hijas en busca de un buen partido matrimonial. Tanto ellas como la parentela radicada en Inglaterra, son, desde el punto de vista étnico, asiáticas.
Los realizadores de Bridgerton y también algunos actores involucrados, se han defendido de las críticas afirmando la legitimidad ética y estética de la voluntad inclusiva y elogiando la posibilidad de que intérpretes no blancos salgan por fin de los consabidos papeles de víctimas.
Por desgracia, la loable voluntad de inclusión no anula los sucesos históricos ni debería en ningún caso borrar la memoria de pueblos que en ese momento eran esclavizados, discriminados o considerados de segundo orden, y que no estaban precisamente en pie de igualdad con la nobleza británica. Puede argumentarse que se trata solo de una ficción y que el principal objetivo de Bridgerton son sus historias románticas de folletín aggiornado con audacias eróticas actuales. No obstante, la serie no transcurre en un mundo de fantasía como Juego de tronos. Se remite a un entorno histórico y geográfico concreto. No le cabe el contrato de verificación, como a la historiografía, pero sí el de verosimilitud, que cualquier ficción histórica o “de época” debería respetar.
Lo peor de todo es que los efectos supuestamente benéficos del procedimiento adoptado podrían ser contrarios a los que se desean. ¿No se ofende tanto más a esos colectivos al olvidar deliberadamente cómo fueron sometidos? ¿No es mucho más peligroso para la memoria social pasar por alto esos padecimientos, fingir que nunca tuvieron lugar?
La reciente polémica suscitada en torno al gran narrador Roald Dahl también se relaciona con operaciones de maquillaje retrospectivo. Sus editores ingleses (asesorados por la Fundación “Inclusive Minds”) decidieron expurgar sus obras quitando de ellas todas las expresiones que pudieran parecer ultrajantes, “centradas principalmente en la apariencia física, el género, la raza, la salud mental y la violencia”.
¿No se ofende tanto más a esos colectivos al olvidar deliberadamente cómo fueron sometidos?
Señalaba Infoliteraria que “el autor y sus libros siempre han sido controversiales debido al uso de estereotipos y lenguaje ofensivo, incluyendo términos racistas y sexistas, lo que a veces ha ocasionado problemas.” Pocos autores, sin embargo, han abordado con semejante inventiva y calidad los problemas infantiles en la vida cotidiana así como las estrategias defensivas de las víctimas. El bullying, el acoso, el desprecio, el insulto, como queramos llamarlos, no son conductas humanas dejadas atrás por nuestra época, sino que se reiteran en todas: también aquí y ahora.
La solución para impedir los sufrimientos que provocan no es hacer como si estas humillaciones no existieran sino reconocerlas. Y por cierto que los héroes y heroínas de Dahl encuentran en sus propias fuerzas y su creatividad los recursos para enfrentarlas y neutralizarlas. Cómo olvidar a Matilda (menospreciada por sus singulares capacidades) o a Bruce Bogtrotter, el niño obeso que, desde su “glotonería” supera el castigo al que lo somete la horrible y abusiva directora Trunchbull. En cuanto al lenguaje, el humor caricaturesco de la narrativa de Dahl es también un arma contra personajes adultos que atormentan a los niños bajo su dominio.
Censura, no otra cosa
Tanto la editorial Santillana como la Asociación ALIJA-IBBY, en la Argentina, se han opuesto a todo intento de modificación de sus textos. Señala con acierto esta Asociación en el comunicado que envió a todos sus miembros: “Esta censura, que no otra cosa es lo que han hecho con la obra de Dahl, desecha la idea de un lector crítico (cuando este no es un adulto), capaz de comprender contextos, capaz de lograr interpretaciones significativas y ricas acerca de lo que lee.
No es un dato menor que gran parte del trabajo de Dahl fuera humorístico: su irreverencia, su capacidad de burlarse de los poderosos y del “deber ser” es uno de sus sellos distintivos. Y como se sabe, el buen humor es aquello que les permite a los que están en condiciones desventajosas, en inferioridad, reírse un poco de los que detentan el poder. Precisamente esto es la infancia, un período de la vida de gran asimetría, en el que las y los niños están al cuidado o bajo el arbitrio de los adultos, aunque ellos no encarnen la sensatez y el respeto. Por eso, la obra de Dahl es amada por sus lectores, porque toma partido por la niñez, les da voz a las y los niños y muestra mucho de lo absurdo de la vida adulta.”
La voluntad correctiva había alcanzado antes a obras consideradas clásicas en la tradición de sus países, como La casa de la pradera y otras novelas basadas en las memorias de Laura Ingalls Wilder. El nombre de la autora fue retirado en 2018 de un importante premio literario que otorga la ALSC (Asociación para el Servicio de Bibliotecas para los Niños), por considerar racistas el punto de vista y el lenguaje utilizado en algunas de sus historias.
La infancia de Ingalls transcurrió, sin embargo, en un entorno donde había racismo; resulta lógico que la voz narradora lo reflejase. Ignorar esto es desconocer una realidad histórica constitutiva de su propio país. No es extraño que uno de los personajes retratados dictamine “El único indio bueno es el indio muerto”. Palabras tales no nos hablan de cómo eran realmente los indios, ni declaran una opinión de la autora Laura Ingalls; más bien revelan una perspectiva sesgada que probablemente compartían en ese momento parte de los colonos, en el mundo que la niña Ingalls conoció.
¿Deberíamos dejar de leer, también, las aventuras de Tom Sawyer y de Huckleberry Finn, tal como fueron escritas? El afán censor cargó asimismo contra estos libros conmovedores que acompañaron la infancia de tantos y tantas. El esclavo fugitivo Jim y el pequeño paria blanco Huck Finn (“white thrash”, basura blanca, lo llamarían hoy) configuran una pareja entrañable en su lucha contra la adversidad y la crueldad. Suprimir, como se pretendió hacer, las muchas veces en las que el término despectivo “nigger” se repite en la obra, minimiza, justamente, la dimensión de ese combate desigual que debían enfrentar sus desvalidos héroes en esa época, cuando tanta gente (demasiada) pensaba y hablaba de ese modo. Bien lo sabía su autor, Mark Twain, activista del abolicionismo y además decidido partidario de la emancipación femenina.
Rectificaciones semejantes invalidarían también la posibilidad misma de la novela histórica, si se convirtieran en una práctica extendida. Según una frase, ya clásica, del escritor L.P. Hartley, “el pasado es un país extranjero donde las cosas se hacen de otra manera”. Un país habitado por seres también humanos, a la vez parecidos y diferentes de nosotros, a quienes la distancia temporal convierte en miembros de otra cultura.
Por otra parte, ¿es que podríamos realmente ingresar en ese país del pasado desde las pretensiones de una gran superioridad moral? ¿Está “todo bien” en la sociedad actual? Millones de migrantes desplazados y perseguidos, atraviesan ahora mismo nuestro planeta. En el mayor desamparo; el tráfico de personas, que nadie evita, convierte muchas de esas vidas en un infierno; la masacre de poblaciones civiles es el “efecto colateral” de guerras que no cesan, mientras las viejas atrocidades se perpetran con mejor tecnología.
En 1997, la película italiana La vida es bella provocó un gran revuelo, pero también una mayoritaria aceptación que se manifestó en una merecida cosecha de premios. El film de Roberto Benigni se sitúa en la Italia fascista, donde van avanzando despiadadamente las prácticas de segregación y exterminio de los judíos. El protagonista, confinado en un campo de concentración nazi con su pequeño hijo, ha intentado preservarlo, en todo momento, del dolor y del terror que le implicaría saber la cruda verdad. La desaparición de su madre, las privaciones que viven, el maltrato: todo se convierte, según la explicación de Guido a su hijo, en un gran juego que le permite protegerlo de la realidad que tanto el padre como los espectadores vemos sin embargo desplegarse en todo su horror. Su objetivo se alcanza. Aunque él muere, logra sostener la ilusión del niño hasta la llegada de los aliados que liberarán a los prisioneros. Al final de la película, se oirá la voz del hijo, ya adulto, que puede reconocer y agradecer el sacrificio de su padre.
A la inversa de esta estrategia de “censura transitoria” que Guido aplica, dictada solo por el amor, la corrección retrospectiva de las maldades de la Historia propia de nuestros días, no nos salva ni nos deja crecer hacia la revelación y la gratitud de la madurez. Por el contrario, subestima a su objeto, sobre todo al más vulnerable: el público infantil y juvenil. Es históricamente falsa y literariamente fallida, ya que elimina o atenúa la fuerza de los oponentes contra los que todo héroe y toda heroína deben combatir para alcanzar su destino. Tergiversa nuestro pasado, así como promete distorsionar también el futuro relato de nuestro tiempo, en manos de nuevos “correctores”, cuyas pautas morales aún desconocemos.
Seguir leyendo