Han pasado cerca de diez años desde la primera vez que los lectores escucharon hablar de Isabel González. Desde entonces, es una de las voces más inclasificables del panorama actual de la literatura española.
El escritor Fernando Iwasaki dijo de su escritura que está llena de imágenes poderosas y reflexiones de una “penetrante ironía e inteligencia”. Eloy Tizón señaló que su estilo visceral se amolda perfecto para el desarrollo de sus particulares visiones sobre la vida, “tan carnales y a la vez tan elevadas”.
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Escritora autodidacta, González publicó en 2012 su primer libro, “Casi tan salvaje”, un volumen de relatos “de ritmo trepidante, quiebros y sorpresas que anulan al lector la capacidad de reacción, […] tan elaborado como extrañamente visceral”, en palabras del escritor Manuel Hidalgo.
Luego, las obras que ha escrito y han visto la luz con el paso de los años, la han llevado a ser una de las autoras más representativas del relato breve contemporáneo en España.
Su título más reciente, publicado por la editorial Páginas de Espuma, es un conjunto de relatos que llevan todos una fuerte carga de optimismo. Carga, porque mensaje no es, a menos que quienes lean así lo interpreten; aquellos que luchan por sus sueños, tanto aquellos que los consiguen finalmente como quienes no lo logran; los que intentan hacer lo mejor posible; quienes aman con todo y no reciben nada, que guardan su vida en una caja y para cuando la van a abrir, han perdido la llave.
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Doce relatos componen las páginas de “Nos queda lo mejor”, todos precedidos por epígrafes que aluden a las estaciones del año, al optimismo, en los que se cuentan las historias de mujeres que conducen por la carretera, habitaciones sin ventanas y futuros imprecisos.
En este libro, la autora española consigue llamar la atención de los lectores sobre distintos matices de la existencia de la clase media: sus problemas, sus miedos, su desesperación. Los personajes a los que acude son personas como nosotros, que trabajan, que se agotan, que se entregan a la lógica capitalista y se quejan de ella, que intentan imaginar un nuevo día, un mejor día, y esperan que todo mejore.
“Entre la maraña de objetos tirados por el coche había un vibrador, una batidora y usaba ambas cosas para lo mismo: apaciguar al destino. No tan al fondo como ella pensaba trepidaba un deseo de rutina, de hijos, de compartir sofá largas horas sin tener que hablar ni bajarse los pantalones. Vida de sala de espera. Y dormir juntos luego, cogidos de la mano. Alimento y bienestar. Batidora y vibrador. Los dos cacharros permanecían intactos en el interior de sus cajas. Abolladas. Nines levantó la cabeza y se golpeó con la tapa de la guantera. No había encontrado el móvil, pero sonrió al payaso. Agarró una visera con el logotipo de una comadreja ahorcada y se la encajó decidida porque eso era, exactamente, lo que andaba buscando: merchandising de una empresa de desinfección de alimañas” - (Fragmento, ‘Frenó, volvió a frenar’, en “Nos queda lo mejor”, de Isabel González).
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Al leer los cuentos de “Nos queda lo mejor”, sin ánimos de revelar mucho, los lectores sentirán que lo que les sucede a estos personajes, les sucede a ellos. Quizá ese es uno de los grandes aciertos de González, conseguir que quien lee, sea parte de la ficción, porque esta hace parte de la realidad.
“(...) expuse mi obra plástica que trabaja con objetos encontrados, realicé análisis infográficos de cuentos de Borges, de Cheever, de Leonora Carrington, vi crecer a mis hijos, vi morir a mi padre, perdí infinidad de gomas de pelo, conservé mi amor, empecé a conocer a mi madre, me extrajeron un tumor cerebral, ¿el truco en la masa de las albóndigas?: un chorrito de coñac. De ahí surge este libro. De las albóndigas. No. Del coñac. Tampoco. De la complejidad y del sinsentido de camino a la compasión y al humor. No trato de entender. Trato de asumir la chapuza universal” , ha dicho Isabel González, en entrevista con el portal ‘paginazero’.
Y sí, este libro es un canto de amor al patetismo humano, a la chapuza universal, como reza la contraportada. Una puesta en escena de la pasión por lo grotesco. Porque lo grotesco corporiza lo patético y si algo somos, por encima de todas las cosas, es gente patética y enamorada.
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