A comienzos del siglo XIX, durante la Guerra de la Independencia contra la Corona española en lo que más tarde sería Argentina, hubo un grupo de mujeres que protagonizaron una de las gestas menos estudiadas de la historia del país. Conocidas como las “bomberas”, estas damas de sociedad, niñas casaderas, negras esclavas, indias y mestizas fueron las míticas espías de Martín Miguel de Güemes, fundamentales en la guerra de guerrillas que comandó el caudillo salteño.
Después de una profunda investigación de este período histórico, la escritora argentina Elsa Drucaroff escribió La patria de las mujeres, su primer libro publicado en 1999 en Argentina y Europa y ahora reeditado por Marea Editorial. Esta novela histórica, que transcurre en un tiempo en el que la Patria todavía estaba naciendo, plantea varias preguntas que pueden ser pensadas desde el auge de los feminismos actuales.
¿Cuáles eran los motivos que tenían las mujeres de ese entonces por luchar en contra de un régimen sin la certeza de que el nuevo orden les daría el espacio que merecían? A partir de una historia de amor entre la protagonista, la adolescente Mariana Mercedes Guadalupe Molina Inhierza, y el mestizo tallista de santos Gabriel Mamaní, Drucaroff construye una ficción atrapante en la que comulgan patriotismo, amor, vergüenza y traición.
Así empieza “La patria de las mujeres”
—¡El Señor castigará a los herejes, Gabriel Mamaní! ¡Tu alma turbia de mestizo impenitente se pudrirá en el Infierno! —dijo el Padre Hernando con cavernoso tono bíblico. Y le gritó unos cuantos insultos a él, a su madre, a las montañas en donde había crecido.
El cura quería otro San Francisco y Gabriel tenía que conseguir hacerlo. El Santo que había tallado y pintado no sufría lo suficiente, no se sentía, mirándolo, el dolor de las llagas de Cristo estigmatizando su carne. No había piedad allí porque con su alma de indio, Mamaní desconocía la piedad.
“Nada peor que un mestizo”, solía decir Fray Hernando, el párroco de la iglesia de San Francisco. Los indios podían rescatarse, sus almas eran turbias pero inocentes y, bien guiadas, podían ser conducidas a la salvación. Incluso los que habían entrado con el coronel Castro a la ciudad, esa chusma hereje de cuicos que dormían y llenaban de excrementos el patio del convento, no se iría todita al Infierno. Porque después de todo guerreaba en el bando del Señor, y eso contaba.
Ahora: los mestizos eran en su mayoría bastardos sin rescate, eran el producto de la lujuria, de la ignominiosa tentación diabólica. Un cristiano, un español, tal vez un hombre de pro, de esos que le susurraban a él, aterrados en el confesionario, sus caídas en el abismo, había sido arrastrado por una carne maldita, había sido obligado a la violencia y al pecado. El fruto es el mestizo, que ofende los ojos de Dios.
Hasta los hijos de esta tierra, aun nacidos solamente de españoles, tienen algo mestizo. Para prueba, bastaba remitirse simplemente a lo que todos conocían: sublevaciones contra la Junta de Cádiz como la que en un mes de mayo, cuatro años atrás, en Buenos Aires, había inaugurado el caos en ese virreinato; guerra contra el poder real, blasfemias que terminaban cuestionando —el Padre Hernando no se engañaba al respecto— a la divina monarquía y a España. Era la fuerza demoníaca de una tierra mestiza y Gabriel Mamaní, mestizo auténtico, era una afrenta contra la creación. Pero hasta para él, el infinito amor del Señor podría hacer un lugar, aseguraba Fray Hernando, hasta Mamaní podría salvarse del dolor eterno si escuchaba al cura, si por fin lograba obedecerlo.
Casi siempre, Gabriel le creía y trataba de portarse bien. Él no quería morir y sufrir eternamente. Pero a veces se quedaba mirando desde el campanario la cadena de cerros verdes, castaños, los picos con nieve más lejanos, y no le creía ya más. Ése era su problema, Gabriel lo sabía: las montañas lo hacían olvidar la Verdad. El aire de los cerros lo perdía.
—Tallé el Santo con la ventana abierta —se reprochó mientras se levantaba del catre.
Ya vería qué haría. “Quizás, si me atravesara la palma de la mano con un clavo podría redimirme y hacer las cosas bien.” La idea lo horrorizó. “Eso es de santo, no es para mí.” De pronto sintió otra vez la mano suave de uno de sus hermanos mayores, la mano delicada que le había tomado el brazo para examinar la lastimadura que lo hacía llorar. “No es nada”, decía la voz del hermano y él lloraba. “Vamos, si no es nada.”
Era su más antiguo recuerdo: una voz, una mano. Tendría dos años o incluso menos. No se acordaba con qué se había cortado sin querer, jugando entre las mujeres que cocinaban. Su madre lo habría curado después, como siempre. Es que el dolor es así: no es bueno ni malo. Si ocurre, hay que tratar de curar. Eso había aprendido él allá en los cerros. ¿Qué podía hacer?
Cuando la niña Mariana Mercedes Guadalupe Molina Inhierza se despertó, abrió la ventana de su cuarto y miró el patio a través de las rejas. Como todas las mañanas, una vaga decepción la hizo dar la espalda y avanzar hacia el salón. Ahí estaba la ventana de verdad: bajo el sol del verano, los cerros verdes y luminosos dibujaban el horizonte.
Vivía en una de las pocas casas de altos de la ciudad de Salta; desde las ventanas se dominaba el mundo, que era grande y hermoso. Como siempre, Mariana pensó que esos cerros la estaban esperando. Aunque ella sabía que una niña no camina sola por las calles ni se va de la ciudad, y mucho menos si tiene quince años y son tiempos de tanto peligro, con Salta ocupada por las tropas del virrey Abascal y rodeada por las partidas guerrilleras de Güemes y Saravia. Sin embargo, de algún modo, alguna vez, Mariana acudiría a la cita.
Esa mañana de febrero, Gabriel Mamaní estaba trepado a una escalera, trabajando en la Virgen de un altar lateral, cuando vio entrar a la iglesia a Mariana Molina Inhierza seguida por una esclava negra. Gabriel estaba concentrado, con su pincel levantado, a punto de dibujar una sombra curva, casi imperceptible, en el breve músculo de uno de los brazos de madera que sostenían al Niño, cuando vio avanzar a la adolescente, sus rulos oscuros desordenados bajo la mantilla, sus ojos negros abiertos y vivos. Y fue tal vez por demasiado inquietos y curiosos que esos ojos se movieron como buscando algo por las paredes altas, blancas y desnudas, y de pronto encontraron las piernas macizas de Gabriel Mamaní, sus pantorrillas descubiertas, su pantalón tosco, y subieron por las caderas apretadas y estrechas, el pecho ancho, hasta llegar al rostro y a los ojos ya fijos en los suyos.
Entonces los dos se quedaron quietos, atrapados, mirándose. El mestizo Mamaní imaginó todo el cuerpo de la niña solamente observando su cuello descubierto y sintió que la belleza había entrado a la casa de Dios. Regresó conmovido al antebrazo de la Virgen que sostenía al Niño y con una delicadeza única hizo un casi imperceptible trazo más oscuro en la torneada madera.
—Es sublime —susurró Mariana, que vio de pronto cómo el abrazo de la Virgen se volvía sólido y potente. Una madre sosteniendo a un hijo, pensó. Brazos firmes que rodean y aguantan. Su madre nunca la había sostenido así. Mariana volvió a mirar al muchacho y descubrió otra vez que él la estaba observando. Tendría dieciocho años. Ojos europeos, castaños. Bigote y barba apenas crecida con reflejos rubios, en un rostro mucho menos oscuro que el de casi todos por allí. Muy hermoso y muy diferente: quién era. Los malos pensamientos se agolpaban y la estremecían mientras no podía ni quería dejar de observar el retazo de piel que asomaba, velluda, bajo la camisa.
Pero el artesano no es un indio, no es un monje, no es un señor. ¿Quién es? “Alguien a quien Dios ama”, decidió Mariana. Y, sin proponérselo ni darse cuenta, le dedicó su más hermosa sonrisa.
Algunos días después, a la hora de la siesta, en la pequeña celda que le había dado el cura para que trabajara y durmiera, Gabriel continuaba viendo la imagen exacta de aquella sonrisa mientras se aplicaba sobre el pedazo de madera donde trataba de convocar a San Francisco, una vez más. Los gruesos postigos estaban cerrados. Es verdad que esa ventana no mostraba cerros ni horizonte, sino el antes callado patio de piedra del convento, ahora transformado en pestilente cuartel para las tropas realistas del coronel Castro, la vanguardia del regimiento del general Juan Ramírez, apostado en Jujuy. Pero a Gabriel le bastaban el cielo, la luz rajante del día, el aire manso, para recuperar la tierra en donde había crecido. Ahora, con la ventana cerrada y la soldadesca silenciosa por la siesta, el ininterrumpido canto de las chicharras también lo perturbaba.
No había caso: sólo cuando caminaba por las calles de la ciudad cobraba conciencia de que su mundo estaba lejos. “Soy un mestizo pecador, no sirvo para tallar santos.” Gabriel vio una vez más el brillo de la sonrisa de la niña y suspiró desalentado: nada sufriente, el brillo estaba ahora en los ojos de San Francisco, sobre la madera. Gabriel volvió a sentir cómo se esfumaba en el aire su posibilidad de salvarse del Infierno.
Quién es Elsa Drucaroff
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1957.
♦ Es escritora y crítica.
♦ Es profesora en Letras (INSP JVG) y doctora en Ciencias Sociales (UBA).
♦ Escribió libros como El infierno prometido, Leyenda erótica, La patria de las mujeres y El último caso de Rodolfo Walsh.
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