María Teresa Andruetto es una escritora de una sensibilidad fascinante. En cada libro crea universos en miniatura, donde uno tiene la impresión de estar acercándose al misterio de la condición humana. Con una amplia trayectoria en la literatura infantil y juvenil, recibió en 2012 el Premio Hans Christian Andersen —considerado el Nobel de la literatura infantil—. Y también tiene una vasta trayectoria en la literatura para adultos. Es como si con ambos géneros se conformaran las dos mitades de su corazón.
Autora de Lengua madre, No a mucha gente le gusta esta tranquilidad, Pavese y otros poemas, entre otros títulos, acaba de publicar la novela Aldao —un territorio mítico que ha utilizado en muchas de sus ficciones—, que sigue la vida de una militante desde los años 70 hasta la actualidad. Y, a través de ella, sigue también la vida de las otras mujeres que forman su linaje —abuela, madre, hija—; una familia marcada por la pobreza pero nunca por la sumisión.
La maternidad y la paternidad, la violencia del Estado y el largo alcance de la dictadura militar, las complejidades internas del feminismo y la disidencia, y las condiciones de la locura son algunos de los temas de Aldao, con personajes que, por momentos, recuerdan a las figuras trastornadas de Roberto Arlt.
—Borges cuenta en el “Poema conjetural” los últimos momentos de Francisco Narciso Laprida, que de haber sido el presidente del Congreso de Tucumán en 1816, muere en medio de las guerras civiles, en manos de una tropa liderada por el ex fraile Aldao. La coincidencia de nombres me hace preguntarte si es verdad que no podemos salir de la recurrencia de las luchas entre civilización y barbarie.
—Sí, coincido. Esa tensión, esa lucha siempre toma formas distintas, se recicla. A veces la barbarie queda del lado de la civilización y lo que uno se imagina como civilizatorio en realidad es barbarie. Y a la inversa, hay zonas que podrían considerarse como de la barbarie que tienen rasgos civilizatorios que debiéramos recuperar. Es un eje que me interesa. Es el tema de la grieta y la fisura y la dificultad de tener puente. Volviendo a Borges, es eso que dice en un poema: solo faltó la vereda de enfrente.
—En una época, hace quince años, hablar de grieta y de fisura todavía era productivo. Eran palabras asociadas al lenguaje antes que a la política.
—Sí, y yo también lo uso en ese sentido. Por dónde puede colarse algo verdadero. Ahora en el imaginario entra la división. Es eso que no permite mirar de un modo más complejo y más rico a nuestra sociedad.
—El tema de la memoria recorre tus libros. ¿Qué búsquedas te permite revisar la memoria? En este libro en algún momento decís que la memoria es como un dique.
—Mi recurrencia a esa zona de la memoria es la búsqueda de identidad. Mis personajes muchas veces están buscándose a sí mismos, y yo, a través de ellos, busco la construcción de una identidad social, la percepción de una identidad social. Los personajes y los narradores me enseñan mucho. Son el camino para ver a la sociedad en la que formo parte. Y no hablo de la sociedad con mayúsculas, sino del contexto en el que ellos viven, en el contexto en el que yo misma vivo. A mí nunca me interesó lo heroico en la escritura. Siempre me interesó el tono menor y más íntimo. Aunque, a la vez, tengo un gran interés por lo político.
—Es lo que decía Piglia: la novela es política porque es personal.
—Bueno, me gustaba mucho él. Ese umbral, que también viene del teatro griego, que se representaba en los frentes de los palacios y se escuchaba lo que sucedía en el interior, me interesa mucho. Mirar lo pequeño para ver lo grande me permite una escritura no militante. Siempre me he cuidado mucho de que mis intereses externos —como mis acciones públicas— no pasen a la escritura y que la escritura sea el resultado de un preguntarse.
—Voy a volver a ese punto, pero quería tomar un punto relacionado con la memoria, que es la cuestión documental. Sergio Chejfec decía que lo documental ponía en tensión a la ficción hasta romperla. En tu novela, de repente aparecen fotos y un informe: ¿son documentos reales? ¿Qué buscabas con ese uso?
—Cuando uno escribe viene mucho de lo visto, de lo escuchado, lo leído. Entonces aparece el personaje al que le avisan de la muerte del psiquiatra y eso me abrió otras cosas y otras experiencias de vida. Yo me crié en un lugar donde había un psiquiátrico muy grande; se decía que era el más grande de Sudamérica. Y yo también tengo muchas lecturas sobre la locura. Eso me fue pidiendo algo y así tomé cosas de la antipsiquiatría, que en los años 70 estuvo muy ligada a la gente de la izquierda. Pero yo lo tomé con mucha libertad, diría irrespetuosamente. Así se fue fraguando el estilo de ese documento, que es ficcional.
—Antes me decías que buscás limitar tu militancia en el texto…
—Me preocupa particularmente esquivarla.
—… y pensaba que uno de los acápites es la famosa frase: “La historia enseña, pero no tiene alumnos”. ¿Cómo leés esa frase?
—Nosotros no somos buenos alumnos de lo que la historia nos enseña. Nosotros, los argentinos, me refiero. Muchas veces hemos vuelto a los núcleos de conflicto que son fundantes, que están en el origen mismo de la constitución como Nación. Y bueno, a veces también en la historia personal uno vuelve y vuelve sin aprender nada de lo que le ha sucedido.
—¿Querés a tus personajes?
—Tengo una profunda empatía aún por los que pueden resultar desagradables. Sí, necesito eso para escribirlos.
—Pero no sos condescendiente con ellos.
—La empatía no tiene que ver con la condescendencia. La empatía es la necesidad o el deseo de comprenderlos. Aún en sus errores y malicias, comprender por qué hacen lo que hacen. En esta novela, todas las mujeres son, a su manera, sufrientes: por la enfermedad, por la condición política, por las condiciones de la pandemia, por la falta de padre, por estar internadas. Lo más difícil y lo más rico es intentar comprender qué de lo humano se juega en cada personaje. Lo que no quiere decir que uno lo exculpe de todo. Pero si uno puede comprender esa singularidad tal vez puede comprender un poco más la condición humana.
“Aldao” (fragmento)
Vivíamos en una de las piezas de arriba. Habíamos dejado la casa que compartíamos con otros y llegado al hotel de Juan sin conciencia cabal de lo que nos sucedía, y menos aún de lo que iba a sucedernos, con la ilusión de ahorrar algunos pesos en el alquiler, esperar a que las cosas se aplacaran un poco, vivir apretados por un tiempo hasta conseguir un terreno, uno de esos sitios sin papeles, en algún asentamiento al otro lado del río. Estábamos tabicados, missing como decíamos por aquel tiempo, y entonces era también por eso que habíamos llegado hasta ahí; pero a poco de mudarnos quedé embarazada y las cosas se complicaron.
En la pieza que estaba al frente, en condiciones —para decirlo fácil— un poco mejores que la nuestra, vivía un hombre con tres gatos; el hombre trabajaba en el mercado, era estibador. No sé cómo le iría para acarrear las bolsas, porque estaba bastante flaco, pero sé que ése era su trabajo. El hombre tenía a los gatos y los gatos orinaban en la pieza, así que muy temprano, como a las cuatro o las cinco, antes de ir al trabajo, se ponía a baldear la pieza con agua con creolina.
El hombre de los gatos echaba cada mañana, en cantidad, ese líquido oleoso, oscuro, que volcaba de una lata marca Manchester roja y negra, bastante en uso por aquellos años. A veces el agua con creolina, brillante como una mancha de petróleo en el océano, llegaba hasta nuestra pieza y se escurría debajo de la puerta y yo tenía que andar con los trapos, secando pronto para no resbalar; de cualquier modo, él era muy correcto, siempre me pedía disculpas.
Ahora mismo no sé por qué razón aquel hombre no pondría una caja con arena para que orinaran tranquilos sus gatos; trabajaba todo el día, se iba muy temprano y llegaba a media tarde, abría la puerta y las ventanas, la del otro lado, la que daba a la calle, y la ventana minúscula que daba casi sobre nuestras narices, todo para que se fuera un poco ese olor penetrante, que salía desde su habitación hacia la nuestra y la cocina, y después se ponía a tomar mate, a merendar en la terraza llena de trastos, entre las sábanas que lavaba Antonio.
A veces en aquellas tardes también estaba el hijo, llegaba a visitarlo y discutían, siempre discutían; por dinero, por los gatos más de todo, y a veces también por otras cosas. El hijo le reprochaba lo que el hombre le había hecho a su madre en otro tiempo y cuando yo pasaba por ahí o lavaba, con mi panza ya de varios meses, nuestra ropa en el piletón, si el hombre de los gatos me veía, decía en voz alta, como para nadie, ay los hijos, padece el que tiene hijos, siempre reprochan, por todo, pero la vida les va a enseñar, ¡ya les va a enseñar!
Quién es María Teresa Andruetto
♦ Nació en 1954 en Arroyo Cabral, Córdoba. Es autora de literatura infantil, juvenil y para adultos.
♦ Recibió el prestigioso Premio Hans Christian Andersen.
♦ Es autora de Los manchados, Cacería, No a mucha gente le gusta la tranquilidad y Aldao.
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