En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es el escritor e ingeniero argentino Federico Axat, que acaba de publicar su nueva novela, La hija ejemplar, un thriller psicológico que gira en torno a la desaparición de una chica de catorce años que, aparentemente, se quitó la vida después de que se viralizara un video sexual suyo en su escuela.
Editada por Destino, La hija ejemplar sigue, a la par de la historia de la desaparición de la adolescente, a una periodista retirada que no podrá evitar volver a su antigua vida cuando vea las inconsistencias del caso y se entere de que el chico responsable del video apareció muerto de un martillazo en la cabeza.
Cómo escribí “La hija ejemplar”
La hija ejemplar se centra en el misterio de Sophia, una chica de catorce años que hace casi un año desapareció de su casa. Las pruebas parecen indicar que se quitó la vida arrojándose de un puente y que el hecho está relacionado con un video sexual que se viralizó en la escuela. Sin embargo, cuando meses después de la desaparición el chico responsable del video aparece muerto de un martillazo en la cabeza, muchos dudan de lo que sucedió realmente. Hay quienes especulan con que Sophia está detrás de ese feroz ataque, abriendo con ello nuevos interrogantes: ¿dónde ha estado todo este tiempo? ¿Cómo una chica ejemplar podría ser capaz de una cosa así?
Camila Jones, una celebridad del periodismo de investigación ya retirada, vive con su perro en una casona solitaria. Un periodista caído en desgracia se presenta un día ante ella y le pide que se involucre en el caso. El periodista ha encontrado una serie de inconsistencias que de inmediato despiertan la curiosidad de Camila.
La novela está narrada en dos tiempos. Por un lado, conoceremos a Sophia y a su inseparable grupo de amigos, meses antes de la desaparición, y por el otro a Camila, que intentará llegar al fondo de todo con consecuencias impensadas.
La hija ejemplar es, ante todo, un thriller psicológico. En el corazón de la novela hay un duelo mental entre algunos personajes y una trama concebida para no soltar al lector. Los que han leído alguno de mis libros saben de mi afición a los giros y a los finales inesperados, ¿pero qué thriller no se jacta de eso hoy en día? Tantos que casi ha perdido el sentido hablar de ello.
En lo que respecta al proceso creativo, este ha sido, por lejos, el libro que más me ha costado. Como cuento en la nota final, lo empecé a escribir cuando era un hombre soltero y lo terminé casado y con dos hijos. Todo en el lapso de cuatro años, donde además tuvo lugar el encierro por la pandemia del Covid.
El nacimiento de mi hija sacudió mi vida e hizo temblar los cimientos de lo que fue la idea primitiva de La hija ejemplar. Escribir sobre la desaparición de una chica no iba a ser sencillo cuando yo mismo estaba atravesando por un proceso de expectativa y asombro sin precedentes. Llegué incluso a abandonar la idea, convencido de que no era el momento adecuado para ella.
Un hecho fortuito ocurrido cuando ordenaba mi biblioteca, del que también hablo en esa nota final y que no puedo revelar aquí sin caer en un spoiler, lo cambió todo. Había encontrado algo que me atravesaba como autor en ese momento tan particular de mi vida, y desde luego quería explorarlo en el libro.
Y lo anterior me lleva a hablar de lo que fue el proceso de escritura. Entre los novelistas parece haber dos modalidades de trabajo bien diferenciadas: por un lado, los que planifican sus libros con cierto grado de detalle, haciendo resumenes de cada capítulo, líneas de tiempo e incluso mapas de personajes como los que aparecen en las series norteamericanas de asesinos seriales; por el otro, estamos los que nos embarcamos con unas pocas premisas más o menos claras, y nada más. Lo sé, la enunciación anterior me ha delatado: soy culpable de empezar un libro sin saber cómo lo terminaré, o si podré hacerlo. Lo que tengo por delante a la hora de embarcarme en una nueva novela es un archipielago de aguas oscuras con unas pocas afloraciones rocosas aquí y allá. Y así sucedió, más que nunca, con La hija ejemplar.
Los escritores no-planificadores nos sentimos en la necesidad de aclarar que nuestras novelas no son un sinsentido. El resultado final no debería diferir del de una historia milimétricamente pensada de antemano. Simplemente, la búsqueda de la trama sigue abierta durante el proceso de escritura. Esto, lógicamente, acarrea reescrituras, bloqueos, parates reflexivos e incluso el abandono.
En lo personal me resulta un viaje con más adrenalina que la mera ejecución de un guión ya cerrado, pero quiero dejar claro que la categoría de los escritores de novela —planificadores o no-planificadores— no parece ser una elección. Mi experiencia me dice que es algo que viene con nostros, difícil de modificar. Probablemente, encontrar la metodología de trabajo adecuada sea el desafio más grande de un novelista, incluso más que descubrir su propia voz o la capacidad de escribir de manera más o menos digna.
Ese detalle que descubrí de manera azarosa ordenando mi biblioteca, y que literalmente salvó al libro, podría haber sucedido en cualquier momento. Para mí, esta es la virtud más grande de no planificar: que la ventana creativa se quede abierta por mucho tiempo. Si es posible, hasta que el libro se vaya a la imprenta.
En el caso de mi novela Benjamin, por ejemplo, hice una reescritura muy profunda cuando el libro ya estaba casi listo. Esa reescritura, que incluía un importante giro en el final, ha sido vital para definir mi identidad como autor. ¿Cuántas veces hemos escuchado decir a un escritor que “los personajes se apoderaron de la historia”? Eso es posible porque el autor lo permite.
El gran Stephen King dice que cuando empieza una novela, lo único que tiene es un pedazo de hueso que sobresale de la tierra, y que el trabajo arqueológico de escribir consiste en ir descubriendo ese hueso a medida que quitamos la tierra que tiene alrededor. No hay forma de saber de antemano si estamos en presencia de un esqueleto incompleto o uno completo. De un escrito amorfo o uno genial.
El hecho de que uno de mis referentes literarios enunciara ese axioma que parece contradecir la lógica, hizo que me sintiera acompañado en mis comienzos. ¿Cómo iba a animarme a escribir una novela si no sabía TODO lo que iba a pasar? Parecía una locura, casi una irresponsabilidad. Y, sin embargo, el método funciona.
Aquí está la clave: nadie va a leerte hasta que no termines tu trabajo. De hecho, los primeros borradores de mis novelas son imposible de leer, hay personajes que aparecen de la nada, otros que se diluyen, hay notas del tipo “hay que incluir o quitar tal o cual cosa”. Recién con la primera o segunda reescritura la historia empieza a tener algo de sentido.
Durante mucho tiempo este ha sido un tema de conversación con colegas. Siempre me intriga el método de un escritor. Hay quienes utilizan códigos de colores, una simple libreta, pizarras de corcho con un sinfín de post-its. Como he dicho antes, se trata de encontrar la forma que mejor se adapte a cada uno.
Cuando asistí a la universidad Nacional de Ingeniería de La Plata, un profesor llamado José Luis Infante, durante sus clases de Ingeniería de la producción, repetía todo el tiempo lo siguiente: “Los planes no se cumplen, pero igual tenemos que planificar”. La frase me quedó grabada, porque realmente la repetía incansablemente. Muchos de mis compañeros, yo incluído, veíamos en ese profesor un parecido físico muy grande conmigo, aunque treinta años mayor. Cada día pienso más en este hecho extraordinario y en sus posibles interpretaciones.
Cuando un lector me comenta que es evidente que mis novelas están meticulosamente planeadas de antemano evidenciando mi formación ingenieril, sonrío satisfecho.
Así empieza “La hija ejemplar”
En otra vida, Camila Jones había ganado dos premios Emmy por sus investigaciones periodísticas para televisión, y ahora no era capaz de hacer crecer una miserable planta de remolacha.
Se quedó mirando las hojitas vetustas, apenas unos tallos insignificantes de cinco centímetros. Sacó el iPhone del bolsillo del delantal y les tomó una fotografía. «Esto no pinta nada bien», le escribió por WhatsApp a Marshall, que se ocupaba de la jardinería en la isla. El hombre, que era lo más parecido a un amigo que Camila había cosechado durante los últimos dos años, le respondió con un emoji de una cara muerta de risa. «Se lo dije», escribió el hombre después.
Camila permaneció en el terraplén, contemplando primero el océano Atlántico hacia el este y luego los canales y pantanos que separaban aquella porción de tierra con nombre pretencioso del resto de Carolina del Norte.
Era cierto que Marshall se lo había advertido: «No importa que traiga la mejor tierra del mundo, señora Jones, aquí el aire del mar se mezcla con el del continente, y eso no es bueno». Marshall se ocupaba de los jardines de las casas de la isla desde hacía más de veinte años, así que sabía de lo que hablaba. Solía referirse con añoranza a esas épocas de prosperidad laboral y juventud, cuando unas treinta familias adineradas se instalaron allí y apostaron a que Queen Island se convertiría en un sitio exclusivo, cosa que jamás sucedió.
La casa que Camila había comprado para transitar su retiro del periodismo era el símbolo de ese pasado prometedor. La casa de cristal, como la llamaban los lugareños, estaba emplazada en el punto más alto de la isla y era una construcción moderna de dos plantas con una vista magnífica. Un verdadero desperdicio para una mujer sola y su perro.
Mientras Camila se lamentaba moviendo la cabeza, Bobby la observaba desde el otro extremo de la plantación. El beagle, que había vivido con pesar perruno la transición entre un lujoso apartamento en Nueva York y... esto, tenía como afición fiscalizar cada uno de los fracasos botánicos de Camila. Era un perro viejo —y trasladarse nunca había sido su actividad favorita—, sin embargo, hacía acto de presencia cada vez que había una oportunidad para reforzar la idea de que todo tiempo pasado fue mejor.
Camila acababa de cumplir cincuenta y dos años y a veces también echaba de menos su antigua vida.
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