Escribir es también un acto de distanciamiento con el mundo, es ocultarse tras las palabras, no dar la cara, dejar que las historias hablen. Eso es lo que uno piensa cuando lee a Diana Obando, o cuando charla con ella.
Nacida en Bogotá en 1987, aunque se formó como politóloga, Obando ha escogido la cerámica y la escritura para contar su mundo y contarse a sí misma. Con lo primero, aprendió a explorar el entorno mineral, lo que la llevó a interesarse por la terapia cráneo-sacral y el masaje energético. Esto se le volvió una necesidad luego de haberse lesionado la espalda y recuperarse gracias a ello.
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Si uno pregunta por ella, la mayoría cree que es otra, también escritora y colombiana, Diana Ospina Obando, pero ni comparten el primer apellido ni son la misma Diana.
Esta Diana lleva practicando el onironautismo por más de una década, mientras que la otra ha elegido el cine. En algo se parecerán las dos disciplinas, pero las dos Dianas no.
El estudio de las plantas asociadas al sueño le dio paso al interés de Obando por la botánica y de ahí surgió su primera publicación, “Plantas de ciudad”, que vio la luz de la mano de Himpar Editores; un fanzine en el que la autora, junto a Sara Muñoz y Monika Bock, recoge diez historias de diez plantas, con la intención de conocerlas de la misma manera como se conocen las personas: a través de los cuerpos y los afectos, poniéndose en relación con ellas, correspondiendo a la voluntad que se tienen.
En 2022, el jurado de la tercera edición del Premio Nacional de Narrativa Elisa Mujica, integrado por los escritores Yolanda Reyes, Jazmina Barrera y Álvaro Robledo, escogió la obra “Erial” como ganadora.
Cuando dieron a conocer el acta, en la cual calificaban la novela como un auténtico “elogio del silencio”, se supo que la autora era Diana Obando. El acta y una anotación que decía que el libro sería publicado por la editorial Laguna Libros en 2023, era lo único que se podía encontrar sobre esta novela misteriosa, escrita por una autora igual de misteriosa.
Entonces, fui a buscarla, temeroso de que la confundiera con la otra Diana, o que me encontrara a otra distinta a estas dos. Tras muchas idas y venidas, mensajes en el teléfono, promesas no cumplidas, hablé con la correcta, sobre el premio, la novela y sobre ella. Esto fue lo que Diana Obando me contó:
Yo empiezo a escribir a partir de una línea de tiempo enfocada en sucesos que han sido importantes en mi proceso como escritora. Desde que me gané el premio he respondido a la pregunta sobre cómo empezó todo de la misma manera, pero dejo de lado la vez en que tenía 14 años y gané mi primer premio relacionado con literatura. El colegio Reyes Católicos había lanzado un concurso a nivel nacional con dos líneas, poesía y narrativa. Yo lo gané en la categoría de poesía y tuve la oportunidad de participar en un encuentro nacional en Ocaima, Cundinamarca. Allí pude conocer a mujeres como Luz Helena Cordero, que fue muy importante en mi proceso, y Mery Yolanda Sánchez, con quien casi 15 años después me volví a encontrar con un proyecto en el que trabajamos juntas para la Organización Femenina Popular de Barranca.
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Generalmente, no hablo de esto, y dejo de pensar en la escritura como una pulsión. En mi familia hay un asunto de tradición oral muy potente y, al mismo tiempo, subterráneo, definitivo para la forma en que escribo. Las historias que se contaban eran sobre muertos, guacas, duendes y fantasmas. Tanto la familia materna como la paterna vivieron la violencia de la época bipartidista. Eran familias liberales que tuvieron que enfrentarse a esos tiempos difíciles.
Recuerdo, cuando era niña, escuchar a los adultos hablar en la cocina, reunidos solo ellos porque a los pequeños nos mandaban a dormir. Se contaban historias de miedo, siempre eran sobre eso. En la casa paterna, antes de que llegara la energía, mis abuelos se sentaban a conversar a la luz de una vela hasta que esta se extinguía. Todos escuchábamos, o al menos yo lo hacía, pues era una casa pequeña. Lo que hablaban tenía que ver siempre con muertos.
Para mí, la necesidad de escribir, la pulsión, tiene que ver con esta tradición oral que me legó mi familia. Siempre pienso que lo que hago tiene sentido en la manera en que acepto esto que está presente en mis dos linajes y que tiene que ver también con la capacidad de sorprenderme con la naturaleza.
Lo textual no sólo se limita a lo escrito, según lo veo yo, también acoge las tradiciones orales y para mí, esto ha sido fundamental. En el ámbito literario, dos autoras han sido importantes, fundacionales, como puntos de quiebre, Nathalie Sarraute, una de ellas. Su libro “Tropismos” me permitió confirmar que para mí no tenían sentido ciertas fórmulas de la escritura que se dan por sentado, como la búsqueda del clímax o del cierre. Nunca me forcé hacia allá. Este libro me acompañó en el camino de entender que es más importante llegar al núcleo de lo humano que a la anécdota. Sarraute lo hace maravillosamente. Recuerdo una historia en la que dos mujeres se sientan a tomar el té y nada extraordinario sucede, solo importa el momento, estar ahí.
La contemplación en mi escritura es, quizá, lo más importante. Se trata de una necesidad de quien se involucra con el entorno y yo nunca he sido tentada por las formas. Tiene que ver con el espacio en el que crecí, es la forma en la que veo el mundo y, de alguna manera, es suficiente por sí misma. No es necesario que derive en alguna epifanía o un giro sorpresivo.
La otra escritora es Svetlana Aleksiévich, con su libro “La guerra no tiene rostro de mujer”, no solo por la manera en que está compuesto, sino por cómo se ocupa de ciertos asuntos menores que no han sido lo suficientemente considerados al momento de narrar los destrozos que dejó a su paso la Segunda Guerra Mundial, que no han sido pocos. Esta historia pedestre, como lo llama ella, de la minucia y lo absolutamente cotidiano y humano de la guerra, me permitió entender que lo más bruto de la vida, lo más sencillo, nos ocupa a todos.
Así pues, he intentado ocupar mi mirada en lo humano no separado de la naturaleza, en lo vivo no separado de lo inerte. “Erial”, entonces, reúne una serie de relatos, me resisto a decir que es una novela, y me niego a calificarlos como cuentos, porque no son eso, no hay una temática que los una, aunque la naturaleza sí los relaciona, como con todo. La contemplación es algo importante, otra vez, y esos rarísimos momentos en los que logramos tener una mirada compasiva de los otros, que son de una auténtica intimidad, posibles entre todos los individuos.
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Empecé a escribir este libro en 2017 cuando la pregunta por ponernos en relación me embargaba, además de la pulsión por mantenernos vivos y vivas. Había tenido una crisis importante de sentido. Procuraba siempre tener trabajos a tiempo parcial y negociar mi subsistencia y la de mi familia con la necesidad de tener tiempo. Es algo a lo que siempre he apuntado: poder decidir sobre mi tiempo, en la medida de las posibilidades. En ese momento, todo fue complejo y lo que menos tenía era tiempo.
Uno de los primeros relatos que escribí surgió, justamente, de mi conversación con uno de mis compañeros de trabajo, y me permitió reflexionar en torno a la intimidad y la manera en que la escritura se convierte en un dispositivo de supervivencia psíquico, mi respuesta a lo que mi cuerpo va necesitando.
Fueron cerca de dos años de aquella crisis. Luego ya pude ocuparme más en existir y no tanto en sobrevivir. El libro fue creciendo con el tiempo y, al final, terminó siendo ese recordatorio de que verdaderamente es posible entrar en contacto con nosotros, completamente al desnudo. Un libro sobre la soledad.
Escribir se me hace necesario porque es la actividad con la que consigo resolverme la vida, lo que mi cuerpo y los cuerpos de mis querencias han pedido a cada momento. Me hago preguntas, me fijo en los detalles más cotidianos, dormir, alimentarse, sanar, parir. Hago muchas cosas, aprendo muchos oficios, pero no me interesa conseguir la maestría en ninguno. A lo mejor, como dijo un amigo mío, soy una maestra del ni fu ni fa. No sé. Nunca me involucro en nada buscando un sentido de progreso teleológico en el que llegará un punto en el que subiré a algún lugar muy concreto en la cima de una montaña.
La escritura me ha permitido inhalar, recuperar centro y norte cuando lo he necesitado, decantar lo que he requerido decantar, en uno u otro momento; es vital como lo es la canalización, o la herbolaria. Es el oficio en el que me involucré de primero y me ha permitido aglutinar todo lo demás, destilar todo lo que voy resolviendo, de una forma muy concreta y ponerlo en servicio. Escribir es eso, resolverme.
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