El lector de ensayos es un sujeto muy particular. Tiene los cajones de su cuarto desordenados, en su mesa de luz hay varios libros apilados del mismo día: un libro lo llevó a otro y ese a otro, como los links de Wikipedia. El lector de ensayos abre páginas al azar de libros al azar de su biblioteca, empieza por cualquier parte y termina donde le dicta su corazón. Un corazón en apariencia frío, erudito, pero en el fondo caprichoso y alegre.
El lector de ensayos maneja una erudición enciclopédica, no sistemática. Le gustan las digresiones, las confesiones, las generalizaciones arbitrarias. No necesita que todo el libro sea bueno, en esto se parece al lector de poesía: bastan una frase iluminadora, un verso memorable, una asociación inesperada o, en el caso específico del ensayo, una forma original de encadenar un razonamiento para sentir que la lectura está justificada.
Cynthia Ozick escribió que el ensayo es “el movimiento de una mente libre que juega” y “un paseo por los laberintos mentales de otra persona”. En los Ensayos reunidos (Seix Barral) de Abelardo Castillo hay, de un modo u otro, todo lo que un lector del género sabe apreciar.
El autor no es conocido por ser ensayista, pero sí por tener ideas propias. Todos lo reconocemos como uno de los más grandes cuentistas de la literatura rioplatense, y en el campo de la novela hay quienes sostienen que El que tiene sed es una de las mejores novelas sobre el alcoholismo. Si bien el salto a la fama del autor se dio con una obra dramática, El otro Judas (1959), el teatro es una zona menos transitada de su obra.
Menos transitada aún es la de los ensayos, en parte porque Las palabras y los días (1989, compilado que reúne textos pensados para leer en un programa de radio frente a Sylvia Iparraguirre hacia 1975) y Desconsideraciones (2010) son libros difíciles de conseguir. Sí se leen, en cambio, sus diarios y una pieza de culto entre aspirantes a escritores: Ser escritor (2005).
Hay gente a la que no le gusta leer los prólogos y va directo a la obra. A mí me gustan porque sitúan la obra en un nuevo contexto, producen nuevas coordenadas de lectura. En este caso, el prologuista es Claudio Zeiger y sostiene que los ensayos de Abelardo Castillo son sus textos más personales (“algo muy pero muy personal, casi como un cuerpo a cuerpo, se ahonda y visibiliza en el Castillo ensayista”).
La hipótesis es estimulante porque no es irrefutable ni tampoco absurda: ¿qué podrían revelar del autor estos textos? Al fin y al cabo casi no hay anécdotas personales ni hay un tono intimista como los que tanto abundan en la literatura del yo. ¿O será, por el contrario, que al lector contemporáneo solo se le puede vender un libro si se le asegura que involucra aspectos personales del autor? ¿Cuáles son, al fin y al cabo, los laberintos mentales por los que caminamos al leer estos ensayos?
Un ejercicio de anacronismo
El hecho de que el autor de Crónica de un iniciado sea un emblema de los años sesenta y que haya fundado revistas míticas como El escarabajo de oro y El ornitorrinco es importante: era una época en la que a los escritores se les pedía algo más que buenos libros. Se les exigía compromiso, intervenciones públicas y un posicionamiento político sobre las reyertas del momento. En una palabra: además de escritores, los autores eran intelectuales.
Se nota en algunos de estos artículos, donde se pueden encontrar reflexiones sobre el rol del intelectual (“No se trata de volver a la novela panfletaria [...], se trata de saber que el hecho de escribir poemas o ficciones no exime de ninguna responsabilidad moral, y empleo la palabra moral por no decir política o histórica”, escribe Castillo en “Los intelectuales y el poder”), sobre la belleza o sobre la pobreza.
Pero, más allá de algunas excepciones, el anacronismo de Castillo se revela en la elección arbitraria de los temas y autores. Es un punto que puede resultar felizmente extraño para un lector joven: en época de hashtags, viralizaciones y tendencias diarias, escapar del presente y de la novedad es un gesto de rebeldía.
Castillo no discute los temas del momento sino que tiene su propia agenda: la comparación de una escena bíblica con un poema de Lorca, el lamento de que se hubiese descubierto que el monstruo del lago Ness no existe, un análisis de Carlos Gardel ya no en tanto persona de carne y hueso sino como mito nacional, la demostración de que Charles Chaplin es el alter ego de Edgar Allan Poe, o el día de 1925 en que el príncipe de Gales se paseó por Avenida de Mayo y los vecinos lo recibieron como a un héroe.
Por supuesto, no hace falta estar de acuerdo con cada hipótesis, porque un buen ensayo no es aquel que genera adhesiones sino el que hace pensar. El propio Castillo postula, de alguna manera, la misma idea: “No importa si la anécdota [de Florencio Sánchez] es verdadera o no. Lo único que no importa de una anécdota, o de una frase célebre, es que sea auténtica; basta con que sea verosímil y se articule con la vida de aquel a quien se le atribuye”.
El autor era consciente de su carácter anacrónico, lo demuestran frases como: “Ya tengo edad suficiente como para desconfiar de otras eternidades, si me son ajenas”. Es verdad que la época acaba por filtrarse: Sartre, Pavese (debe ser una obsesión generacional, porque Piglia también escribió sobre los diarios de Pavese y su suicidio).
Pero incluso en esos casos la veta de lector individual aparece en primer plano. Tal vez porque, si bien se suponía que un escritor de los sesenta hablaba desde un estrado como Jean Paul Sartre, Castillo tenía un destinatario secreto. “Siempre he creído que el destinatario espiritual de toda carta es quien la escribe”, señala en el prólogo, y la sentencia es aplicable a estos ensayos.
La contención
El anacronismo es una forma de libertad, pero no es la única. Abelardo siempre fue conocido por ser un escritor calculador, un artesano de piezas de relojería. Nadie cultivó como él el cuento en su forma más acabada (”La madre de Ernesto”, “El marica”, “Patrón”, entre varios otros), nadie disfrutaba tanto la búsqueda del adjetivo perfecto, nadie aplicaba mejor en las instancias de corrección el látigo que, según Truman Capote, les da Dios a los talentosos.
Pero hay algo en la forma del cuento que restringe, que contiene, y el ensayo es exactamente lo contrario: abre, se presta para la digresión. El género, en este caso, permite al autor desplegar una habilidad que domina: la erudición, la asociación libre y la capacidad para acercar autores lejanos en tiempo y espacio en torno a un mismo punto, como pasan con la locura en Van Gogh, Artaud, Maupassant y Nietzsche; o el alcohol en Malcolm Lowry, William Faulkner, Edgar Allan Poe, Jack London y Dylan Thomas.
Los Ensayos reunidos son una oportunidad para conocer al Castillo lector, ese que logra unir los puntos de un dibujo a partir de la pura asociación. En “El hacedor”, Borges cuenta la historia de un hombre que se propone la tarea de dibujar el mundo. No se da cuenta de que al final, entre idas y venidas, descubre que “ese laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
“Ensayos reunidos” (fragmento)
Las palabras y los años
Yo tenía veinte años. No dejaría decir a nadie que es la mejor época de la vida. Estas palabras de Paul Nissan son la cifra más elocuente de esa edad que llamamos adolescencia. Ya se sabe: la adolescencia viene de dolor, de adolecer. [...] La juventud consiste en no tener pasado: me dicen que esta frase de Maragall maravillaba a Unamuno, aunque no me saben explicar por qué. No puede ser por su trivial falsedad.
Yo sé de hombres que llevan a cuestas el pasado y la nostalgia de ese pasado más o menos desde los diez o doce años, y me consta que hay quienes han perdido su Paraíso mucho antes y se pasan el resto de la vida buscándolo. Ya a los siete años, escribió Nietzsche, supe que ninguna voz humana llegaría hasta mí. Lo que no tiene el adolescente, lo que no puede sentir, es el futuro: puede evocar la infancia, puede recordar la desdicha del día de ayer o la felicidad de hace una hora y, sobre todo, puede vivir con la intensidad de lo eterno este minuto presente: lo que no puede ni quiere sentir es lo que vendrá después. Esa es su angustia y su privilegio [...].
Tal vez por eso ciertos libros solo se entienden sin esfuerzo en la adolescencia. La novela que lee un adolescente sucede y se materializa en esta lectura, y se instala en el mundo con la fuerza y la verdad de lo absoluto. Siempre me ha llamado la atención que un muchacho de quince o dieciséis años pueda leer con sucesiva naturalidad a Kafka, a Miller, a Tolstói, a Bernhard, a Lowry, y que rotundos profesores universitarios de cincuenta no comprendan una sola palabra de casi ningún libro.
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