Cuando el dueño de un hotel de Villeneuve Saint Denis acusó a su esposa de haberle robado una copa de plata para regalársela a su amante, una misteriosa joven, a quien se le atribuían dotes de adivinación, indicó que la verdadera culpable era una camarera. Y ahí, tal como ella advirtió, estaba la copa. Este evento no hizo más que acrecentar la reputación de Jeanne De Brigue. Incluso los ladrones a veces le pedían, a cambio de alguna cosa, que no los denunciara. Era 1389 y al obispo de la ciudad no le gustaba nada el éxito de la mujer que encontraba cosas perdidas. Después de ayudar a desentrañar un robo a un cura, el obispo la mandó a arrestar: estuvo un año en prisión.
Tiempo después, Jeanne conoció a Macette, una mujer que le era infiel a su marido, que la golpeaba. Una vez el marido de Macette enfermó y la madre de éste le pidió ayuda a Jeanne. Fue en esas circunstancias que Macette le contó en secreto a Jeanne que era ella quien enfermaba al marido con sus pócimas. De Brigue decidió ayudarla y pedirle a cambio que le diera una mano para conseguir, con hechizos, que el padre de sus hijos de una vez por todas se casara con ella. Por supuesto, se hicieron amigas.
A ambas las acusaron de endemoniadas. En 1391, Jeanne fue la primera mujer asesinada por un juicio de brujería. La segunda, fue su amiga.
El historiador francés Jules Michelet escribe que las brujas nacen de la soledad y de la observación atenta. Dice también: la invención de la bruja ocurre en tiempos de desesperación. Desde niña, Jeanne pasaba horas en el bosque y recibía instrucción de su madrina sobre plantas y hierbas. Jeanne observa, aprende, se convierte en una mujer que sabe cosas: es una mujer ilustrada. Sabe cosas que los juristas y filósofos de la Iglesia de su tiempo no aceptaban como un saber oficial pero que, no obstante, creían en los poderes de ese saber tránsfugo. En el tiempo de Jeanne y Macette, las hechiceras eran consideradas las hijas directas de Eva: la responsable de la caída de la humanidad que, como ellas, también fue una mujer que quiso saber.
Eva, Nietzsche y la cerda encarcelada
Creo que a veces la misoginia no es nítida porque no se trata de un odio hacia la mujer a secas –aunque no lo descarto –, es más bien un odio hacia el saber atribuido a la mujer, el saber de Eva. ¿Qué supo Eva?
Primero, otra pregunta: ¿por qué Dios habría puesto en medio de su jardín un árbol prohibido, si no es para que la ley fuera trasgredida? Nietzsche pensaba que Dios estaba aburrido – no lo descarto –, pero Teófilo de Antioquia propuso una solución interesante. Todo el problema de este cuento es un asunto de tiempo. Cada cosa tiene su tiempo, y Adán y Eva eran infantiles; la imprudencia habría adelantado el conocimiento, que no es otro que el del sexo y la muerte; conocimiento para el que no hay un tiempo justo, siempre llega a destiempo.
El de la caída es un conocimiento muy particular porque no es posible reducirlo a una cifra: el deseo y la finitud no son cosas que se puedan mirar de frente, no son medibles ni calculables, son cosas cuyo arte es parecido al de la adivinación. Si Jeanne encontraba cosas perdidas era porque algo sabía de los circuitos de deseo: si había un sospechoso obvio –y conveniente– de un crimen, ella seguía una cierta psicología nocturna para seguir la pista del crimen: leer los gestos mínimos, mirar debajo de la mesa y, de algún modo, leer las intenciones no dichas.
El saber de Eva es engorroso, mejor echarle la culpa a la serpiente. Por cierto, también hay una tradición de culpar a sus hijos directos, los animales. Hay una historia loca en 1385 en Falaise, un poco antes del primer asesinato de las brujas. Una cerda entró a la casa de un albañil una noche fría y comió parte del muslo de un niño de meses. La bestia fue atrapada y juzgada, pero juzgada en serio: la cerda fue encarcelada.
El día de su sentencia estaba echada en el piso y un guardia debió darle una leve estocada para que se pusiera de pie, porque así se deben escuchar las sentencias. Fue condenada a la horca. La idea era darle una lección de moral y teología a los animales. Para los saberes del mundo moderno, estas ideas son de una ignorancia escandalosa. No obstante, la racionalidad moderna sí cree que al llamar a un individuo “cerdo”, es posible juzgarlo, en un juico sin juicio, y enviarlo a la horca.
Femicidas y terroristas en busca de un paraíso
En una antigüedad no tan lejana existía algo llamado revista masculina y femenina; las primeras solían ser revistas de objetos como relojes, autos, tecnología, músculos, tetas, penes y otras partes recortadas del cuerpo. Las femeninas también tenían algo objetual, hablaban de cómo adelgazar, acentuar la cintura, levantar el trasero, pintarse los ojos, etcétera. Pero, a diferencia de los objetos de las revistas de sus hermanos, ese tratamiento del cuerpo por pedacitos era un medio para un fin, no un fin en sí mismo. Hoy no es así la cosa. La obsesión con el propio cuerpo persiste, pero no para seducir, ni ser deseada, ni buscar algún amor, sino para una misma: un fin en sí mismo. No descarto que en realidad no sea tan así, pero ese es el saber oficial.
Olvidé decir que también Jeanne y Macette adherían al saber oficial. En sus magias repetían plegarias del Evangelio de San Juan y rezaban avemarías. Pero, como todo el mundo, sabían que el saber oficial es un esfuerzo por darle sentido al mundo, aísla a la serpiente y promete que, si se sigue todo al pie de la letra, habrá paraíso. La diferencia con los juristas y curas, quienes también sabían que su saber era enclenque, es que ellas investigaban lo que ser humano es, mientras que los primeros forzaban las cosas para inventar al ser humano que querían que fuera.
Esas cosas que Macette y Jeanne discutían en secreto -el amor, la desdicha, sus vidas y las de los otros- estaban presentes en las revistas femeninas de antes. Pero, quienes leíamos esas revistas, sabíamos que en cada artículo sobre alguna dieta, o los siete consejos para seducir, follar o dormir, había un código secreto que apenas rozábamos, pero que debíamos investigar de todos modos. Nunca era certero qué era ser mujer o qué era el amor, por eso teníamos tantas ganas de hablar –aún tenemos– sobre nosotras, sobre las otras, sobre ellos, sobre todas las cosas. La lengua de las brujas es la de la adivinación, es decir, de la interpretación. Nada está escrito de una vez y para siempre.
A las brujas las mataron por el acceso a ese saber que para algunos es angustiante, como un pozo sin fondo. Es necesario aclarar que puede ser angustiante para hombres, mujeres y todas las identidades, para quien necesita explicárselo todo y ser explicado por completo. Lo que se mataba de la bruja es lo que se mata también en un femicidio: un misterio y una complejidad desesperante, tanto que algunos están dispuestos a arruinar su propia vida con tal de hacer desaparecer a quien les provoca una angustia y una sensación de humillación incontenible.
Los femicidas, cuando son cercanos a su víctima, casi nunca matan para ganar sino que se rigen bajo el modelo terrorista: están dispuestos a morir con tal de vengarse. Un femicida, como un terrorista, no mata para conseguir un mundo mejor, sino para encontrar el paraíso. Por supuesto no cree que irá a un cielo con ochenta vírgenes. Un paraíso es la tierra donde no hay sexo ni finitud. Un paraíso es una tierra donde la presencia del otro no duele, donde hay un orden y explicación para todo lo que existe. En eso, el porno, la pedagogía y la ideología coinciden: todo puede calzar, todo se puede saber. Ni siquiera la mejor ciencia va tan lejos (aunque sí la idea sobre la ciencia).
El paraíso es un tipo de saber. Como muestra trágicamente la historia, un saber fatal.
El saber de Eva es el saber a las afueras del paraíso. Y se le da muerte cada vez que la vida es explicada como cifra o alguna teología, vieja o nueva, que diga cómo son las cosas: el exhibicionismo, el sexo deportivo, el lenguaje que se reduce a comunicación, el deseo desplazado por el algoritmo, el malestar íntimo explicado en un diagnóstico, la opinión como cliché. En un arco que va desde los totalitarismos a la narcosis, No sólo el machismo pretende domesticar lo femenino que hay en todas las personas, sino también la cultura que, a fin de cuentas, no dejó nunca de aspirar al retorno al paraíso.
Un hombre sin paraísos
Nicolás Avruj, argentino de familia judía, viajó a Israel para ver a su primo, pero se encontró con que este había salido de viaje. El traspié se convirtió en un acontecimiento. Sin plan, se le ocurrió grabar su viaje. Un día se produce una fuerte represión del ejército israelí y decide seguir a un grupo de periodistas de guerra a Ramala. El viaje se transformó en una pregunta. Viajó a Gaza y, ocultando su identidad, se hospedó con unos locales.
Dos décadas más tarde le dio forma a sus registros en un documental, acompañando las imágenes con su voz en off. Su voz tiene el cuidado y la osadía de no interpretar ni imponer un juicio, pero sin ocultar tampoco lo que sintió y pensó. Lo terrible y hermoso de su trabajo es que muestra que entre “nosotros” y “ellos” siempre hay un tercer término, el “yo”. Pero no el “yo” de la identidad. Se trata de un “yo” sujetado a un cuerpo, a los otros y a las circunstancias.
Nombró a su película NEY (Nosotros, ellos, yo), y sus diálogos van hilando precisamente ese problema entre el saber oficial de los “nosotros” y el de los “ellos”. Casi de manera escandalosa, entre gente que se odia a muerte, esos “yo” que pueden ser los mismos del saber oficial logran también respetar las leyes de la hospitalidad. El autor del documental siempre encontró a alguien que le diera una cama y un vaso de agua. Mal que mal, eso es lo que se hace en el desierto, no en los paraísos.
El “yo” es el saber de que no hay paraíso, y que prometerlo a futuro significa estar dispuesto a traicionar el presente, a un pueblo completo y varias generaciones. El “yo” son todas esas mujeres que, en la guerra -como escribe la narradora anónima de Una mujer en Berlín-, cuando les preguntan de qué lado están responden que están del lado de los hombres vivos.
Ese “yo” es también Albert Camus respondiendo a la acusación de guardar silencio sobre el frente de liberación argelina en los sesenta, al que los intelectuales de la época apoyaban sin reparos. Su respuesta es que no puede apoyar a un movimiento, por más justas que sean sus causas, si este no escatima en asesinar civiles. Civiles entre los que, por cierto, podía estar su propia madre argelina.
Lo increpan: “¿Entonces Ud. no cree en la justicia?”.
“Si eso es la justicia, prefiero a mi madre”, responde.
Camus fue de los pocos escritores que en la prensa no se alegró de la bomba de Hiroshima. Vilipendiado en su época, fue un hombre sin paraísos. No estaba en contra de la rebeldía ni de la lucha a veces inevitable, pero no cualquier lucha. No creyó solo en los saberes oficiales. No lo quemaron como a Jeanne y Macette, pero sufrió lo que hoy sería la cancelación por parte de su amigo Jean-Paul Sartre y sus seguidores.
Sabemos lo que hay que hacer en el desierto
A veces digo que mi mamá es una bruja. Dice cosas que, a nosotras las hijas, mujeres más educadas y modernas, nos parecen absurdas. Pero ella es capaz de ver cosas que nosotras no. Un día se le ocurrió que había una traición entre unas amigas conocidas. Nos reímos (vieja loca). Después se supo que era verdad y fue un pequeño escándalo. ¿Qué vio que nosotras no? Quizá nosotras, que sabemos tantas cosas, ya no ejercemos como deberíamos el arte de la adivinación.
Mi mamá, como Jeanne y Macette, también predica los evangelios y adopta el saber oficial de su tiempo. Es machista, creo que más por astucia que por convicción. Nos crió en las dos leyes, en las de su tiempo y en las otras, más antiguas, las de las brujas. Creo que hasta ella se sorprende de ese saber que la habita. Siendo ya mayor me dijo que ella siempre había pensado que mentía, porque decía que era diseñadora sin serlo –su oficio de emergencia que se transformó en su vida –, y que se daba cuenta de que al final sí era verdad. Porque la verdad es algo que se descubre, un acto, pero no una declaración ni un título.
Pasó hace no mucho que veníamos peleando con mi mamá y mis hijas sobre asuntos de feminismo. La discusión llevaba acusaciones cruzadas de fanatismo, por un lado, y de traición al género, por el otro. Ese mismo día (¡cosas que hacen las brujas!) presenciamos un intento de femicidio en un estacionamiento. Grité desde un lugar distinto a la garganta. Se sumaron otras personas, mi mamá nos abrazó y con mucha calma dijo: yo sé, yo sé. Nunca le pregunté que quiso decir. No hace falta. Los días que siguieron hubo silencio entre nosotras. Vivimos un pacto intergeneracional. Podemos hacerlo o no pero, más allá de las etiquetas, todas y todos sabemos lo que hay que hacer en el desierto.
Según un sondeo del gobierno de Chile, hay una baja en la identificación con el feminismo, no así con los temas que le atañen. Creo que no es extraño: cuando un saber se vuelve el oficial se torna pedagógico, por lo tanto, imposible de llevar a cabo del todo. La exigencia aleja, porque lo oficial es esa capa que intenta dar sentido al mundo y asilar a la serpiente. Se forman los “nosotrxs” y “ellxs”, a veces demasiado lejos de la complejidad y las contradicciones de la vida.
Es un dilema inevitable, porque el feminismo es moderno, nace con las aspiraciones democráticas y es un logro radical e indiscutible. Pero es también pariente del saber no oficial, el saber antiguo de los caídos, el saber de Eva, de la astucia, de la supervivencia y la hospitalidad, de los encuentros improbables y fuera de las etiquetas. No es de ningún bando salvo el de las mujeres y los hombres vivos. Imposible aceptar que en el nombre del feminismo se prometan paraísos. A fin de cuentas, el feminismo, como todos los saberes oficiales, debe lidiar con una doble militancia: un saber diurno que no pierda de vista la intuición nocturna. De otro modo, acusará a culpables equivocados.
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